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2022-11-26 00:00:00

«Wakanda por siempre» contra «Bardo» o El juego cínico de Hollywood

Por Pedro Paunero

Para Alexa Sefchovich y recuerdos de Coyoacán

Es probable que la primera aparición de un mexicano en el cine sea más antigua que el cine mismo. Me explico, el lanzador de cuchillos, perteneciente a la troupe de Búfalo Bill, que aparece en una cinta filmada por William Kennedy Dickson para el kinetoscopio de Edison -anterior al cinefotógrafo de los hermanos Lumière-, sea el actor aparecido en el corto “Vincente Ore Passo, Champion Lasso Thrower”, de 1894, cuyo nombre, deformado a oídos estadounidenses, sería, en realidad, Vicente Oropeza (1). La andadura del personaje mexicano, real o ficticio en el cine, resulta así, centenaria. ¿A qué se debe que, tras décadas de representación negativa del mexicano en el cine, casi de repente, aparezca como un ser entrañable -véase “Coco” (Adrián Molina, Lee Unkrich, 2017)-, o heroico, como el Namor maya de “Pantera Negra: Wakanda por siempre” (Black Panther: Wakanda Forever, Ryan Coogler, 2022)? ¿Puede explicarlo la simpleza hipócrita de la corrección política y la inclusión forzada, o hay algo más profundo y soterrado y, por esto, más significativo en este fenómeno? Aunado a esto ¿Por qué es mucho más fácil aceptar, para el público mexicano, personajes ficticios como el citado niño cantante de “Coco”, o el antihéroe Namor, y no el Silverio, más realista pero, a la vez, más abstracto, de la película “Bardo”, de Alejandro González Iñárritu?

Se debe hacer una lectura cuidadosa de las, de por sí, detalladas notas que hace Emilio García Riera en su obra “México visto por el cine extranjero”, que tanto estudia como abarca la representación del mexicano en el cine que va desde el siglo XIX al de los años ochenta, para comprender que dicha representación, en una amplísima filmografía, no fue favorable casi nunca para esta clase de personajes.

García Riera apunta que los bandidos y villanos mexicanos de Hollywood, “tendieron a crecer en número al final de los sesenta”, y ofrece una explicación que, en sentido contrario, aportaría una luz en relación a la positiva visión que, de México y lo mexicano, se tiene en el cine hollywoodense más reciente:

“El mercado mexicano perdió importancia para Hollywood: durante los años sesenta, los muy bajos precios de entrada a los cines en México hicieron ese mercado poco rendidor”.

Los tiempos han cambiado. El mercado impone las reglas, y se sirve del “fanservice” más descarado para darle al cliente lo que pide. Según datos del Instituto Belisario Domínguez del Senado de la República, para 2017, México se situaba en el cuarto lugar mundial en número de salas de cine, detrás de China, Estados Unidos e India (2). Lo que explicaría muchas cosas. Es obvio que a un mercado tan redituable se le ofrezcan productos atractivos y, por encima de todo, redituables. El espectador que paga tiene, por tanto, que reconocerse en aquello que paga.

En el periódico “Excélsior” del 13 de mayo de 1985, se publicó  un artículo del sociólogo Jorge A. Bustamante, experto en migraciones, con el título “Frontera Norte. El monstruo “Q” ataca de nuevo”, en el que citaba las apreciaciones suyas y del Dr. Carlos Cortés, de la Universidad de California, a propósito de la película “Q. The Winged Serpent” (1982), dirigida por el cineasta de Serie B, Larry Cohen.

“El dr. Cortés me comentaba que parte del proceso ha incluido una evolución de la imagen del mexicano que ha pasado por la estupidización, la imagen de suciedad, crueldad y cobardía, a la amenaza externa mediante la imagen de la “invasión silenciosa” de los mexicanos que sólo viven esperando la oportunidad de cruzar la frontera norte para vivir a expensas de las riquezas del otro lado. La versión más reciente de esta evolución es ahora la amenaza interna”.

Según creyeron ambos autores, “Q” era la ofensa más reciente al mexicano, siempre que en esta película aparecían una suerte de adoradores de Quetzalcóatl, que había hecho su nido en lo alto del edificio Chrysler -entiéndase, en pleno corazón de lo “americano”- para, desde este centro neurálgico, emprender una amenazante, como mortal, invasión a los Estados Unidos. Los mexicanos de la película aparecían, en palabras del Dr. Cortés, como fanáticos salvajes con cara de degenerados. García Riera se tomó tales afirmaciones de manera muy cautelosa. Pero hay que ver la película para comprender que, Cohen, como buen director de cine barato, sólo había tomado un motivo mitológico -mesoamericano, en este caso-, para rodar una cinta más de monstruos, en la línea del clásico King Kong, en la cual, en esa sí, los “salvajes” de turno -de los cuales jamás se aclara su nacionalidad-, adoraban temerosamente a Kong. Desde “Q”, al presente, como he señalado antes, el trecho ha sido largo, y el cine “inclusivo” -aun con merma de la calidad-, permite que una película tan personal como “Bardo”, capaz de reflejar el mundo interior de un mexicano, y un producto como “Wakanda por siempre”, con un antihéroe mesoamericano, coexistan, tanto en el imaginario popular como en la discusión más crítica y hasta erudita.

