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2022-03-15 00:00:00

El observador de relojes: «The Chase»: el tiempo paralelo antes de David Lynch (La escena VI)

Por Pedro Paunero

¿Qué hubiera pasado si alguien hubiera dirigido una película en el más puro estilo onírico de un David Lynch, cincuenta años antes de que este dirigiera “Por el lado oscuro del camino” (aka. Carretera perdida; Lost Highway, 1997) o “Mulholland Drive” (Mulholland Drive, 2001)?

La primera escena de “The Chase” (aka. Acosados; The Chase, Arthur D. Ripley, 1946) –un hombre mirando, a través de un aparador de vidrio, cómo un cocinero fríe unas tostadas y unas rebanadas de tocino en un restaurante– es lo suficientemente elocuente, y llamativa, para atrapar la atención del espectador desde el inicio, y lo pone en contexto de la situación desfavorecida del mismo personaje. El hombre se lleva las manos al bolsillo del saco –uno pensaría que sacará un par de centavos, los mirará y hará gesto de “no me alcanza”–, pero lo que extrae es un frasco de medicamentos.

Lo abre, se lleva a la boca una cápsula, que se pasa sin agua, dificultosamente, y lo devuelve al bolsillo. Este detalle, bastante significativo desde el principio, y que contribuirá a explicar ciertos hechos conforme avanza la trama, será pronto olvidado, como es de esperarse. Pero esta, por importante que sea, no es la escena clave. El hombre se aprieta el cinturón, su zapato bicolor tropieza con un objeto que, sorprendentemente, resulta ser una cartera. La recoge, primero la esconde, luego la revisa. La cartera está llena de billetes. Hay un corte, y vemos varios platos vacíos. 

La titularon en español como “Violencia”, pero sobre este título, bastante simplista, he preferido utilizar el original, en inglés, “The Chase”, que se traduciría como “La persecución”, para este ensayo. La dirigió el modesto Arthur Ripley, y se trata de la adaptación de una historia escrita por Cornell Woolrish, “The Black Path of Fear”, publicado en 1944, cuyo guion debemos a Philip Yordan quien, durante la infame era macartista, alojaba a sus colegas, inscritos en la “Lista negra”, en su propia casa, donde podían escribir, bajo seudónimo, sus propios guiones. Pero la persecución a la que alude el título es mucho más escabrosa, si bien, no más intrincada que la se desarrolla en “Intriga internacional” (aka. Con la muerte en los talones; North by Northwest, 1959), de Alfred Hitchcock, que descansa sobre un juego muy hitchcockiano de identidad equivocada. En “The Chase”, el equívoco es esencial, pero implica la colaboración del espectador. 

El hombre del principio busca la dirección que aparece en la billetera, con intención de devolverla a su dueño, un tal Eddie Roman (Steve Cochran), y se encuentra con una mansión, a través de cuya mirilla, en la puerta, le preguntan qué desea, con intenciones claras de alejarlo. Le abre un hombre de estatura baja, que responde al nombre de Gino (el gran Peter Lorre, en uno de sus papeles habituales), que resulta ser la mano derecha de Eddie, un mafioso que, ante el raro acto de honestidad de nuestro héroe –sólo ha tomado un billete, lo suficiente para comer–, de quien nos enteramos que se llama Chuck Scott (Robert Cummings) y es un veterano venido a menos, lo contrata como chofer.

Pero el trabajo de Chuck exige que pase una prueba, y un buen día, mientras conduce, con Gino y Eddie en el asiento trasero, este último descorre la tapa de un mecanismo que le permite tomar el control de los frenos, a voluntad, con la intención de averiguar cuán diestro es ganándole al tren el paso por la vía. En el último momento, Chuck da un violento giro de volante, con lo que los salva de ser arrollados. Ha pasado la prueba, pero sus desgracias apenas comienzan.

