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2023-07-21 00:00:00

Historias de Cine III: Una reunión de fantasmas. Luis Buñuel gana el premio Óscar

De pie: Robert Mulligan, William Wyler, George Cukor, Robert Wise, Jean Claude-Carriere, Serge Silberman. Sentados: Billy Wilder, George Stevens, Luis Buñuel, Alfred Hitchcock y Rouben Mamoulian

 

Por Pedro Paunero

Luis Buñuel y Luis Alcoriza discuten acaloradamente sobre las páginas de un guion, bastante tachonado y enmendado que yace sobre la mesa del restaurante, cuando entra la mujer. De inmediato los ojos de Alcoriza se deslizan sobre el andar de la hermosa recién llegada.

-Luis –dice Buñuel, con enojo en la voz-, ya sabes que hemos venido a San José Purúa a trabajar en este guion. No me gusta que pierdas el tiempo mirando a las mujeres.
-Sí, perdona, es que…
-¡Nada, nada!

La mujer ocupa una mesa solitaria al fondo, pero frente a la que ocupan los cineastas, por lo que es imposible que Alcoriza no pueda verla. Alcoriza trata de meterse en el guion, de seguirlo, de tachar algunas líneas y escribir otras tantas pero su vista se dirige una y otra vez a la recién llegada. La mujer lo sorprende y le dedica una sonrisa. Alcoriza se pone nervioso y sonríe a la vez.

-¡Luis –la cara de Buñuel enrojece-, hemos venido a San José a escribir un guion! –golpea las hojas sobre la mesa.
-Lo siento –se inclina para que Buñuel lo escuche confidencialmente-, pero ella me ha sonreído y es mi deber de caballero devolverle la sonrisa.
Como si los hubiera oído un mesero los interrumpe:
-¿Algún postre, caballeros?
-Tu actitud de macho es muy desagradable.
-Mi deber como…

Buñuel abandona la mesa. Vuelto una furia deja el comedor. Alcoriza se levanta y mira irse a Buñuel. Ignora al mesero. Sin dejar de sonreír se acerca a la mesa de la mujer. Ella se levanta y lo invita a sentarse.

-Luis Alcoriza, para servirle, señorita.
-¡Mucho gusto! ¿El señor que lo acompañaba era Luis Buñuel?
-El mismo, sí.

Al poco rato conversan como buenos amigos, entre carcajadas y copas de vino. Hablan de cine y de otras cosas igual de triviales. Alcoriza paga la cuenta. Ambos dejan el comedor. Por el pasillo del hotel ya se van besando. Alcoriza rebusca la llave de su habitación en su bolsillo pero no la encuentra. Ambos se echan a reír. Para entonces él tiene cogida de la cintura a la mujer y esta le planta un beso en la nariz. Por fin encuentra la llave pero la mujer está pegada a sus labios como una lapa o una sanguijuela. Introduce a tientas la llave en la cerradura y la gira. La puerta se abre con un chirrido. Camino de la cama ya se van desnudando. Alcanzan la cama ya desnudos. Alcoriza tiende de espaldas a su conquista sobre la cama y comienza por besarle los labios, el cuello, los senos, cuando llega al ombligo parpadea. Cree estar soñando. Lee. Vuelve a leer. La mujer tiene la frase tatuada. Alcoriza se echa hacia atrás. A un metro de distancia de la mujer aún puede leer esas cuatro palabras:

Cortesía de Luis Buñuel

Buñuel abre los ojos. Está desorientado. Recuerda. No está en San José Purúa y tampoco está con él Luis Alcoriza. Se dirige al baño, se echa agua en la cara. Sale de su habitación. Deambula por el lugar. Se detiene ante la copia de la Última Cena de Tiziano, colgada en el muro, sobre el gran comedor del refectorio gótico, en el Real Monasterio de Santa María de El Paular, localizado en la Sierra de Guadarrama, España. Sí. Está en España. Sonríe y recuerda la escena transgresora de su película Viridiana, en la que los vagabundos se quedan súbitamente congelados, imitando las posiciones de los discípulos en la Última Cena de Leonardo. Se dirige al bar del hotel, pasa a una sala contigua, cuyo techo es sostenido por columnas de granito, con reproducciones de obras de Zurbarán en las paredes. Jean-Claude Carrière ya se encuentra ahí, sentado ante una mesa.

