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2023-08-25 00:00:00

Crítica: «La mujer del puerto» de Ripstein o la sordidez anacrónica

Por Pedro Paunero

Guy de Maupassant escribió el cuento breve “El puerto”, cuyo protagonista Celestino Duclos, desembarca con un grupo de compañeros al puerto de Marsella, ávidos de compañía femenina, tras pasar cuatro meses en alta mar. Duclos los conduce a una taberna de aspecto más decente que otras, ahí escoge a una joven prostituta para pasar la noche, la muchacha, “alta y de mejillas rojas”, entabla conversación con él. Le pregunta de dónde proviene y si ha conocido a su hermano. Los datos que ella le da coinciden con los de su familia que, en su totalidad, ha perdido la vida. La pobreza orilla a la hermana menor, Françoise, a prostituirse. Y es en este punto que el cuento alcanza la catársis, cuando Celestino descubre que tiene sentada en sus piernas a su hermana.

El cuento ha sido adaptado tres veces en el cine mexicano, del cual sólo quedaron, en el guion, un par de imágenes centrales: un puerto, el submundo de la prostitución y el incesto.

La primera adaptación es legendaria, al tratarse de un clásico indiscutible del cine mexicano, “La mujer del puerto” (1934), codirigida por el ruso Arcady Boytler y Raphael J. Sevilla, a escasos dos años de que el cine nacional viera su entrada a la época sonora con otra cinta sobre la prostitución, “Santa” (1932). Esta primera adaptación incluye una de las imágenes inolvidables de nuestra cinematografía, recurrente, y omnímoda, a la hora de invocar sus mejores imágenes, la de su protagonista, Rosario (Andrea Palma), sobre un quicio de entrada, mientras suena la canción: “Vendo placer a los hombres que vienen del mar”. La estética del filme, claramente influenciado por las corrientes de vanguardia del cine europeo -Arcady Boytler había sido asistente de Eisenstein-, se mantiene a pesar de que el filme termine por hacer agua en algún momento. Históricamente significativa, sobre todo por el tratamiento que se da de la prostitución en el cine mexicano -cuyo antecedente es el filme mudo “Santa”, primera adaptación de la novela de Federico Gamboa dirigida por Luis G. Peredo en 1918, culminaría, como apoteosis de esta clase de subgénero, con “La mancha de sangre” (1937), de Adolfo Best Maugard, en cuyo melodrama se incluían las primeras escenas de desnudo, anunciando el posterior Cine de rumberas-, esta primera “Mujer del puerto” se nos presenta como una antigualla, que bien se recuerda gracias a sus alcances plásticos.

Así, con “La mancha de sangre”, bien hubiera podido terminar este primer período de la “prostituta enamorada”, cuyo melodrama impregna cada fotograma, al haber cedido sus constantes argumentales al cine que le sucedió, el de las citadas rumberas, donde la música y el baile constituyen parte importante de la trama -realmente, un nivel más alto de la misma historia-, pero los realizadores se empeñaron en continuar estirándolo, sin aportes verdaderamente importantes, en el tercer período de la amplia filmografía nacional, el del Cine de ficheras. La “prostituta enamorada” es -debido a estos tres períodos del subgénero-, al cine mexicano, lo que el cuento de la Cenicienta a las telenovelas, y cumplió con el acto social (y sicológico), siempre catártico, de rellenar las carencias -doble moralistas- de una educación sentimental deficiente.

Arturo Ripstein tomó, pues, este argumento manido para su propia adaptación del cuentecito de Maupassant, en 1991.

Como pasara con las adaptaciones anteriores, del cuento original sólo perdura la anécdota escabrosa. La segunda adaptación, del año 1949, fue dirigida por Emilio Gómez Muriel, en una cinta que, no obstante la irregularidad de la primera, no cobra mayor relevancia.