Chuck conoce a Lorna (Michele Morgan), la sufrida mujer de Eddie, que le pide que la lleve, cada tarde, a orillas del mar, donde le confiesa sus deseos de huir de su esposo, y que sea Chuck quien la lleva a La Habana, Cuba, a cambio de mil dólares. Él compra los boletos para las once de la noche, a bordo de una cabina individual, único lugar libre, y por teléfono le pide a Lorna que haga su día normal, hasta las nueve y media de la noche, para no levantar sospechas, hora en la que ella tiene que pedirle permiso a Eddie para salir de paseo, sin percatarse que Fats (Don Wilson), uno de los socios de Eddie, lo ha reconocido.

Esa misma tarde, Eddie le ordena a Chuck que lo lleve al mar, al sitio donde ella va cada tarde, y le pregunta qué puede significar para ella. “No soy psiquiatra”, responde Chuck. De vuelta a su cuarto, Chuck se echa sobre su cama, y se pone a leer el periódico, para hacer tiempo antes de la cita con Lorna, y se queda dormido. Pero entre ellos ha nacido ya un peligroso romance, que apenas tiene continuación en Cuba cuando, antes de poder continuar su viaje a Sudamérica, y sospechando que los persiguen, se ocultan en un casino.

En medio del gentío, mientras se abrazan, Lorna se desvanece en los brazos de Chuck, que descubre un cuchillo clavado en su espalda, justo en el momento en el que un fotógrafo les hace una foto (otro punto que la película tiene en común con “Intriga internacional”). Lo que sigue, con Chuck llevado de aquí para allá por la policía cubana, a  cuyo cargo está el teniente Acosta (Alexis Minotis), impecablemente vestido de blanco, es una sucesión de escenas donde la fotografía –a cuyo cargo estuvo Franz Planer, un migrante austriaco en Hollywood, fuertemente influenciado por el expresionismo alemán– y el claroscuro, acentúan la atmósfera de riesgo, miedo y angustia. Visitan a una supuesta médium, Madame Chin (Nina Koshetz), que le había vendido uno de los tres únicos cuchillos que tenía, cuyos mangos son, todos, distintos, y nota que hay uno repetido entre las dos piezas que quedan en su poder, por lo que Chuck comprende que ha sido incriminado. En casa de la médium, provoca un apagón eléctrico, al tirar de un cable, huye por la calle y lo esconde una misteriosa mujer que permanece sollozando, con el rostro oculto entre las manos, y sobre la mesa de su miserable cuarto, a cuya puerta puede leerse el letrero de “¡Cuarentena! Viruela”. Acosta cierra la puerta –tras la que se esconde Chuck-, sin inmutarse por el sufrimiento de la mujer.

Chuck acude a casa del fotógrafo, pero lo encuentra muerto, también vemos que Gino, que los ha seguido a Cuba, quema la foto en la que aparece un hombre en el momento justo de arrojar el cuchillo a la espalda de Lorna, en casa de la médium. Chuck es testigo del asesinato de Madame Chin por parte de Gino, que lo descubre, a la vez, y lo mata a balazos.

Han transcurrido dos terceras partes de la película, entonces la trama da un vuelco inesperado, cuando suena un teléfono –la cámara hace una toma del aparato, y un zoom out que revela una habitación, en una escena que veremos traslapada al cine de David Lynch-, y Chuck despierta, sudoroso, con el mismo periódico en la mano, arrugado, y escuchando repetidamente en su cabeza la voz de Lorna: “No puedo hacerlo sola. No puedo hacerlo sola. No puedo hacerlo sola”. Trastabillando, se levanta, con la visión borrosa, y toma una de las cápsulas que le han recetado –las mismas de la escena inicial- para mitigar los efectos del estrés post traumático que padece. Llama por teléfono al doctor Davidson, de la Marina, y le pide una cita, pues no puede recordar por qué lleva un uniforme de chofer, ni el cuarto en el que ha despertado, ni por qué había un auto de lujo a la puerta. Lo último que recuerda es huir de la policía, en la Habana, a lo que Davidson replica que no pudo ser sino un sueño, pues Chuck no ha estado en Cuba desde hace tres años, pero la chica de la que habla, bien puede ser real.

