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2022-02-20 00:00:00

«La masacre de Texas 2022»: O la vuelta de tuerca a la cancelación

Por Pedro Paunero

Después de “Psicosis” (Psycho, Alfred Hithcock, 1960), que asestó una serie de brutales puñaladas al cine de monstruos clásicos, y la todavía más cercana a nosotros, “El fotógrafo del miedo” (aka. El fotógrafo del pánico, Peeping Tom, Michael Powell, 1960), oscura y poderosa metáfora de la cultura del vídeo, el reguero de sangre indicaba una brecha, como una herida, en el viejo género de terror: el Gore, el Slasher, el Splatter, con su caterva de asesinos seriales ensañados contra la juventud –sobre todo, contra esa juventud adicta a la droga, enganchada al sexo, y rebelde que gustaba del rock, e iba en motocicleta–, en la que siempre sobrevivía la “Final Girl” –como bien lo supo ver la autora Carol J. Clover–, más bien recatada, que había interpuesto una barrera a los escarceos sexuales de sus compañeros, y permaneciera al margen de la locuacidad de sus amigas.

Comenzó en Italia –en ese género llamado “Giallo”, más bien pulp, con Mario Bava como pionero y padre de tantos otros géneros–, pero se nacionalizó americano, y su conservadurismo de fondo, su ingenuo “mensaje”, ni siquiera podría ser borrado por los balazos –demasiado reales–, del francotirador asesino de “Pequeños asesinatos” (aka. El héroe anda suelto/Míralos morir; Targets, Peter Bogdanovich, 1968), en cuyo final, entendemos, el viejo monstruo sobrenatural –o gótico– encarnado por Byron Orlok –léase Boris Karloff–, la emprende a bastonazos con el asombrado matón, que parece verlo salir de la pantalla –a través de la cual mata– en un autocinema donde se rinde homenaje a una era desaparecida.

En medio se localizan dos cintas clave, la irregular “La colina de los ojos malditos” (aka. Las colinas tienen ojos; The Hills Have Eyes, Wes Craven, 1977), con la típica familia americana citadina, enfrentada a la familia “hillbilly” de caníbales, en una lucha a muerte, en la cual no se distinguen una de la otra, a la hora de alcanzar altos cotos de violencia, y la espeluznante “La masacre de Texas” (aka. La matanza de Texas; The Texas Chain Saw Massacre, Tobe Hooper, 1974), inspirada en los asesinatos auténticos del “Serial Killer” Ed Gein, que implicaban actos de canibalismo. No es gratuito que toda esta jerigonza (Serial Killer, Splatter, Slasher, Gore), esté compuesta por vocablos en inglés y haya pasado a otras lenguas. Un perverso nacionalismo, un hedor a decadencia, el resultado de la hiper modernidad, un producto típico del “American Way of Life”, subyacen en el armazón óseo de estos filmes. 

La historia del asesino extremo “Leatherface” (por aquella costumbre de confeccionarse una máscara con la cara arrancada a sus víctimas, interpretado originalmente por el actor Gunnar Hansen, que después rechazaría un papel en “La colina de los ojos malditos” y, en este caso por Mark Burnham), se ha contado muchas veces –como pasara con el “hombre del saco” post moderno, el Michael Myers de la franquicia “Halloween”–, violentándose cada vez más, o ridiculizándose a sí mismo, hasta llegar a “La masacre de Texas”, en 2022.

“La masacre de Texas” original nunca ocultó su tufo a “Hicksploitation” –como pasara, también, con “La colina de los ojos malditos”–, su peste a inter–racismo americano, a clasismo, marginamiento, burla y miedo hacia el ser –y humanidad– del “Hillbilly”, ese habitante de la América profunda montañesa y atrasada, pero había que rascar debajo de su sangrienta superficie para percatarse de ello.

Esto, y mucho más, se conserva en este reboot –dirigido por David Blue Garcia– de la célebre –como lamentable– franquicia, cuyas continuaciones palidecen comparadas con el original. Tenemos a un grupo de influencers, conformado por la pareja interracial del afroamericano Dante (Jacob Latimore) y la rubia Ruth (Nell Hudson), que pretenden fundar una utopía capitalista –donde haya restaurantes y venta de suvenires, en una especie de parque temático, al cual no intentarán cambiarle siquiera la desconchada pintura de las fachadas, por aquello de la autenticidad–, acompañados por las hermanas Melody (Sarah Yarkin) y Lila (Elsie Fisher), esta última superviviente y, por lo tanto afectada psicológicamente, por un tiroteo en su escuela.

Hasta aquí, la corrección política –esa pareja interracial, esa puya anti machista que reza “las he visto más grandes”, cuando Melody critica que Richter (Moe Dunford) porte un arma, cuyo uso debe ser una compensación por el tamaño de su pene–, ya se ve un tanto equilibrada por el alegato anti armamentista, que choca con el tradicionalismo estadounidense de posesión de armas de fuego, debido al trauma de Lila, aunque este hecho continúe como dato al margen, desdibujado, y mal aprovechado.

