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2022-07-22 00:00:00

Uschi Obermaier o «La vida salvaje» de una Sex Symbol

Por Pedro Paunero

Cuando “La vida salvaje” (aka Eight Miles High!; Das Wilde Leben, Achim Bornhak, 2007) comienza, vemos a Uschi Obermaier en la playa, bajo la tenue luz de un amanecer, completamente desnuda, contemplando de perfil el mar, donde arde una balsa, y no sabemos si hemos caído bajo el encanto del recuerdo de Uschi, y su sexualidad desatada, o de la hermosa –y, en efecto, “salvaje”- Natalia Avelon, la actriz que la interpreta. El mar está picado, pero Uschi, abstraída, se mantiene en la orilla, con las olas mojándole los tobillos, alejada un tanto de las rocas donde el mar rompe en espuma, recordando…

“En París, ese verano, los estudiantes escribían “la fantasía al poder”, sobre las paredes. Todo San Francisco bailaba en las calles, luchaba por su forma de vida, y yo estaba en casa en Sendling, un distrito de Múnich. Sentía que me asfixiaba ese eterno domingo de muertos. Lo único que me mantenía con vida era la música. Sin ella habría muerto o, peor aún, me hubiera vuelto como mis padres. Pero con la música sola yo no iba a salir de Sendling, eso estaba claro. Sólo era posible con un hombre, ¡y mientras más salvaje, mejor!”

Uschi baila y se zarandea, primero en casa y luego en una disco, donde la descubre un fotógrafo de la revista “Twen”, convirtiéndose de inmediato en fotomodelo, con la desaprobación de su madre, que la abofetea, tras lo cual Ushi abandona la casa, a la par que escuchamos “Summer Wine”, interpretada por Ville Valo y la propia Natalia Avelon, una canción que habla de paladear fresas, cerezas y un vino veraniego con dicho sabor de libertad, y el encuentro fortuito con un desconocido. Ushi desea estar en Los Ángeles, donde la gente corre en pelotas por la calle, pero se encuentra en Múnich. Todavía.

En una película –en una biopic–, es fácil confundir la vida de una persona con la acción, con el movimiento. Todo avanza imparable. En una sucesión continua. Como dijo François Truffaut, en el cine no caben los tiempos muertos, como ocurre en la vida real. De pronto, Uschi y su amiga Sabine (Friederike Kempter), se encuentran a bordo de una combi, pintada por fuera a lo “Flower Power”, con un montón de hippies que les comparten un porro. Poco después, ambas se encuentran como miembros de la Kommune 1, de Berlín, con su líder, Rainer Langhans (Matthias Schweighöfer), donde se practicaba el naturismo, el amor libre, donde se pretende abolir el concepto de posesión, de esfera privada y de seguridad, donde se estaba en contra del principio de eficiencia y a favor del principio del placer. Donde se lucha por la “erotización de la vida”. Rainer, en cueros, y a quien entrevistan en ese momento, reconoce a la recién llegada por las portadas de “Twen”. No ocultan el flechazo inmediato. En la Komunne nadie se pertenece, pero todos se comparten, hacen el amor frente a los demás, pero la teoría no pasa de ser –como suele ocurrir- un ideal. Pronto las compañeras de Rainer se ven envueltas en los celos por Uschi, y esta por los celos por Rainer, y los miembros masculinos por Uschi y así, sucesivamente, en una llamada de la biología -y en un juego de la biología- que, por mucha teoría que se escriba, no puede hacerse a un lado, ni ignorarse.

La teoría, según la Kommune, dice que ahí no hay parejas, sino personas. Pero Uschi quiere un novio y por la mañana se maquilla, lo que la pone en contra de las demás mujeres que la consideran “aburguesada”, y que debe “romper con las estructuras patriarcales”. Para Uschi ellas solamente están celosas. Y no son sino unas “viejas brujas”. En realidad, con su trabajo de fotomodelo, Ushi mantiene a la Kommune, y no cabe duda que es la preferida de Rainer. Esto pasa mientras vemos a uno de los miembros más comprometidos del grupo conspirando para realizar un acto terrorista. Un día aparece, es decir, regresa al seno cálido –y sí, claramente “caliente”- del grupo, la sofisticada y rubia Kajol (Julia Valet), que ocupa el lugar de Uschi en el suelo, donde hace el amor con Rainer. Uschi se muere de celos. De pronto, la policía inicia una redada y los “kommunarden” son arrestados.