Entonces Chuck mira el reloj en el consultorio, a punto de dar las nueve de la noche. Y se nos revela la clave de la película. El reloj es el pivote sobre el que parten las dos tramas –antes de escindirse, a partir de que Chuck abra los ojos en la misma habitación, previamente al viaje a Cuba, donde los amantes encontrarán la muerte en la primera trama-, de la misma forma que la caja azul lo es en la “Mulholland Drive” de David Lynch. “¿Por qué miras el reloj?”, le pregunta el doctor, “no lo sé –responde Chuck-, siento que tengo algo que hacer”, a lo que el doctor responde, “eso es común en casos de shock”. En el mismo instante, en la mansión de Eddie, Lorna mira el reloj, y recuerda las palabras de Chuck. “Sonríe, Lorna, vamos a divertirnos esta noche –le dice Eddie-, vamos al Florida Club, ¿o prefieres dar un paseo al mar? Chuck me mostró el lugar, una vista muy bonita”. Ella pide el coche, y Eddie le comunica que Chuck se ha ido, que ha renunciado. Minutos después, Chuck y el doctor Davidson llegan al “Florida Club”, donde piden dos wiskis, pero Chuck no deja de mirar el reloj. “Ben –pide el doctor al barman-, retrocede el reloj, mi amigo es un “observador de relojes””.

En casa de Eddie, este sorprende a Lorna escribiéndole una carta a Chuck, en la que le cuenta de la falta de esperanza para la aventura que se proponen. Suena el teléfono, y Eddie obliga a Lorna a tomar la llamada, suponiendo que se trata de Chuck, pero la llamada es para él, para avisarle que Fats quiere verlo en el club. Golpea y encierra a Lorna en su cuarto, haciendo caso omiso de su ruego de que la deje ir. “¡Doctor, se llamaba Lorna!” –recuerda Chuck- “Lorna ¿qué?...”  

Cuando Eddie y Gino llegan al club, la cámara se eleva por encima de la falsa pared, que no llega al techo, que divide la mesa de los dos gánsteres de la barra del fondo, donde se encuentran Chuck y el doctor Davidson charlando. Esta escena aporta un vistazo general que contribuye al suspenso. ¿Descubrirán Eddie y Gino a Chuck? La breve conversación que el doctor sostiene con los mafiosos le hace comprender que la Lorna, de la que habla Chuck, existe, y es la mujer de Eddie. Sorprendido, regresa a la barra, pero Chuck -que se ha llevado la mano al bolsillo interior del uniforme, y ha sacado los boletos-, ya no está ahí.  

Una de las reglas en narrativa, literaria o cinematográfica, indica que se debe evitar una explicación onírica a todo el tinglado fantástico de determinada historia, a pesar de ello, uno de los grandes maestros como Alejandro Dumas eso es, precisamente, lo que hace en “Historia de un muerto contada por el mismo” (pub. 1844), cuyo final –“¿Después? -dijo él gozando de nuestra atención y sopesando sus palabras-, después me desperté, porque todo eso no era más que un sueño”- si bien puede resultar decepcionante, no da al traste con el resto del cuento, debido a su entretenida narración. Sólo David Lynch iguala esta maestría. O, excepcionalmente, Arthur Ripley, el director de “The Chase”, quien comenzara su carrera en Hollywood como guionista de comedias del cine mudo (con Mack Sennett), y se pasaría a cosas más serias (con Frank Capra), posteriormente. 

En “The Chase”, como en la mayoría de las películas de David Lynch, la trama exige un espectador dispuesto a dejarse llevar por la misma, primero, y permitir ser sorprendido, después. En este tipo de “tomaduras de pelo bien intencionadas”, no cabe el razonamiento si, de antemano, sabemos que el director suele presentarnos este tipo de tramas paralelas, de guiones cuyo tiempo es progresivo, pero que se cortan en algún momento, bifurcándose, o descubriendo una posibilidad alterna -como si sucediera en un mundo paralelo, o en una región onírica de la mente humana-, en última instancia, una trampa deliberada, que apela a ser comprendida por la inteligencia y la diversión que proporciona.