No se le puede pedir más a este tipo de películas, en las cuales la metáfora, o la crítica social, casi siempre resulta tan involuntaria como inconsciente, trazando así toda una línea de separación entre el subgénero y películas como “Los perros de paja” (Straw Dogs, 1971), del salvaje Sam Peckinpah.

En una escala en una tienda, situada en algún punto entre la gran ciudad y el pueblo de Harlow, esa utopía de la gentrificación, pero también marco de la matanza ocurrida cincuenta años antes, Melody mira en una vieja pantalla de televisión el anuncio de un documental que pretende contarlo todo sobre dicha masacre. El homenaje al original –como a toda la franquicia– cabe en esa pantalla, antes de que la panda de millennials regrese a la comodidad de sus autos eléctricos, con pantalla electrónica y piloto automático. No tardarán en llegar al pueblo donde, en la fachada de uno de los edificios, verán colgada una harapienta bandera confederada, en cuyo interior, al momento de retirarla, se toparán con la vieja Sra. Mc (Alice Krige), conectada a un tanque de oxígeno, que hace algunas observaciones racistas, y se empeña en seguir habitando aquél orfanato deshabitado. Cuando la mujer entra en crisis cardiaca, debido a que la policía va por ella, los acompañará el último de sus “niños”, el veterano leatherface, que dará cuenta de todos en la ambulancia, le arrancará la cara a su “madre”, poniéndola en posición sedente, en medio de un maizal, en un ritual macabro, y volverá al pueblo por el resto de los incautos, pero codiciosos, inversores, que se han metido donde nadie los ha llamado.

Mientras tanto, Sally Hardesty (Olwen Fouéré), la “Final Girl” de lo ocurrido medio siglo antes –aquella que viera a “Leatherface” blandir la sierra a lo lejos, frustrado por su escape, a la luz de la luna, en la primera película–, ahora una anciana de armas tomar, “que ha esperado cincuenta años ese momento”, después de enterarse de la nueva matanza, se pone en marcha, armada y con sombrero vaquero, dispuesta a matar al gran asesino.

Hay algo chocante en estas escenas. Uno no puede dejar de sentir cierta emoción ante el hecho de que una anciana vaya tras los pasos de quien matara, atrozmente, a sus amigos, pero igualmente percibimos la cuota de género, la inclusión forzada, y hasta lo absurdo del hecho, más allá de la “suspensión de la realidad” a la que nos enfrenta toda obra de ficción. Y es entonces cuando sucede lo impensable, porque Sally –guardando las distancias, como la Marion Crane de Hitchcock– será eliminada al poco de balear al imparable “Cara de cuero”, que no tiene empacho en acorralar a toda el grupo de inversores –que cual Spring Breakers en el inframundo–, se divierten en el interior de un autobús, uno de los cuales se atreve a grabar a “Leatherface” con su teléfono celular –el resto saca, igualmente, a relucir tan apantallantes como inútiles armas– advirtiéndole que, si se acerca, lo “cancelará”.

La sierra entra en acción para desmembrar y destripar –que para eso estamos viendo una divertida película de este subgénero–, no sin que antes las hermanitas asustadas escapen por la claraboya del vehículo, y los mensajes en las pantallas se descalabren expresando desde un “¿Realmente está sucediendo?“ hasta un “No se ve real”. Estos puntos a favor alejan a esta “Masacre de Texas” toda una brecha de la deslavada, y decepcionante, “Halloween” (2018), dirigida por David Gordon Green, aunque se vuelva a desaprovechar la posibilidad de ahondar en estas críticas a las costumbres de la Era Digital.      

Película increíble –que no se decide a ser políticamente correcta–, estrenada en una plataforma aparentemente contradictoria, como lo es la casa de la roja N, en la cual importa la ganancia económica, metamorfoseada en tantas producciones donde lo políticamente correcto se vuelve cansino, pero capaz de mutar al gore, en ningún instante original, en el cual la vuelta de tuerca final (en el que sobrevive, como antaño, una “Final Girl”, pero en el que, sorprendentemente, será decapitada cuando la creemos una heroína “empoderada”), así como todas las lecturas intelectualoides que posee, la alejan –un poco, eso sí– del típico subproducto entretenido marca “Netflix”.    

Para saber más:
“«Targets»: De cómo, hace 51 años, cambió el cine de terror” por Pedro Paunero.

“Crítica: «Halloween». Nostalgia y decepción” por Pedro Paunero.

Sobre el “Hillbilly” y el ““Hicksploitation”:

“Blanco, negro y mugriento. Las películas perdidas (y restauradas) por Nicolas Winding Refn (III)” por Pedro Paunero.