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2022-04-17 00:00:00

Más allá del secreto del acero. Los 40 años de «Conan, el bárbaro»

Por Pedro Paunero

Antes que la trilogía de “El Señor de los anillos” (The Lord of the Rings, 2001-2003) de Peter Jackson, irrumpiera como el clímax épico de todo el cine dedicado a la Fantasía heroica y al de Espada y brujería, la adaptación nietzscheana –sintetizada bajo la premisa de que la voluntad propia puede vencer a la voluntad colectiva, y aún al acero, pero valiéndose del acero-, “Conan el bárbaro” (Conan the Barbarian, 1982), dirigida por John Milius, un director que, si bien no pertenece estrictamente al movimiento del “Nuevo Hollywood”, sí está adscrito temporal y emocionalmente al mismo, y “Excalibur” (1981), la magistral adaptación que, de la obra total de Sir Thomas Malory sobre el Ciclo artúrico hiciera caprichosamente John Boorman, el director de la masculinidad, representaron dos cimas de aquellos subgéneros que motivaron una pléyade de imitaciones, obras derivadas, y películas totalmente influenciadas por sus poderosas puestas en escena.

Si “Excallibur” se centra en un mundo que no termina de pasar –el de los cuentos de hadas, con pleno uso consciente de la magia celta- cuando ya amanece otro (el cristiano), y el Rey Sagrado (Arturo), todavía es capaz de empuñar una espada mágica –y fálica-, y devolver la fertilidad a la tierra por intercesión del grial (un emblema uterino pagano), así como el sino –los objetos numinosos que Tolkien concentrará en un Anillo único, memoria de los Nibelungos-, será aquella voluntad personal, en el caso de Conan, lo que venza un mundo corrompido.   

La voluntad contra la espada: el Conan de John Milius –y de Oliver Stone, como guionista-, toma elementos de la mitología contemporánea de Robert E. Howard, los deshace y rehace (no pudiendo evitar, con esto, la indignación de los fanáticos más puristas de la obra del autor), y recupera la leyenda del actor-atleta, físico culturista (el austriaco Arnold Schwarzeneger, como Conan), iniciada por el tatarabuelo italiano Maciste (interpretado por el actor Bartolomeo Pagano) (1), aportando una nueva figura al inconsciente colectivo del cine post moderno hollywoodesco.

Lou Ferrigno –el “Hulk” de la televisión de los años 70s´-, actor que puede presumir de ser el único súper héroe de Marvel cuyo físico apenas necesitara efectos especiales, amigo y rival de Arnold Schwarzenegger, llamaba al austriaco “El árbol que camina como hombre”, y fue quien estableció las bases del actor-físico culturista más reconocibles, a saber, poco o nulo diálogo a favor de un despliegue de fuerza y músculos trabajados, una actitud de poca inteligencia y de torpeza amorosa, desplegados en pantalla.

Así, “Conan” abunda en malos actores –véase a Sven-Ole Thorsen en el personaje de Thorgrim, que bobaliconamente asiente con la cabeza cuando Doom amenaza a la banda de Conan-, que apenas hacen algo por no ser opacados por actores legendarios por su destreza actoral (Max von Sydow, como el rey Osric, muy admirado por Schwarzenegger), resulta extrañamente erudita por otra parte –la crucifixión de Conan en un árbol es, arqueológica e históricamente, precisa, como el antecedente primitivo de “suspender” (castigar) a un malhechor, previo a la confección de las cruces de madera que todos conocemos por influencia del cristianismo-, e introduce a una valkiria (Valeria, interpretada por Sandahl Bergman), como gusto propio del director Milius, personaje que, no obstante, se enamora de Conan en un romance ilustrado a través de convincentes como conmovedoras escenas, y se apropia de la ejemplar frase del conquistador mongol Gengis Kan, según citas extensas tomadas del libro “La marcha de los bárbaros”, del historiador Harold Lamb, en un pasaje que trata, precisamente, de esa voluntad nietzscheana:

“Su extraño genio reside en su inmensa fuerza de voluntad. Esa voluntad estaba dirigida a un fin: vencer toda la oposición. Una vez Gengis Kan preguntó a sus compañeros y comandantes cuál había sido para ellos la mayor satisfacción en la vida. Todos pensaron y respondieron:

“-Salir de caza montado en un buen caballo veloz, cuando la hierba comienza a ponerse verde y uno lleva un halcón en la muñeca.