Si hubo una vez una película valiente, con una representación de dignidad honesta del mexicano, esta fue “La sal de la Tierra” (Salt of the Earth, 1954), dirigida por un grupo de subversivos inscritos en la tan célebre, como infame, “lista negra” de Hollywood. En un análisis superficial, “La sal de la Tierra” no pasaría de ser propaganda de izquierdas, pero hace falta saber del contexto en el que fue filmada para entender sus alcances. Sí, el contexto lo es todo. Tanto Herbert J. Biberman, su director, como Paul Jarrico, su guionista, razonaron que, si habían sido expulsados de Hollywood sólo por ser comunistas, cometerían “un crimen para hacerse merecedores de tal castigo” (3). La película que idearon narra la historia de una huelga, llevada a cabo por un grupo de mineros mexico-americanos, que se oponen a las duras condiciones de los patrones estadounidenses. Pero eso no es todo.

Las mujeres, a quienes sus esposos sólo consideran esposas o madres, nos son presentadas como personajes en pie de lucha, que no sólo acompañan a “sus hombres”, sino que son capaces de organizarse y dar pelea a los patrones y a los miopes varones que tienen por maridos. Son sujetos activos, en una palabra. Esta visión feminista -recordemos, por otro lado, que el comunismo de la Unión Soviética permitió la existencia de una figura como Valentina Tereshkova, primera mujer en viajar al espacio-, está bien representada por la actriz Rosaura Revueltas, perteneciente a la misma familia de artistas revolucionarios, a quien pertenecen sus hermanos, el músico Silvestre, el escritor José  y el pintor Fermín, y a quien suele ignorarse en el momento de mencionarlos, y que terminara siendo vetada en el cine mexicano por su participación en dicha película. Aunque envejecida, “La sal de la Tierra” se mantiene como un logro -cine filmado bajo presión-, en pleno macartismo y Guerra Fría, debido a su sólida narrativa. Película prohibida y, por varios años invisible, sólo pudo ser producida por el sindicato de mineros que llevó, con esta cinta, un hecho auténtico -a cuyos protagonistas de la vida real se les cambiaron los nombres-, a la pantalla grande.

Dos westerns, uno estadounidense,  “Héroes de barro” (aka. Llegaron a Cordura, They Came to Cordura, Robert Rossen, 1959) y uno italiano, “Ajuste de cuentas” (aka. El halcón y la presa, La Resa dei conti, Sergio Solima, 1967), ofrecen una imagen benigna, y hasta heroica, del mexicano. No sólo eso, en “Héroes de barro” (4), la noción de heroísmo del soldado americano era puesta en entredicho, al punto que el vaquerísimo John Wayne mostró su indignación con una virulencia increíble. “Ajuste de cuentas” (5) utilizaba un argumento bastante repetido: el extranjero (aquí un mexicano paupérrimo, experto en arrojar cuchillos) al que se culpaba de la violación de una menor de edad, que jugaba el papel de chivo expiatorio por parte de un grupo corrupto de políticos, con intereses económicos ocultos, que se revela, últimamente,  como un hombre digno y honorable, y finaliza haciendo una amistad entrañable con el pistolero enviado a matarlo.

Resulta esclarecedor que los “Nómadas digitales” -que no deben ser culpados necesariamente de la gentrificación que experimenta la Ciudad de México, misma de la que sí son responsables las políticas y legislaciones, así como la avidez de los propietarios de los inmuebles-, se sorprendan de la modernidad, limpieza y colorido de la ciudad y, sobre todo, para alguien que gana en dólares pero gasta en pesos, lo barata que resulta, sin dejar de lado su relativa seguridad, en relación con el resto del país. “México no es como lo ves en las películas”, es una frase recurrente en youtubers extranjeros que pasan largas temporadas en la ciudad capital. ¿Dónde están las aldeas paupérrimas donde prima el color tierra? ¿Dónde los charros empistolados y los mariachis envueltos eternamente en una fiesta? ¿Dónde los bandidos de historieta? No seamos ingenuos ya que, por obra y gracia y, sobre todo exigencia del turismo, también los hay. Y este es, en efecto, el México al que vuelve el personaje Silverio de Iñárritu, tras su estancia en el exterior. Un México más complejo,  y complicado, de aquel al que nos tenía acostumbrados el Hollywood de ayer.

