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2022-02-12 00:00:00

«Picnic en Hanging Rock»: un San Valentín pánico y enigmático

Por Pedro Paunero

“El sábado 14 de febrero de 1900, un grupo escolar del Colegio Appleyard, fue de excursión a Hanging Rock, cerca del Monte Macedón, en el estado de Victoria. Durante la tarde, varios miembros del grupo desaparecieron sin dejar rastro”.

La escritora australiana Joan Lindsay contrajo nupcias con el pintor Daryl Lindsay el día 14 de febrero de 1922. Hace un siglo exactamente. En su novela más conocida, supuestamente basada en la desaparición de varias alumnas del Appleyard College ocurrida en plena excursión al campo, sitúa el misterioso evento, precisamente, en esa fecha, con lo cual se subraya la sexualidad que, de forma implícita, diestramente, impregna la historia. Sobre ese trasfondo, a manera de un tapiz evanescente, construye una trama que le debe mucho a sus propias experiencias escolares vividas en la Escuela de Jóvenes del East St. Kilda, localizada a poca distancia de Hanging Rock (en español, la “Roca Colgante”), una formación volcánica –conocida igualmente como “Monte Diógenes”- datada en seis millones de años de antigüedad, de carácter sagrado para los aborígenes establecidos en los alrededores (en Woodend y Mount Macedon), y donde se realizan actividades culturales en la actualidad, tales como conciertos, venta de artesanías, y deportes como el senderismo.Lindsay levanta un monumento literario, como la “roca” donde transcurre su misterio, a la elipsis, al silencio (con la forma de trauma amnésico), a los deseos inconfesables, en una palabra, al enigma, magistralmente trasladado a la imagen en la adaptación fiel, hermosa, y turbadora, que Peter Weir dirigiera en 1975.

El gran debut de Peter Weir como cineasta de arte, “Picnic en Hanging Rock”, establecería varias de las constantes en su filmografía –casi siempre adaptaciones extraordinarias de libros-, entre la que destaca el dato escondido, y lo inconfesable, que espolea a sus seres cinematográficos: “La última ola” (The Last Wave, 1977), “La costa de los mosquitos” (The Mosquito Coast, 1986), basada en la novela de Paul Theroux, “La sociedad de los poetas muertos” (Dead Poets Society, 1989), que descansa sobre una trama eminentemente literaria, “”The Truman Show: Historia de una vida” (The Truman Show, 1997), basada en un guion de Andrew Niccol, originalmente escrito para la “Dimensión desconocida”, o “Capitán de mar y guerra: La costa más lejana del mundo” (Master and Commander: The Far Side of the World, 2002), adaptación de una novela de Patrick O'Brian.

La película comienza con los preparativos de un grupo de alumnas, supervisadas por dos profesoras, Miss Greta McCraw (Vivean Gray) y Mlle. de Poitiers (Helen Morse), para pasar un día de campo a Hanging Rock.

Cuando las alumnas toman lugar al pie de la roca, y se entreguen a lecturas de libros o a la observación de la naturaleza, tres muchachas muestran interés en escalar las faldas de Hanging Rock, la rubia Miranda St, Clare (Anne-Louise Lambert), a quien Mlle. Poitiers compara con un personaje femenino de los cuadros de Botticelli –la diosa Flora, sugiriendo un paralelismo del trío de jovencitas con ninfas griegas-, la pelinegra Irma (Karen Robson), la rubia con anteojos Marion Quade (Jane Vallis) y la obesa, y poco agraciada, Edith (Christine Schuler), que pide unírseles en un berrinche más bien infantil. Las muchachas (las tres primeras que se han quitado las medias y los zapatos), inician su andadura en un mundo que se revela extraño a la represión sexual victoriana, feraz y desatado –que en la novela se describe con mayor peso, marcando un contraste entre lo natural, que se niega a ser domado, y la colonización blanca como un símbolo de intrusión que no comprende, en todo lo que abarca, el misterio de la  floresta- en el que no cabrá sino ceder, agrietándose dramáticamente.

El paso de las muchachas a través de los árboles será observado por el señorito Michael Fitzhubert (Dominic Guard) y Albert Crundall (John Jarratt), pero mientras Albert expresa su deseo carnal por las muchachas –habla de sus piernas y cuerpos, insinuados bajo los vestidos-, Michael condenará su vulgaridad. “Yo digo en voz alta lo que tú sólo piensas”, será la respuesta de Albert. Este proceder caballeresco, todo un dechado por guardar las formas –por demás pudoroso- de Michael durante el interrogatorio policiaco, será recalcado, al quedarse para sí la sensación erótica que las jóvenes le provocaran desde lejos, no expresándola con palabras. Por ello, y por su atormentada incursión en Hanging Rock en busca de las niñas, pero sobre todo de Miranda, con quien sueña febrilmente, no lo convertirán en sospechoso de la desaparición. En la historia, de hecho, jamás se sospecha de nadie, en un alarde de remarcar lo sobrenatural del asunto. 