A la salida de Rainer, no es sino Ushi quien acapara las portadas y las primeras planas de los periódicos y revistas que se ocupan del arresto. Llega una carta de los Rolling Stones. Estamos ahora en Londres. Es 1968. Ante ellos se abre una mansión donde se da un banquete surrealista. Aquí no hay teorías, ni utopía, pero en cada rincón se aman las parejas, abiertamente. Ahora le toca el turno a Mick Jagger (Viktor Norén) y a Keith Richards (Alexander Scheer) de enamorarse y rivalizar por la bomba sexual que representa Uschi Obermaier. Jagger besa locamente a Uschi, sentada al lado de Rainer, que expone su teoría pero, al voltear a ver a los amantes, no podemos dejar de ver que siente celos. ¡Por supuesto! Así, Mick y Uschi desaparecen en el piso de arriba, mientras el teórico, idealista y utópico Rainer se queda estupefacto. Y sentimos su dolor. Y sus celos, porque todos, y cada uno, hemos sido Rainer.

Una vez de regreso en la Kommune, Uschi los sorprende cuando llega “solo por sus cosas”. Los miembros de la Kommune discuten. Ella ha llegado a perturbarlos. Otra vez. Rainer la ama, locamente. La quiere para sí. Para Rainer, ahora “hay otros caminos”. Es claro. Ha traicionado al grupo y a sus ideales. Le increpan. La respuesta no puede ser otra: “Por esta mujer traicionaría cualquier revolución”.

El siguiente en la lista en caer bajo el magnetismo animal de Uschi es Dieter Bockhorn (David Scheller), a quien primero conoce a través de las fotografías que le revela su fotógrafo. Bockhorn es un aventurero. Se pasa la vida viajando por países exóticos con su socio Lurchi (Georg Friedrich). Se trata del “rey de St. Pauli, el dueño de un bar, un artista de la acción”. Ushi se siente atraída por él. Pero, antes, de gira por Múnich, Jagger y Keith Richards tendrán un encontronazo en el departamento de Ushi. Ambos han tenido la genial idea de ir a visitarla al mismo tiempo. La escena es cómica. Una mujer con la ropa sucia en una cesta no puede creer que Mick Jagger y, a los pocos segundos, Keith Richards, se crucen con ella en las escaleras, camino del “depa” de Ushi. Tampoco lo creen las amigas de Uschi. En el mismo instante en el que los Stones discuten, Uschi recibe la llamada de un entusiasmado Bockhorn -¿deberíamos decir que “caliente” Bockhorn?- desde África, que le promete hacerle una fiesta solsticial para ella sola.

El boleto de avión, le cuenta, lo recibirá pronto, por correo. Estamos en Hamburgo, en 1973. Uschi llega a otra fiesta loca, esta vez dada por Bockhorn, que incluye un desfile de animales –la cría de un chimpancé y serpientes- que andan por ahí, entre los invitados, regados en cualquier parte, mientras se les practica sexo oral. “¿A dónde me vas a llevar?” Pregunta Ushi. Bockhorn ha echado a sus invitados. Está solo, con ella. “Hasta el fin del mundo, si quieres”, le responde. Con Bockhorn, Ushi iniciará una de las etapas más salvajes de su vida. Pero –otra vez, antes-, viaja a Roma, donde Carlo Ponti (Roberto Croci) le ofrece un contrato para hacer películas. ¡Ejem, ejem! Un contrato, para hacer diez películas, en diez años. Un jugoso y ventajoso contrato. Ponti está a sus pies. Uschi viaja a los Estados Unidos, a la gira de los Stones, con la consabida subida y bajada por la montaña rusa del exceso. Droga, sexo y Rock & Roll, nunca mejor dicho. Mientras tanto, en Alemania, Rainer y Bockhorn charlan sobre… obviamente, sobre Ushi. “¿Qué ves en Ushi que tenga futuro?”, pregunta Rainer, “Es la mujer que más he amado”, responde Bockhorn, “¿y dónde está ahora?”, “Creo que con los Stones, ¡maldita sea esa bruja!”.

Ushi se cansa de tanta “gira y limusina, gira y limusina”, y vuelve con Bockhorn. Se van a la India. Los meses de 1974, recorren Pakistán en el increíble autobús-casa rodante de él. En algún lugar de Pakistán, ella rompe el contrato de Ponti y arroja los pedazos por la ventana. No se atará a ningún contrato. De ningún tipo. En la frontera con la India, Bockhorn se hace pasar por un general alemán para lograr cruzar, con droga escondida en los pantalones. En 1975, en medio de las ruinas de un templo, un santón cree reconocer el bello rostro de Uschi en una escultura de la diosa Kali, que sostiene la cabeza decapitada de un hombre en una de sus cuatro manos. La maharaní del lugar llega para conocerlos. Hojea las revistas sobre los reportajes de los viajes de Bockhorn y Ushi. Confunde el título ficticio de “príncipe de St. Pauli” con uno verdadero y les pregunta si están casados. Si algún día llegará a ser un rey. Bockhorn cumple una fantasía, al casarse –con las reticencias de Ushi-, en una boda real. “Real”, es decir, auténtica y, a la vez, fruto del regalo de una regente, de una monarca, también auténtica. La boda es, por esto, real –majestuosa- en todos los sentidos. La maharaní los cubre de joyas, les ofrece caballos, orquesta, y hasta elefantes. Bockhorn llega a su boda montando un elefante, lo han vestido –y a la despampanante novia-, como a un príncipe. Son ya, de hecho, príncipes. Pero Ushi teme que se descubra que no lo son, allá, en la lejana Alemania. Las puertas de la ciudad se abren al “príncipe” que monta su elefante. Cuando desciende pierde el equilibrio. Está borracho como una cuba. La belleza exótica, esplendorosa, de Ushi, le aguarda al interior del templo.