Con los títulos iniciales de esta que nos ocupa, suena “Wenn die soldaten”, interpretada por Marlene Dietrich,  como situándonos en un tiempo bohemio ya anacrónico, rancio y pasado. Perla (Evangelina Sosa), una chica del cabaret “Eneas” -donde “sólo se da el chancro y las ladillas, comido por el tiempo”-, resignada a ser especialista en la práctica de la felación, resulta prostituida por su propia madre, Tomasa (Patricia Reyes Spíndola), antes de conocer a un marinero enfermo, el “Marro” (Damián Alcazar), que sufre un desmayo mientras ella practica su acto. Ambos terminan arrastrados por un amor apasionado, animal, teniendo sexo en cada oportunidad, entre escenarios decadentes y sucios, en un recuerdo vago y mal pergeñado de la hiper sexualidad que posee a los protagonistas de “El imperio de los sentidos” (Ai no Korida, 1976), de Nagisa ?shima. Por supuesto, el “Marro” resulta ser el hermano mayor perdido de Perla, a quien Tomasa instó a huir, tras pedirle asesinar -valiéndose de un marro-, a su esposo, después de descubrirlo en un acto de pederastia, e incesto, con la niña.

En el Ministerio Público, Tomasa tiene sexo con el agente (Jorge Fegán), en una escena resuelta sin pericia, demasiado obvia, y aboga por liberar a Carmelo (Alejandro Parodi), un pianista -memoria del pianista ciego, y cursi, de “Santa”- que le ha robado a un cura y juntos ingresan al cabaret de Eneas (Ernesto Yáñez), donde Perla, aún de brazos, crecerá sin conocer otro entorno, y prometida -sacrificada-, por su propia progenitora, para ser la futura estrella del espectáculo.

La película tuvo su consabida corrida a través de festivales (España, Francia, Tesalónica, Grecia, la Muestra Internacional de Cine de Guadalajara, etc.), antes de ser exhibida en una retrospectiva del director en 2019, pero había permanecido enlatada hasta ahora, sin estreno comercial en salas, sin llegar a ser uno de los mejores trabajos de Ripstein.

Los movimientos de cámara, de esta tercera mujer del puerto, resultan tan burdos que distraen, llamando la atención sobre esta misma, a través de los escenarios que, a la vez, aparecen teatrales, frágiles y tambaleantes.

Esta adaptación pierde por anacrónica, si se la compara con películas de la misma temática como “Rompiendo las olas” (Breaking the Waves, 1996), de Lars von Trier, que se estrenara apenas seis años después, donde el pretendido “Dogma 95” alcanza el culmen, en una historia dolorosa, marginal y disruptiva, narrativamente hablando.

Esta obra de Ripstein, empero, es tan sórdida como para llevar el sello indiscutible del director, pero se queda en ello, sin trascenderlo, ni alcanzar el elocuente feísmo de filmes posteriores como “Profundo carmesí” (1996), la versión personal que el cineasta ofreciera de la pareja de asesinos denominada “De los corazones solitarios”, repleta de simbolismo, o esa joya anterior que es “El lugar sin límites” (1978), retrato magistral de la decadencia donde los haya, adaptación casi perfecta, a la vez, de una novela de José Donoso.

Su melodrama apenas si sobrepasa lo telenovelesco, y palidece al lado de maestros del melodrama como Rainer Werner Fassbinder, y su película-epitafio “Querelle” (1982), igualmente situada en los muelles y el submundo de la prostitución, masculina, en este caso. Los elementos obscenos, escatológicos y, pretendidamente escandalosos, no pasan de unos desnudos de traseros mal concebidos, a la vez que, las escenas concernientes al aborto, lindan con el puro cine de explotación, en un metraje lento y cansino, cuyas situaciones reiterativas se tornan aburridas y pesadas.

Carmelo y Tomasa, y a veces, Perla, bien pueden seguir soñando con abrir su propio burdel, cuando deambulan tristemente en las sombras corrompidas, pero sin que su historia llegue a ser lo suficientemente sombría para trascender en absoluto, a pesar de su final resignado, en esta película menor de Ripstein.