Edith, siempre al margen del hechizo –que hemos visto que se añadió a la expedición tardíamente-, será testigo de cómo sus amigas pasan de largo, camino a una de las grietas entre las paredes de roca –un portal en toda forma-, como si no pudiesen sino abstraerse a una llamada impostergable. Las niñas desaparecen del otro lado, y Edith, que sólo atina a gritar –que “ha sido rechazada”-, regresa al resto del grupo con las piernas arañadas y el vestido rasgado por los arbustos, pero “intacta”, según acotará el doctor McKenzie (John Fegan), en quien recaerá la tarea de examinarla.

El suceso pone a la población en movimiento, en una búsqueda sin éxito, pero será Michael quien, perdido, confundido y herido, por haber pasado un largo tiempo en la roca, sea localizado por Albert, con un fragmento del encaje del vestido de alguna de las muchachas, en la mano. Albert volverá a la roca, y encontrará a Irma, desvanecida, en una de las aberturas de piedra. Como Edith, Irma aparece intacta, a excepción de los arañazos normales en alguien que se ha extraviado en el campo abierto. La amnesia en las dos chicas, perpetuará el misterio. En cambio, un solo recuerdo de Edith nos pone sobre aviso en el desvelamiento –acaso pánico, siempre sexual-, del hecho misterioso, el que viera a Miss Greta yendo entre las hierbas sin su falda, tan sólo con la ropa interior. Miss Greta, por lo tanto “ha sido invitada”, mientras las niñas “han sido sustraídas” a través de la puerta.

La música, debida al virtuoso rumano Gheorghe Zamfir y sus flautas de Pan –célebre sobre todo por el tema de “El pastor solitario” (Einsamer Hirte)-, cobijadas por el órgano de Bruce Smeaton, reafirman la clave pánica (por momentos, creemos escuchar una melodía proveniente, literalmente, de otro mundo), tanto como el hecho de que los relojes se detengan a las doce del mediodía –hora de la siesta del dios Pan-, para que después, la naturaleza se reintegre, absolutamente inasible, fiera y ajena a lo humano. Tras la sustracción de las chicas, el mundo puede rehacerse, pero la humanidad, que siempre es un elemento extraño, volverá al continuum, profundamente afectada.

Sutiles pinceladas de sadismo se insinúan ya desde las primeras escenas, en las que vemos que la alumna que se quedará en el colegio, haciendo una tarea de poesía a la que se niega, será Sara (Margaret Nelson), una huérfana, a quien la directora del instituto, Mrs. Appleyard (Rachel Roberts), someterá posteriormente a una tortura psicológica, al ser la única que no logrará cubrir la cuota mensual, y a quien amenazará con devolver al orfanato del que ha sido recogida. En una escena subsiguiente, una vez que haya ocurrido la desaparición de sus compañeras y de la vieja profesora Greta, la veremos atada con correas a la pared del salón de calistenia, mientras el resto de alumnas hacen gimnasia, “para que mantenga una postura recta”, según palabras de Miss Lumley (Kirsty Child), la profesora de turno que disfruta castigándola.

A partir de la desaparición de las tres muchachas y de la profesora McCraw–a quien Mrs. Appleyard considerara de “mente masculina”, su brazo derecho en la institución, y de quien se expresara despectivamente, al suponerla “violada” a su edad, entre las rocas- la situación del internado no irá sino deteriorándose lentamente. Varios padres de familia, entre los que se cuentan los de Edith, retirarán a sus hijas de la escuela, a la vez que Mrs. Appleyard irá subrayando su egoísmo, denotando tan sólo un interés económico en la tragedia, misma que afectaría su institución por el escándalo, acentuado por las notas periodísticas, así como su inclinación sádica al espetarle en plena noche a Sara, que aquella “no es institución de caridad”, para poderla enviar de vuelta al orfanato y deshacerse de ella.  

Mrs. Appleyard asegurará a la benévola Mlle. de Poitiers, durante una cena en la cual la directora se embriaga –reflejo de su estado mental-, que Sara ha sido trasladada al hospicio del que saliera, pero el posterior descubrimiento de su cadáver, en un invernadero con el techo de cristal quebrado, indicará que la habría mantenido encerrada en alguna habitación superior, desde la cual la muchacha se ha arrojado, suicidándose. Poco después, el cuerpo de Mrs. Appleyard se encontrará al pie de Hanging Rock, tras un intento fatal de escalarlo, en busca de la resolución del enigma, tal vez. Será pues, Sara, el catalizador final, en la mezcla de elementos trágicos, quien acelere la fórmula de aquel desastre existencial.

“Picnic en Hanging Rock” se sitúa como la cinta intermedia en la trilogía fantástica de Peter Weir, que comenzara con “Los coches que se comieron París” (aka. The Cars That Eat People; The Cars That Ate Paris, 1974) y la todavía más explícita y salvaje “La última ola”, pero continúa siendo, por su sutileza, labrada como un ornamento de orfebrería, la más lograda, un sueño plagado de enigmas de los que es mejor no desvelar los secretos, para que funcione, y se mantenga como una de las mejores piezas del cine fantástico -que casi trasciende el género, como si lograra hacerlo Andréi Tarkovski con su “Sacrificio” (Offret, 1986)-, por poco reconocible y tangencial. Una película única.

Nota:

La novela de Joan Lindsay fue publicada en español por la editorial Impedimenta, en una traducción de Pilar Adón y una introducción de Miguel Cane, el año 2010.