-Tuve un sueño –le dice Buñuel, tomando asiento al frente-, y no estabas tú en él.
-¿Sirve para una película?
-Ya lo creo que sí y sería muy barato de realizar.
Ambos se ríen, cómplices.
-Tus amigos ya vienen –Carrière ha localizado con los ojos a los cuatro hombres que entran en el salón.

Buñuel se levanta y los invita a sentarse con un gesto. Los hombres toman asiento alrededor de Buñuel.

-¿Qué tal ha sido el viaje desde México? –les pregunta.
-Muy bien, don Luis –responde uno de los recién llegados.
Charlan mientras comen. Toman notas. Hacen preguntas. Y llegan a la pegunta obligada, su película El discreto encanto de la burguesía, ha sido nominada como Mejor película extranjera.
-¿Cree usted que obtendrá el Óscar, don Luis?
-Sí, estoy convencido –responde muy serio-. Ya he pagado los veinticinco mil dólares que pedían. Los norteamericanos tienen sus defectos pero son hombres de palabra.

Cuatro días después los periódicos mexicanos anuncian que Luis Buñuel ha comprado el premio Óscar por veinticinco mil dólares. Buñuel, en Mi último suspiro, sus memorias dictadas a Jean-Claude Carrière, recuerda:

Escándalo en Los Ángeles, télex tras télex. Silberman (el productor de la película) llega a París, muy molesto, y me pregunta qué locura me ha dado. Le respondo que se trata de una broma inocente.

Después de lo cual, se calman las cosas. Transcurren tres semanas y la película obtiene el Óscar, lo que me permite repetir a mi alrededor:

-Los americanos tienen sus defectos, pero son hombres de palabra.  

-Acabo de recibir una llamada de George Cukor. Nos invita a su casa a una comida en homenaje al Óscar recibido por El discreto encanto de la burguesía. Tiene la amabilidad de invitar a Silberman y también a tu hijo Rafael, pues se ha enterado que vive aquí, en Los Ángeles. Indica que asistirán varios amigos, aunque no aclara quienes serán-. Le anuncia Carrière.

Cukor los recibe en la entrada de su mansión, con los brazos abiertos y una sonrisa contagiosa. Los hace pasar a la sala, donde conversan y esperan al resto de los invitados. Una sombra que oscurece la puerta los hace voltear. Un negro de aspecto atlético lleva en brazos a un hombre muy débil y viejo, con un parche en el ojo y lentes encima. A Buñuel esa aparición le recuerda a una especie de esclavo que carga a su amo. Es entonces cuando reconoce en el hombre del parche al legendario John Ford. El negro sienta a Ford delicadamente en el sofá, a un lado de Buñuel.

-Me alegra mucho su regreso a Hollywood, Buñuel, mucho-. Le confiesa Ford.

Buñuel se siente gratamente sorprendido pues hasta ese momento ha creído que Ford ignoraba su existencia.

-¿Qué está preparando en este momento? ¿Con qué va a sorprendernos ahora? ¿Sabe? Yo estoy preparando –Ford hace un gesto con las manos, separadas un metro de distancia una de otra- a Big Western.

Escuchan el rumor de unos pasos pesados sobre el parqué. Se vuelven. Alfred Hitchcock hace una entrada triunfal en la sala, sonrosado, rozagante, con una sonrisa enorme y los brazos abiertos.

-¡Buñuel, Buñuel!

Buñuel se levanta y Hitchcock casi le cae encima, lo estrecha en un abrazo apretado y asfixiante. Se sientan en el sofá. Ford abre la boca para decir algo pero con Hitchcock, que acapara la conversación, es imposible.

-Bebo poco vino pero muy seguido porque es muy bueno para el corazón…

Buñuel se encuentra sentado entre Ford y Hitchcock, hecho un sándwich, intenta responder pero Hitchcock continúa hablando de comida y de vinos y no le permite hablar. Ford, muy débil, cabecea un poco. El personal de la mansión va y viene trayendo platos con tentempiés hasta la sala, va y viene llevando platos vacíos hasta la cocina. Llegan William Wyler y Billy Wilder. Se acercan hasta Buñuel. Lo saludan, lo abrazan, lo felicitan. Dos jóvenes empleadas domésticas disponen el comedor para el banquete, colocan candelabros sobre la mesa y una de ellas descorre las cortinas de terciopelo rojo que dan al jardín. Entran Robert Wise, George Stevens y Rouben Mamoulian. Las conversaciones se expanden, se elevan, bajan de intensidad. El cine fue, es y será.  

