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2021-11-10 00:00:00

Frágil como cristal: La representación de la locura en «Tal como somos» (La escena IV)

Por Pedro Paunero

Toi qui m'aimais, et je t'aimais.
Nous vivions tous les deux ensemble,
Toi qui m'aimais, moi qui t'aimais.
Mais la vie sépare ceux qui s'aiment,
Tout doucement sans faire de bruit.
Et la mer efface sur le sable,
Les pas des amants désunis.

Les feuilles mortes. Joseph Kosma y Jacques Prévert.

Ella, mujer madura, necesita sentirse amada. Pero Burt es un hombre mentalmente enfermo. Hoy en día la corrección política apuntaría con un dedo de fuego el comportamiento de Burt, condenándolo desde el principio: novio “acosador”, que sólo puede producir un marido golpeador. Milli se transforma en una madre. Burt, esquizoide, “mata” al padre para evitar enfrentar la realidad. Y, de esta manera, nos enteramos del gran equívoco que es dicha corrección. Esta es la premisa  de “Tal como somos” (aka. Hojas de otoño, Autumn Leaves, 1956), de Robert Aldrich.

Millicent Wetherby (Joan Crawford), secretaria de tiempo completo en su propia casa, ha consumido los mejores años de su vida al cuidado de su padre enfermo –en un flashback que no necesita profundizar más–, mientras evadía las citas con Paul, su pretendiente a quien nunca vemos. Un cliente, un escritor, le regala –como parte del pago por sus servicios– un par de entradas para un concierto de piano. Milli va, sola, tras cambiar las dos entradas en platea alta, por un asiento en el patio de butacas. Mientras escucha, recuerda esos días con su padre –esas negativas a salir con Paul–, que le advierte sobre el paso del tiempo, pero ella alega: “Tengo tiempo de sobra”, y repite, como una sentencia, “tengo tiempo de sobra”. Ahora, el tiempo le ha pasado por encima. Camina por la calle. Decidida, entra en un café. La cámara enfoca la  figura esbelta de Milli –que se detiene ante la puerta de la entrada, mirando el lugar lleno– desde detrás del ojo de buey de la puerta de la cocina. La puerta de la cocina se abre. Hay un corte, y ya estamos del otro lado. En seguida, tras Milli, entra él. Corte. Plano medio. Se nos ha presentado al personaje. “Tendrá que esperar, señor, estamos llenos”, dice la mesera. Burt Hanson (Cliff Robertson) echa una mirada torvamente divertida por el lugar. Milli, en su asiento, nota que desde ahí puede elegir una canción de la rockola. Echa una moneda.

Al lado de Burt, todavía en la entrada, la rockola se enciende. Suena: “Autumn Leaves”. Esa canción los unirá, irremediablemente. Burt atraviesa el restaurante, localiza a Milli, a quien le sobra lugar. “¿Puedo sentarme aquí?” Milli lo mira, fastidiada. “Perdone, pero prefiero que no lo haga”. Discuten un poco. Ella preferiría seguir sola. Burt explica que, en el ejército, les enseñan a permanecer de pie. Milli se nota molesta. Él se pone a silbar “Autumn Leaves”. Por fin, ella cede. Burt le suelta: “¿Sabe una cosa? Se siente sola”. “Hoy en día, todo el mundo se siente solo”. “Es usted una persona con la que me gustaría hablar, y a quien me gustaría escuchar”. Así comienza.

Lamentablemente, Robert Aldrich, el director, no pudo evitar repetir aquel beso ardiente sobre la arena –eso sí, de antología–, ocurrido en el fronterizo límite con el mar que, tres años antes, Burt Lancaster y Deborah Kerr se dieran en “De aquí a la eternidad” (From Here to Eternity), dirigida por Fred Zinnemann, esa película propagandística yanqui, que tanto detestaba Luis Buñuel. Resulta curioso, pues, que Milli–Crawford sea recostada por Burt–Robertson sobre la arena, en una escena calcada de aquella, cuando Harry Cohn, de la Columbia, pretendía que Crawford, y no Kerr, interpretara el papel principal en “De aquí a la eternidad”.

“Búscate una chica de tu edad, la soledad no nos mantendría juntos”, le espeta ella a Burt, tras la escapada a la playa. Robertson se sentía apabullado por la leyenda de Crawford, y por tener que actuar a su lado. Ella se mostró afable, y las cosas fluyeron, lo que se nota en la película. En el período en que Milli intenta convencerse que la pronta ruptura es lo mejor, Aldrich hace que le filmen las piernas, la cámara a ras de suelo –de las rodillas abajo, calzada por zapatillas–, mientras se acerca desde el fondo, en la cocina, caminando desesperada, luego, en un plano holandés, sentada sobre una roca, con el mar rompiendo en espuma, abajo, a poca distancia, las piernas recogidas y los pies descalzos, entristecida. Un día, mientras vuelve con Liz (Ruth Donnelly), su amiga y locuaz casera, escucha “Autumns Leaves” saliendo de su casa.