“The Chase” es, como un puñado de cintas que le siguieron, un divertimento para espectadores exquisitos, que valoren el ingenio detrás del guion y, sobre todo, el humor que lo sostiene. En este tipo de historias no cabe la simpleza que, por ejemplo, cabría esperar en una telenovela –el Film Noir es una consecuencia lógica de las tramas, muchas veces truculentas, de la célebre “Novela enigma”, pendón de la escuela británica del misterio policíaco, con las obras de Agatha Christie a la cabeza, que pugnaba por un duro realismo con el cual identificarse, en el que confluyen las estéticas del Realismo poético francés, el Expresionismo alemán, y un estado psicológico propio de la situación económica y la Segunda Guerra Mundial- pero, como señalé en un ensayo dedicado a las matemáticas en el cine (1): “Todas comparten un -¿necesario?- defecto: son interesantes por la forma de contar su historia, aunque esta sea más bien anodina”. En “The Chase”, la historia no es, necesariamente, anodina, pero sí repetitiva.

El aficionado al Cine negro podría citar, por lo menos, media docena de títulos en los cuales la trama incluye elementos repetidos en todas, y que son el hombre desempleado (un simple perdedor) que se encuentra, de repente, empleado por un personaje poderoso, que mantiene cautiva a una hermosa mujer (la infaltable Femme Fatale, tanto o más perversa que su captor), que sólo desea escapar de su estado, y que se enamora –o finge enamorarse- del recién llegado, a quien convence de matar a su marido. Por supuesto, hay dinero de por medio, mucho, por lo que el escape, la huida, se les facilita a los amantes, no así las consecuencias de dicha escapatoria. El destino –elemento ilógico, meramente artístico, que se opone al universo contingente real en el que existimos– será siempre trágico para el pobre hombre metido a salvador y, a la vez, amante, como en la arquetípica “Pacto de sangre” (aka. Perdición; Double Indemnity, Billy Wilder, 1944) o en “El cartero siempre llama dos veces” (The Postman Always Rings Twice, Tay Garnett, 1946). 

En “The Chase”, la figura de la Femme Fatale es sustituida por otro tipo de amante, la Mujer Víctima, pues Lorna es, a todas luces, una mujer atrapada en la red de perversión que sostienen Eddie y Gino, su implacable sabueso. Su sufrimiento es auténtico, su deseo de huida y de entrega a un hombre que la ame es real, y su interés en Chuck no se basa en el chantaje o la manipulación, a diferencia de la perversa Phyllis Dietrichson (Barbara Stanwyck en una interpretación antológica) de “Pacto de sangre”, y se relaciona en concordancia, por ese sentimiento verdadero, con la Cora Smith (Lana Turner), de “El cartero siempre llama dos veces”. A esto obedece la candente escena, desarrollada durante la persecución en la Habana, a bordo de la calesa turística, en la cual ella y Chuck se mantienen unidos en un abrazo realmente sentido, frente al casino al que entrarán fatalmente. Tras su estreno, la película gozó de la aprobación de la crítica, pero no logró el éxito taquillero esperado, y se mantiene un tanto al margen, a la hora de enlistar los mejores filmes negros de un siglo ya ido.

Chuck rescata a Lorna, en una escena paralela a la cita de Eddie con Fats, que le indica que puede venderle su negocio, tan sólo para preguntarle si va a perder su barco. “¿Qué barco?” “¿No te vas a la Habana esta noche? Tu chofer compró dos boletos para… Olvídalo, no he visto nada”. Tratando de alcanzar el barco que saldría a las once y media de la noche, Eddie toma el control de los frenos. Pero esta vez, inevitablemente, el tren se adelanta a su paso. Luego vemos a los amantes en la calesa, declarándose amor eterno, en la misma calle de la Habana, frente al casino.

“The Chase” se trata, entonces, de uno de los filmes negros más extraños –acaso el más extraño- pero, al mismo tiempo, más subestimados, no sólo de cuantos pudieron surgir de la pluma de Cornell Woolrich (autor del cuento “It has to be murder”, en el que se basó Hitchcock para “La ventana indiscreta”) sino de la amplia filmografía que conforma este subgénero, a pesar de su lograda narrativa escindida, provocadora y sugerente, que David Lynch habría de explorar, más profunda e intensamente, en su propia filmografía, varias décadas más tarde. 

Para saber más:

(1) “Cine, imaginación y matemáticas” por Pedro Paunero.