-¿Cómo hicieron ese efecto de la puerta cerrada en la nave, Robert? Una vez que se cerraba parecía formar parte de la superficie del platillo volador–pregunta Stevens.
-¡Ah, para The Day the Earth Stood Still, entre toma y toma sellábamos con arcilla las junturas de la puerta! –contesta Robert Wise.
-Si gustan pueden pasar al comedor –anuncia una de las empleadas.

Han servido ensalada y pescado y se ha escanciado vino chablis. 

-Eso del auto rojo que se ve en la carrera de cuadrigas en Ben Hur –le cuenta William Wyler a Buñuel mientras se encaminan al comedor- fue un error que pocos advirtieron.
-Sí, por supuesto que sí –le confiesa Robert Wise a Wilder-, West Side Story es una revisión de "Romeo y Julieta".
-Decidí que los indios representaran fuerzas de la naturaleza en Stagecoach- le dice Ford a Mamoulian.
-¡Quiero sentarme a la izquierda de Buñuel! –exige Hitchcock.
-Que descorchen más vino –pide Cukor a uno de sus empleados, luego se vuelve hacia Stevens y Wise-: Sí, sí, yo también me puse tras la cámara, con Victor Fleming y Sam Wood para "Gone with the Wind"…

Entra Robert Mulligan, Cukor levanta el brazo en forma de saludo y le pide que los acompañe al comedor. Una de las empleadas lo acompaña hasta su silla. Mulligan saluda a Buñuel que se levanta y recibe su abrazo.

-¡Un honor conocerlo, Buñuel! Lo admiro desde "Un perro andaluz".

Hitchcock está casi echado sobre Buñuel, no intenta ocultar su admiración por el más grande representante del surrealismo en el cine, tiene el brazo derecho sobre sus hombros y entre bocado y bocado habla sin parar.

-Debe visitarme alguna vez, Buñuel, mi bodega está a su disposición, yo realmente como muy poco.
-Some Like it Hot fue muy divertida de rodar –rememora Wilder-, pero ya saben de su problema con la censura… A propósito de su anticlericalismo, Buñuel, la censura vino de la iglesia católica precisamente.
-Debe venir a visitarme –insiste Hitchcock.
-¡Horrible, horrible lo de James Dean! –recuerda Stevens-. Mientras rodábamos Giant compró ese maldito convertible, su Little Bastard, como solía llamarlo. Me dijo que Alec Guiness había visto el Spyder 550 y se había echado para atrás, diciéndole “James, no se te ocurra subirte a ese auto”. Pero Dean lo hizo…
-Como muy poco…
-¡Ah, el beso de Greta en Queen Christina! –Mamoulian baja la vista, deleitándose en el recuerdo-. Sí, sí ese inolvidable beso…
-Estoy seguro que algún día alguien querrá prohibir To Kill a Mockingbird –susurra Mulligan a Ford-, por las mismas razones que ahora la hacen tan necesaria.
-¡Ah, Buñuel, debe venir a mi casa! Y me contará cómo rodó Tristana… ¡Tristana, Buñuel… la pierna de Tristana!   
Han pasado unas tres horas, a partir del mediodía. El acompañante negro de Ford entra en la sala, llega hasta el comedor, saluda y se disculpa.
-El señor debe venir ahora a casa, es muy tarde ya para él.
Ford se levanta, murmura un débil adiós y se echa en brazos de su asistente, como un niño pequeño. El hombrón lleva a Ford, medio cargado, medio arrastrándolo y tropezando con las sillas.
-¿Por qué no vino Fritz Lang? –pregunta Wise.
-Ya se siente muy viejo… -responde Cukor-, lo invité pero amablemente declinó la invitación.
-Me ha invitado a su casa. Mañana lo veré –dice Buñuel.
-¡Ah, esa pierna, Buñuel, esa pierna!