“Bockhorn había logrado sacarle una boda de cuento de hadas a la maharaní, pero aunque yo lo amaba, no podía ser jamás la mujer de un solo hombre”, escribirá Ushi en su autobiografía. Diversos medios cubren la fiesta. En una humilde clínica ella recibe la noticia. La fotografían algunos reporteros extranjeros. Está embarazada. Como en un melodrama de Douglas Sirk, ella pierde al bebé. “Lo has hecho como una nómada. Ahora está bien, haremos otro”. “No haremos ningún niño, no soy una madre”. Así, detrás del “eterno verano”, llegan a México. Estamos en 1983. Y aquí, en una playa eterna, cuyas fiestas en la arena son eternas como la ebriedad, llega Keith Richards. “¡Keith! ¿Cómo has llegado aquí?” “Me ha tomado unos años”. Keith le confiesa que se casará, en un par de días. Que a decírselo ha ido a México, cuando escuchó del alemán loco en su autobús. Bockhorn, muerto de celos, sólo puede morir. Compra una cabra y la degüella. Se ata el animal a la espalda y monta su motocicleta. El camión de volteo le pega de frente y su cuerpo, ensangrentado, queda sobre el asfalto.

Ahora vemos la escena con la que la película se abre. Es una escena ficticia. Pero la creemos más real que la vida misma. Y sufrimos con ella, y con el amante muerto y por el amante muerto. Sabemos, ahora, que la balsa ardiendo en medio del mar contiene el cuerpo de Bockhorn.

“En una sola noche perdí a los dos hombres más importantes de mi vida”, reflexiona Ushi en la playa. “La libertad que tanto busqué, ya no la quería”.

La biopic “La vida salvaje”, puede verse como deben verse todas las biopics, con reticencias, pero también rindiéndonos a su propia fantasía. Una película extasiada, y un homenaje.

Un día soñé con Ushi, y escribí:

“Estábamos, unos amigos que jamás he visto en mi vida y yo, en lo alto de un edificio. Ese "locus", arquitectónicamente, parecía una herradura, conformada por tres cabañas cupulares, con el sospechoso parecido de casas blancas y azules griegas al estilo Santorini, prendidas a los riscos, en cuyo centro el suelo estaba tapizado de alfombras y tapetes turcos. El exceso privaba. Cada movimiento, cada fumada de ella, era felino, pero sus intenciones eran de lobo. Uschi Obermaier retraía las piernas o las estiraba en medio de los tapetes, como anunciando la catástrofe. No sé si venía yo de bañarme en la piscina, pero me vi -y sentí-, mojado, y semi desnudo. Reconocí a Uschi, su secreto dolor bajo la piel quemada por el sol y sus libertinas acciones y retracciones. No reconocí a los otros aunque sabía -eso flotaba en el ambiente caliente-, que eran mis amigos del "alma", es decir, de esos que comparten secretos tras fumar DMT. Sabía que no había fumado nada porque era el único que no veía combarse la realidad a esa hora del día. Sabía, al mismo tiempo, que lo único que había bebido era vino tinto, y eso, una sola copa.

-Vivimos en el paraíso... -decía Uschi.
-Mierda -dije yo-, me siento mal...
-No has dormido en tres días, querido- susurró, entreabriendo los labios, mostrando sus dientes de conejo, como una bomba sexy a punto de estallar y salpicarnos a todos de sangre con sabor a fresa.

Desperté -parafraseando a Keats en "la Belle Dame sans Merci"- y me encontré aquí, con una resaca tremenda. Pero no de borrachera sino de deseo. No es que quisiera que Uschi estallara, ¡claro que no!, pero acaso este "lado del paraíso" (artificial, ¿qué otro puede ser?), sería mejor si se cubriera -mil veces, un millón de veces-, con sangre sabor a fresa que con la mierda de las cloacas y del deshielo polar que amenaza con llegarnos más arriba de la suela de los zapatos”.

Y es mi propio homenaje a una de las protagonistas más libres y, a la vez, mas atormentadas, del Siglo XX.