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2022-03-28 00:00:00

«El bueno, el malo y el feo»: El viaje del pícaro y la transición del antihéroe

Por Pedro Paunero

“Si administras el resuello, un tipo como tú
puede llegar”
Tuco al Rubio, y el Rubio a Tuco


Apenas empezada, las primeras escenas de “El bueno, el malo y el feo” (Il buono, il brutto, il cattivo, 1966), de Sergio Leone, establecen, con una serie de hechos, traducidos en acciones en las que se ven involucrados sus tres protagonistas, la personalidad de cada uno. A pesar de esto, y aunque “el Bueno” (Clint Eastwood, a quien hemos visto en dos filmes anteriores, “Por un puñado de dólares” y “Por un puñado de dólares más”, como “el Hombre sin nombre”, con las cuales forma la “Trilogía del dólar”) no se trate sino de un caza recompensas, serán Tuco, alias “la rata” y el “Feo” (Eli Walach), y “el Malo” (Lee Van Cleef), llamado igualmente “Sentencia” y “Ojos de ángel” (mote, este último, irónico, debido a su mirada penetrante), los dos personajes entre los cuales casi no habrá diferencia entre la despiadada violencia que despliegan y que los separan de un “Bueno”, capaz de conmoverse ante un soldado moribundo, mientras los tres –excelentes pistoleros, cada uno- van en busca de una cantidad inmensa de dinero, enterrado en el lejano cementerio de “Sad Hill”.

El viaje que realizan está lejos de cumplir con los preceptos establecidos en los ensayos del antropólogo Joseph Campbell, a saber, aquellos localizados durante el “Viaje del héroe”, en el cual el protagonista, mientras se dirige a un destino prefijado (por ejemplo, Odiseo, en su vuelta a Ítaca, los Caballeros de la Mesa Redonda en su búsqueda del Santo Grial, o Frodo y Sam en camino de destruir el Anillo único), va topándose con una serie de dificultades que volverán dicha travesía en algo más que un simple viaje, cambiando a los protagonistas interiormente.

El “Bueno”, llamado “Rubio” por su socio Tuco, siempre cortará la soga de la que pende por el cuello el “Feo”, sentenciado por una letanía de crímenes tan horribles como cómicos, y luego se repartirán el dinero de la recompensa (que él ha cobrado previamente tras “entregarlo” a las autoridades), modelando con esto a un auténtico antihéroe. Su transición será completa aquí, a partir de los rasgos ya trazados en los filmes anteriores, y su bondad se delineará con fuerza, desde el del pistolero despojado de mayores complejidades. Su sino es casi sobrenatural, se salvará siempre de la muerte, rescatando con su vida al socio, que sólo ve en la suya a una amistad interesada, propia de un Lazarillo de Tormes, como apareciera en esa novela inicial de la picaresca española.     

Así, Tuco, por el contrario, muy bajo en su proceder (capaz de traicionar al “Rubio”), será resarcido siempre por su conducta torpe y causante de risa. Digamos que, su maldad, se verá movida hacia el humor –y, con esta, hacia la simpatía del espectador- por la catálisis que ejerce en él su compañero, a quien el mismo “Malo” designa como a “un ángel”, rápido en prestarle ayuda. El “Malo”, en cambio, desalmado y cruel, se verá incapaz de redención –no tiene empacho en asesinar a un niño, y luego a su empleador, a quien le pone una almohada sobre la cara, antes de dispararle a quemarropa-, en cuanto el “Feo” realice un periplo que nos recuerde, precisamente, esas travesías propias de los pícaros.

Tuco, cuyo nombre completo es Tuco Benedicto Pacífico Juan María Ramírez, bandido mexicano de poca monta –cuyo valor, dado por la recompensa de su captura, va en ascenso conforme escapa de la muerte y va acumulando crímenes-, es imposible de despertar recelos o antipatías –la maestría con la que su carácter está trazado se asienta sobre esa misma simpatía extraña, anómala, que provocan en el lector un Guzmán de Alfarache, la pícara Justina o el Gil Blas de Santillana, pues su repulsión inherente es opacada, finalmente, por lo tragicómico de sus vidas, su capacidad de sobrevivencia, y lo entretenido de la narración de sus desventuras-, y se mueve, con los otros dos, sobre el marco mayor de la Guerra de Secesión americana, así como “Ben Hur” (William Wyler, 1959), lo hacía sobre el fondo del cristianismo, y los personajes de la picaresca española sobre el de los campos del decadente Imperio español.