Al final de “Wakanda por Siempre”, la película más reciente que tiende al espectador un reflejo benigno del mexicano, Namor es derrotado por la nobleza de la nueva Pantera Negra. Sobre la arena de una playa, tendido bocarriba, se rinde ante la magnanimidad de la Súper Heroína quien, a pesar de albergar venganza en su corazón, porque Namor ha asesinado a su madre, le perdona la vida. Talokan -una paradisíaca (e idealizada) ciudad sumergida, hogar del pueblo de Namor- ahora, será una nación oceánica “protegida” por la todopoderosa Wakanda.

Seamos honestos: a muchos nos decepcionó la derrota de Namor. Y, de igual manera, esta escena no hace sino subrayar no la nobleza de la nueva Pantera Negra, sino otro triunfo de Hollywood, que logró mimetizar en Namor -creación evidentemente estadounidense (el primer antihéroe de cómic, cuyo año de aparición se remonta a 1939), pero que en un principio era un hijo de la Atlántida-, a la cultura maya, una de las más relevantes y de mayor fuerza expresiva del México antiguo y, con ello, a un nacionalismo que, en lugar de exaltar los triunfos de un cineasta como Alejandro González Iñárritu, a quien se tacha de pretencioso y ególatra, se recubre, en realidad, de un inmenso complejo de inferioridad.

Como ha expresado en varias ocasiones Irving Torres Yllán, querido colega de la crítica de cine, “es deporte nacional tirarle a Iñárritu”. Veamos. El Namor de Tenoch Huerta -un buen actor, después de todo-, es mucho más cercano e inmediato, para la gran mayoría del público, que ese trato bastante personal que hace Iñárritu de su personaje Silverio Gama (interpretado por Daniel Giménez Cacho), en “Bardo. Falsa crónica de unas cuantas verdades”. Su documentalista, radicado en el extranjero, vuelve a México, sólo para enfrentarse a un delirio existencial donde los recuerdos se confunden con lo “real”, en alusión a esa zona mística que es el “estado” de bardo de los budistas, un intermedio entre dos reencarnaciones. Su puesta en escena rompe con la narrativa tradicional -tampoco es tan original, después de todo, si recordamos el cine de autores como Alain Resnais, Marguerite Duras o Alain Robbe-Grillet-, y su puesta en escena exige participación activa del espectador. O acaso no, si atendemos a lo que dijera Iñárritu en alguna entrevista, sobre sentarse tan sólo  a ver su película y disfrutarla.

Que si el ego, que si la política, que si esto o lo otro... A estas alturas Iñárritu puede hacer lo que quiera. ¿El Óscar? Ya tiene de sobra. "Bardo" es, en esencia, a Iñárritu, lo que "8 1/2" a Fellini: el exceso lujurioso de un autor subido sobre el altísimo edificio de su propia capacidad y, sí, de su propio ego. ¿Y qué?

Tal parece que al “poder prieto” esgrimido por Tenoch Huerta se le opusiera el cariñoso, y familiar, apodo  de Iñárritu: “el negro”. Y esta contraposición no viene de Hollywood, sino de México y los propios mexicanos. “Pantera Negra: Wakanda por siempre”, es un producto estándar de Hollywood, concebido así desde el principio -y, como tal, resulta entretenido y espectacular-, mientras el “Bardo” de Iñárritu peca de ser excesivamente personal. Cine de autor, vaya. Y, en México, no se perdona, o apenas se soporta, a quien de forma directa, y hasta honesta, expone sus propios demonios y delirios internos, sino es a través de esa entelequia denominada “mexicanismo”. Namor ha sido “apropiado” y se torna, entonces, comunidad, pueblo y raza -filtrado a conveniencia por un Hollywood que sabe adaptarse a los cambios ideológicos-, mientras “Bardo”, el “expatriado”, es persona, individuo y autoría. Polos opuestos de un solo y profundo problema que atañe al “ser mexicano”. 