Emocionada, corre, dejándose la maleta detrás, con una Liz que, tampoco puede evitar la emoción. Encuentra a Burt, sentado y escuchando el tema que los unió, ahí, en su sala. Cuando, afuera del cine al que han ido, ella rechaza su propuesta de matrimonio –“la diferencia de edades”–, y se encamina  a su casa, se adentran en la oscuridad de la calle, en una toma deliberada, que no augura un buen futuro para ambos. “Bueno, todo acaba aquí”, dice Burt, dándole la espalda. Ella se acerca. “¿Puede una chica cambiar de idea?”. Se casan en México. Y al poco comienzan las contradicciones. Burt cuenta cosas de su pasado, pero luego se desdice, o los datos que da ya no son los mismos que antes. Milli se muestra sorprendida, pero lo deja pasar. Un día, una chica joven y guapa, se presenta a la puerta. Dice buscar a Burt –así, con tal confianza–, llamarse Virginia Hanson (Vera Miles, antes de firmar un contrato por cinco años con Hitchcock, y convertirse en la hermana de la famosa víctima de Norman Bates), y ser su ex mujer. También le habla, a una consternada Milli, de que su padre no está muerto, como le ha contado Burt, y que su matrimonio, aunque durara cuatro años, se vio afectado por las desapariciones constantes de él, que se entregaba a perpetrar pequeños robos en tiendas. Ha ido a su nueva casa, presentándose en su existencia actual, así, de súbito, para entregarle un documento a firmar, que tiene que ver con el reparto de una propiedad, que su suegro les había obsequiado como regalo de bodas.

“Como en una novela, tenemos al héroe y a la heroína –le dice Mr. Hanson (Lorne Greene), a Milli– pero yo no soy el malo. Dejaremos que los dioses decidan qué soy yo”. La película descansa sobre los siempre socorridos tonos de la tragedia griega, retomados para una modernidad retorcida, de post guerra. Burt, freudianamente, ha “matado” a su padre. En esa escena reveladora, cuando Milli se entera que su padre vive, tanto ella como nosotros, espectadores, suponemos que se trata de una más de sus perversas mentiras. Pero la tragedia es más profunda, ya que se trata de una inversión edípica, a la vez que alterna. Aquí no es el hijo quien se acuesta con su madre y mata al padre, es el padre quien intenta destruir al hijo (para quedarse con la herencia de una casa), y se acuesta con la esposa de este. Esta transgresión edípica lateral –que, en “Barrio Chino” (Chinatown, 1974), de Polanski, sí alcanzará el grado de tragedia a lo Sófocles– ha provocado un shock en Burt, cuya mente ha bloqueado la existencia de su padre, “matándolo”, es decir, borrándolo de su horizonte inmediato. Entonces comprendemos que sus mentiras son una forma de protección. Y es en Milli, mujer a quien sólo la edad ha otorgado el don de la comprensión y, quien, por descontado, entendemos que lo ama, en quien Burt tiene a su mejor aliada.

Robert Aldrich, director de “Tal como somos” , ya había filmado “El beso mortal” (Kiss Me Deadly, 1955), el más extraño de los Film Noir clásicos, adaptación de una típica novela violentísima de Mickey Spillane, que se resuelve en una trama apocalíptica, y estaba, todavía, por rodar la más bizarra de sus películas con “¿Qué fue de Baby Jean?” (What Ever Happened to Baby Jean, 1962), esa elegía granguiñolesca, precursora del subgénero del “Psycho Biddy”, en la cual volvería a trabajar con Joan Crawford, cuando se volvió hacia la intimidad, para filmar un descenso a la locura, a través de una película concebida para el especial lucimiento de Crawford, por lo que hay que poner atención en la iluminación ya que, la mayor parte del tiempo, es el rostro de Milli del cual se ha cuidado la producción de mantener iluminado. Y todo arropado por la melancólica “Autumn Leaves”, cantada por Nat “King” Cole, la versión en inglés –traducida por Johnny Mercer– de la clásica canción francesa de jazz, “Les feuilles mortes”, de Joseph Kosma, a la que prestara la letra Jacques Prévert, y que sonaba desde una década atrás, en boca de Yves Montand.

“Tal como somos” comparte las características más importantes de los buenos melodramas, a saber, la exaltación –muchas veces excesiva que, en este caso, no lo es tanto– de lo sentimental, sin llegar jamás a rozar la maestría de la tragedia. Melodrama de lujo –sin intervención de Douglas Sirk–, incluye una escena que a Martin Scorsese fascinó [1]: Burt, en uno de sus ataques de locura –recuerda a Virginia, de forma torturada, pero no recuerda que ha golpeado a Milli, dejándole una mano herida y un ojo morado–, se apoya contra las puertas de un armario, Milli lo consuela, en ese momento la cámara hace un contracampo desde el punto de vista de las puertas cerradas, como si esta fuera de cristal (en realidad así se filmó, sobre un cristal), y como si miráramos desde el interior. La escena, sencilla en su concepción pero muy audaz para su tiempo, está concebida para mostrar el rostro descompuesto por el dolor interno que atormenta al personaje. Como bien señala Scorsese, en los años cincuenta la locura se representaba de otra forma, y a través de complejos trucos de cámara.

Como expresara Freud, a propósito de representar la psique en el cine, no podemos penetrar –realmente, hasta el momento– en la cabeza de una persona como Burt, pero Aldrich nos obliga a acercarnos a su angustia, a su deterioro, a su fragilidad humana, a través del cristal. Hay algo bastante extraño en la escena, anómalo, como si nosotros mismos estuviéramos –en verdad– detrás de un espejo, y no fuera sino Burt quien se reflejara en nosotros.

Sólo por esto, la escena merece figurar entre las mejores concebidas por el cine, y su imaginería, para la representación de aquello que, por naturaleza, es tan difícil, y evasivo, representar.

Notas:
[1]  “Iconoclasta y contrabandista”. Entrevista a Martin Scorsese por Nicolás Saada. Cahiers du Cinema, España. No. 32. Marzo de 2010.