Este fondo, aunque acicateé el devenir de los personajes, en mayor o menor medida, no resultará mayormente relevante para estos. No cuando la meta es aquel cementerio de fábula y ellos, en última instancia, no hagan sino “atravesar” el conflicto. Es el mismo carácter, casi abstracto, de los fondos que conforman los lienzos sobre los que se tejen los periplos de los pícaros, mientras se ocupan de lo que verdaderamente saben hacer, continuar vivos en un mundo hostil a ellos –en un día más, salvado para la estafa-, y para el cual han nacido (como entregados en su desdicha) en el escalón más bajo de la sociedad. El baño en tina de Tuco quizá demuestre sus aspiraciones de clase, en un puro intervalo hacia el tesoro, pero su desgracia es de nacimiento, ya que su hermano –personaje que, a la vez, supone su contraparte- no ha tenido otra suerte que ser un sacerdote católico (no es un banquero, o el propietario de una mina, o de algún comercio, se entiende), como se desvela en una secuencia relevante de la película. Las partes que le corresponden en la búsqueda a Tuco son, entonces, de pura tragicomedia.     

Mempo Giardinelli señaló (1) en un brillante ensayo que, no obstante, no carece de errores, que varias de las características del Género negro en la literatura (que, casi al mismo tiempo que surgía, ya había sido trasladado al cine), se pueden rastrear en la novela californiana –uno de cuyos padres es Bret Harte, entre otros, e igualmente llevado al cine bajo la forma del “Western” o “Películas de vaqueros”- como son los personajes duros que, desde el maniqueo Far West, se volverán moralmente ambiguos en el Género negro. Así tenemos que, una película como “Por un puñado de dólares”, haya encontrado inspiración en una cinta japonesa de Akira Kurosawa, “Yojimbo” (1961) inspirada, a la vez –según tesis del crítico Christopher Frayling-, en parte en la novela negra “Cosecha roja”, escrita por uno de los maestros del género, Dashiell Hammett.

No es de extrañar, por lo tanto, que la indagación del dinero sea comenzada, por parte del “Malo”, a la manera de una investigación policiaca privada, en la que no faltan las disquisiciones sobre el escondite de las bolsas repletas de monedas, los balazos, y las muertes de por medio. Si bien, el “Malo” comienza investigando por su cuenta –le han pedido, paga mediante, sonsacarle la verdad a un testigo de los hechos, para matarlo después pero, cuando este le dobla la paga para matar a quien ordenó asesinarle matará a los dos, quedándose con el dinero, porque él siempre cumple con su trabajo, como si de un gánster se tratara-, serán el “Feo” y el “Bueno” quienes se verán involucrados en la aventura por azar –una diligencia sin conductor, y con los caballos desbocados, a bordo de la cual va un grupo de soldados muertos, de entre los cuales uno apenas vive y quien, como en las aventuras de piratas que sólo conservan la mitad de un mapa y buscan a los detentadores de la otra parte, confesará a medias a Tuco, y a medias al “Rubio”, los pormenores del tesoro escondido-, pero la misma, a diferencia del héroe Campbelliano en su viaje iniciático, no será capaz de moldear el interior del trío.

Pródiga en primeros planos expresionistas, arropada por la música experimental de Ennio Morricone –que se volvió de antología y arquetípica, con una partitura copiada hasta la saciedad-, “El bueno, el malo y el feo”, es un dechado de la técnica del montaje y la edición, intencionalmente “Camp” (con sus viñetas iniciales a la manera de Cómic) y conscientemente crítica con la historia americana. Una obra delirante, resuelta en su magistral duelo a tres partes, en el circo romano, entre tumbas, del final. Una película de autor, que aunaba las obsesiones de su director sobre el capitalismo, las pasiones que despierta y lo absurdo de las gueras, si atendemos a una de sus esclarecedoras declaraciones en torno a esta obra maestra:

“(…) lo que me interesaba era desmitificar los adjetivos y mostrar lo absurdo de la guerra. (…) Todo esto no significa que no haya nada de qué reírse en la película (...). Los géneros de la picaresca y la comedia del arte tienen esto en común: no tienen héroes”.

Nota (1):           
El género negro. Mempo Giardinelli. Universidad Autónoma Metropolitana. Dirección de Difusión Cultural. Departamento Editorial. 1984.