Leí, hace poco, algún testimonio sobre lo emotivo que le había resultado a una anciana, hablante de maya, el escuchar por primera vez a los personajes dialogar en su lengua en la pantalla. Y no es para menos, ya que yo mismo sentí algo muy parecido al sentimiento patriótico, durante el pase de la película, sobre todo cuando el pueblo de “Talokan”, de piel azul como el mar, se levanta contra Wakanda. Somos testigos, otra vez, que Hollywood sabe hacer bien su trabajo de transmitir emociones. Sin duda. Incluso con una sola palabra, expresada en un idioma “nuestro”, su poder de emocionar se transforma en nacionalismo y, por ende, en patriotismo. Pero el dato sobre el uso de idiomas ajenos, en el cine, es impreciso. Mel Gibson había logrado tal “proeza” en ese despropósito de lo anacrónico titulado “Apocalypto” (2006), situado en el auge del imperio maya y, mucho mejor, en su anterior cinta “La pasión de Cristo” (The Passion of the Christ, 2004), con diálogos en arameo y latín, pero en las cuales no es difícil entrever un tufillo a propaganda religiosa. Verdaderos logros serían, si hacemos de lado sus valores intrínsecos en cuanto a diseño de producción, y sólo atendemos al idioma, a la recuperación que del latín se hizo en una película como “Sebastiane” (1976), que narra la historia -en clave homoérotica– de San Sebastián, primer trabajo dirigido por Derek Jarman y hablado enteramente en dicha lengua muerta (6), o el de la película de terror “Íncubus” (1966), dirigida por Leslie Stevens, en esperanto (7).

La serie “Merlina”, de Netflix, algunos de cuyos capítulos fueron dirigidos por el oxidado Tim Burton, resulta, así mismo, ejemplar. Merlina declara ser mexicana por parte de padre -otra vez interpretado por un actor de origen latinoamericano, el puertorriqueño, como en las películas de Barry Sonnenfeld fuera el cubano Raul Julia-, escucha “la llorona” (que, desde “Spectre” y “Coco”, parece que es la única canción mexicana existente para Hollywood), cantada por Chavela Vargas en un fonógrafo, y menciona que en su casa ponen un altar el Día de Muertos (8). México ha sido reducido, ahora por corrección política, a un estereotipo, a una fecha tradicional que, gracias a una labor de varias décadas por parte de las autoridades educativas mexicanas, se rescató del olvido en las escuelas, y se exportó -a través de Hollywood y “James Bond. Spectre”, precisamente, a cuyos productores la Secretaría de Turismo mexicana de turno, pagó para mostrar el mejor rostro de la ciudad, sin olvidar incluir a una Chica Bond mexicana-, hasta crear un desfile que no existía y rivalizar con el Halloween. Consideren esta otra ironía.

Hace muchos años, en algún documental de NatGeo o de Discovery Channel -no estoy seguro-, recuerdo haber visto a un grupo de nómadas del desierto del Sahara departir alrededor de una fogata. Uno de ellos tocaba un instrumento de cuerdas. En la caja de resonancia del instrumento estaba adherida una pegatina de la película “Titanic”, dirigida por James Cameron. Esa imagen refleja perfectamente el poder de penetración del cine y sus historias, pero no de cualquier cine, sino el de un Hollywood avasallante y avasallador, capaz de desembolsar cien millones de dólares en una sola producción, ante la cual casi ninguna cinematografía nacional de fuera puede oponerse, y con una capacidad relevante como creadora de nuevos mitos y figuras -como ha venido demostrando desde el cine mudo y sus primeras “Stars”, que ya ganaban cantidades estratosféricas y vivían en mansiones- que, después de todo, y en tiempos de inclusión y corrección política, nos permite, así mismo, entender que, una historia de este tipo -el Namor mexicanizado-, equívoca y hasta falsaria, pero bien llevada y bien resuelta, después de todo, siempre apela a ser universal.

En eso, principalmente, radica el valor de los mitos, y vaya que Hollywood mantiene su poderío intacto al crearlos.

P.S. Como acotación final, el Namor de nuestro paisano Tenoch no se olvida de esgrimir una frase: “Imperius Rex”, en viejo latín y no en maya, antes de salir a la batalla, recordándonos su remoto origen de cómic y cómo, en lugar de ese origen sensiblero (dado por un cura español, “niño sin amor”), el suyo era un origen romano (Namor es un anagrama de “Roman”, es decir, “romano”, en inglés) e imperialista, desde el punto de vista que se le vea.

Véase también:

(1)  “Historias mexicanas secretas detrás del cine mundial. Parte 2” por Pedro Paunero.

(2) http://comunicacion.senado.gob.mx/index.php/informacion/boletines/41487-mexico-el-cuarto-pais-del-mundo-con-mas-salas-de-cine-senala-el-ibd.html  


(3)  “Los inconformes, entre el cine de Satyajit Ray, Bertolucci y otros” por Pedro Paunero.


(4) «Héroes de barro»: Un caso de revisionismo americano

(5) «El halcón y la presa», una exploración de la dignidad humana y la corrupción

(6) “«Caravaggio», de Derek Jarman: luces y sombras del cine, la vida y la pintura” por Pedro Paunero.

(7) “13 películas alternativas para noche de brujas” por Pedro Paunero

(8) “Crítica Netflix: «Merlina»: Misterio, inclusión y decepción” por Pedro Paunero