“-No –decidió el kan mogol-. La alegría suma del hombre en la vida es quebrar a sus enemigos, hacerles huir, quitarles todas las cosas que han sido suyas, oír el llanto de quienes les querían, tener sus caballos entre las rodillas, y apretar en los brazos a la más hermosa de sus mujeres.

“Sus mogoles había respondido como nómadas de las estepas, sin otra idea que la de su goce tradicional. Gengis Kan sólo pensaba en el júbilo de la conquista”.

Harold Lamb. La marcha de los bárbaros.
Ed. Sudamericana. 1963.   
   

A la historia de amor –la voluntad de la valkiria Valeria se impondrá, al grado de volver de la muerte para ayudar a Conan, en un esfuerzo final-, se opone la secta de los adoradores de serpientes (2) de Thulsa Doom (interpretado por James Earl Jones y, originalmente, enemigo de Kull de Atlantis, otro personaje creado por Howard y deslizado con facilidad en la película), quien le hace ver a Conan que, más allá del secreto del acero, se encuentra la fuerza de la voluntad humana. Y será esta, precisamente, ya en la secuencia final, cuando Conan se encuentre con Doom en el templo, al punto de caer bajo el hechizo del brujo y cambia formas, la que le haga despertar y decapitar al líder del culto.

El culto de Doom tendrá eco en “Cena en el palacio de la discordia” (Roca, Gran Súper Ficción, 1991, publicada originalmente en 1985), una de las novelas menores del autor Tim Powers, uno de los padres del movimiento Steampunk, pero donde Milius y Stone ponen la magia, Powers lo sustituye por el elemento extraterrestre, siempre como fondo y motivo, aunque no sea sino un reflejo lejano, actual, de la antigua Secta gnóstica setitas ofianos y la voluntad de poder, más antigua que los tardíos Nietzsche y Schopenhauer, se remonte a la filosofía estoica de los griegos y romanos: Zenón de Citio, Epícteto, Séneca y Marco Aurelio, este último seguidor del “dios interior”, o fuerza de voluntad.

El subgénero de Espada y brujería, empero, y merced al conocimiento enciclopédico del mundo clásico –sus leyendas, poemas, canciones y lenguas europeas-, sería llevada a otro nivel –como la trilogía misma de Jackson, basada en sus novelas-, al del subgénero de la Fantasía heroica, que recobra y amplifica los ecos homéricos y virgílicos, de la antigüedad grecorromana, por J. R. R. Tolkien, su gran popularizador.   

Se pueden extraer varias lecturas de “Conan el bárbaro”, incluyendo aquellas que perciben un ligero tufo fascista en la película –la banda sonora de Basil Poledouris (considerada la mejor partitura escrita para el cine, en su momento), estuvo profundamente marcada por el “Carmina Burana” de Carl Orff, compositor de ascendencia judía, composición arropada por el régimen nazi, aunque su autor jamás se uniera al partido, y mostrara una actitud ambivalente hacia el nazismo-, pero esto no sería sino entretenimiento de ensayistas y doctos, que no podrían opacar lo que, al final, es “Conan el bárbaro” –estrenada el 14 de mayo de 1982, en los Estados Unidos, y el 7 de octubre del mismo año en México-, una de las mejores películas de aventuras de todos los tiempos.

Notas:
(1)  “«Maciste»: primer “Spin Off” de la historia” por Pedro Paunero.
(2)  “Ecoterror. Cine, serpientes y mitología” por Pedro Paunero.