Stevens se levanta.

-Propongo un brindis por lo que, pese a nuestras diferencias de origen y de creencias, nos reúne alrededor de esta mesa.
Todos levantan las copas, y los rostros y las miradas, a la vez, se vuelven hacia Buñuel, que contesta:
-Bebo, pero me quedan mis dudas…
 
Tras la comida Cukor los hace pasar al salón. La charla continúa. Cukor le hace señas a uno de sus asistentes.

-Llama a uno de los chicos de la prensa, debemos preservar este momento en la memoria impresa… Pídele que venga a Charles Champlin, de Los Angeles Times.
Al poco tiempo llegan Champlin y el fotógrafo Marv Newton que les pide a todos que posen. Hace varias fotos. Buñuel apuntaría después en sus memorias:

La fotografía seria uno de los Collector´s ítems del año.

Charles Champlin en la crónica que escribiría sobre la comida, publicada el 20 de noviembre de 1972, describiría cómo Buñuel casi con lágrimas dijo al grupo que nada remotamente parecido le había ocurrido en su vida en el cine. En "Mi último suspiro" Buñuel añadiría sobre la reunión que se celebraba en mi honor una extraña reunión de fantasmas que nunca se habían encontrado así reunidos y que hablaban de todos los “good old days”, de los buenos tiempos.

-Sus películas han sido decisivas en la elección de mi vida. Le pido que me haga el honor de dedicarme una fotografía.

Fritz Lang se sorprende, se levanta en silencio, va hacia una mesita y abre un cajón. Saca una foto reciente y la autografía. Se la entrega a Buñuel que lee la dedicatoria.

-Disculpe usted, ¿no tendrá una de tiempos de Der müde Tod o de Metropolis? 

Lang rebusca otra vez en el cajón. Encuentra otra foto, una de los años veintes, de cuando Lang realizaba un cine de tipo épico y que dejaría una impronta indeleble en el que vendría después. Esta vez escribe una dedicatoria más larga y, en palabras de Buñuel, magnífica en esta otra fotografía.

Buñuel recordaría después:

No sé muy bien qué hice de esas fotografías. Una, se la di a un cineasta mexicano, Arturo Ripstein. La otra debe de estar en alguna parte.

-Te llama un periodista de México –dice Carrière-. Quiere hacerte unas preguntas.

Buñuel se pone al teléfono.

-Don Luis, sé que debe estar cansado de la misma pregunta pero me gustaría (y le agradecería mucho más) que me dijera la verdad sobre el asunto. ¿Compró usted el Premio de la Academia, el codiciado Óscar?

-¿Se sabe usted la historia del señor Sánchez? –pregunta Buñuel.
-¿La historia de quién?
-La conocida historia del señor Sánchez.
-No don Luis, no la conozco.
-Pues mire, tenemos que un hombre llega al número 39 en alguna calle y pregunta por el señor Sánchez.
-Sí…
-El portero le responde que no conoce a Sánchez y que vaya a preguntar al número 41.
-Sí…
-El hombre va al 41 y pregunta por el señor Sánchez. El portero del 41 le dice que no conoce a Sánchez, pero si hay algún Sánchez en esa calle este debe vivir en el número 39, y añade que el primer portero se ha equivocado.
-Sí…
-El hombre vuelve al número 39 y le informa al portero que lo han regresado ahí porque en el 41 no vive ningún Sánchez…
-Disculpe don Luis ¿esta historia tiene que ver con la pregunta si compró usted el Premio de la Academia?
-¡Claro que tiene que ver! Mire usted, el portero le dice al hombre que aguarde un poco, así como le pido yo a usted que espere un poco para saber el final de la historia.
-Comprendo don Luis.
-Bueno, tenemos que el portero se pierde al interior de la vivienda y regresa después con un revólver.

Buñuel hace una pausa dramática. El periodista se impacienta, cuando pregunta tiene un dejo de terror en la voz.

-¿Y qué pasa después don Luis?
-¡Lo mata por preguntón!

Luis Buñuel cuelga el teléfono, va a sentarse a un sofá, ante la mirada asombrada de Carrière, y no deja de reírse el resto del día, cada vez que recuerda esa llamada.