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2021-07-08 00:00:00

«Amok»: María Félix rubia y la locura que vino de la jungla

Por Pedro Paunero

– ¿Amok?... Creo que se trata de... una especie de embriaguez entre los malayos.
     – Es más que una embriaguez..., es una locura, una especie de rabia humana..., un ataque de monomanía homicida, insensata, que no se puede comparar con ninguna intoxicación alcohólica...

Stéfan Zweig. Amok.

El “Amok”, palabra proveniente del malayo “meng–amok”, que se ha traducido como un acto de “asesinato con ira ciega”, designaba una locura temporal, que se suponía inherente a ciertos grupos tribales que compartían aspectos culturales bastante poderosos –de naturaleza religiosa–, en la cual un individuo, acuciado súbitamente por el amok, emprendía una carrera en medio de un poblado, apuñalando a quien se le atravesara por delante; en su definición original debió haberse traducido como “una entrega total a la batalla”, a través de la cual el honor finalmente es alcanzado, en su origen, entre guerreros malasios, acaso entre soldados japoneses después, y entre guerreros berserker vikingos, en la antigüedad. Las crónicas de viajes, la literatura posteriormente y, al final el cine, se ocuparon del amok en su vertiente más dramática, como una suerte de locura temporal, arrolladora, que destruye todo a su paso de forma por demás sangrienta, así, el Capitán Cook, pudo escribir sobre lo que observó entre los javaneses:

“Entre estos indios se practica la costumbre llamada el “mock”, o “correr el mock”, desde  tiempo  inmemorial.  Es  cosa sabida  que “correr el mock”,  en la  acepción genuina de la palabra, consiste en embriagarse con opio, salir corriendo por la calle con un arma enristrada y matar a todo el que se encuentra al paso, hasta que el individuo cae muerto o es detenido.”

Rudyard Kipling, en el cuento “Black Jack”, incluido en el volumen de cuentos “Tres soldados” (1889), incluye la siguiente frase al comienzo:

“As the Three Musketeers share their silver, tobacco, and liquor together, as they protect each other in barracks or camp, and as they rejoice together over the joy of one, so do they divide their sorrows. When Ortheris’s irrepressible tongue has brought him into cells for a season, or Learoyd has run AMOK through his kit and accoutrements, or Mulvaney has indulged in strong waters, and under their influence reproved his Commanding Officer, you can see the trouble in the faces of the untouched two.” 

Dependiendo de la edición, la frase “Learoyd has run amok”, es decir, “Learoyd ha corrido el amok”, se ha traducido al español como “Learoyd se ha vuelto loco”, con lo que el sentido original –el acto de “correr”, e ir asesinando al mismo tiempo– se puede perder pero, a la vez, gana para la definición propia de “locura”. El poeta y soldado británico Wilfred Owen (1893–1918), en su poema “S.I.W. (Self–Infected Wound)” incide en esta acepción, cuando cuenta el trauma de guerra al que se ve sometido un soldado:

“But never leave, wound, fever, trench–foot, shock, Untrapped the wretch. And death seemed still withheld For torture of lying machinally shelled, At the pleasure of this world's Powers who'd run amok.”

Reginald Campbell (1894–1950), pasó de oficial naval durante la Primera Guerra Mundial a guardia forestal en Siam, lo que le proporcionó material para sus novelas, en las que el amok hacía presa, de vez en cuando, en animales, provocando desbandadas entre sus personajes cuando, por ejemplo, un elefante enloquecido cargaba contra todos. Pero no sería sino hasta el año 1972, en que el psiquiatra estadounidense Joseph Westermeyer rescató el amok para la psiquiatría transcultural. Westermeyer realizó una serie de extraños experimentos que consistían en ir poniendo cadáveres al paso de los afectados de amok, con lo que probó que podían distinguir y discriminar a los vivos –a quienes atacaban–, de los muertos, aun cuando los vivos fingieran estar muertos.

Desde los tiempos de Westermeyer se han identificado algunos desencadenantes del padecimiento, que afectaría, sobre todo, a pacientes con una personalidad narcisista y paranoide. El afectado se habría visto herido en su amor propio, lo que lo haría alejarse momentáneamente de la sociedad, sufriendo un cuadro de depresión, sólo para volver e irrumpir en público, bajo un estado de fuga disociativa, y entregarse a la furia asesina. Al final, el afectado probablemente llegue al suicidio, o termine también asesinado. Se hizo célebre el caso del autor polaco Krystian Bala (n. 1974), asesino del agente publicitario Dariusz Janiszewski en 2000, que incluso escribiera una novela titulada, precisamente, “Amok” (2003), que ofreció pistas a la policía para su detención.   

Sería, empero, Stefan Zweig, con su novela “Amok” o “El loco de Malasia” (“Der amokläufer”), publicada en 1922, quien popularizaría el término al ser adaptada varias veces para el cine, la primera, en una cinta soviética muda, “Amoki” (1927), dirigida por Kote Marjanishvili, la segunda, en una película francesa por parte de Fyodor Otsep, “Amok. La locura del trópico” (Amok, 1934), la versión mexicana, dirigida diez años después por el español Antonio Momplet, “Amok” (1944), con María Félix en el papel estelar y la francesa “Amok” (1993), dirigida por Joël Farges, con Fanny Ardant.  

Zweig siempre tuvo presentes las teorías psicoanalíticas de Freud al escribir sus relatos y novelas, brillantes desde un estricto punto de vista literario, en las cuales se profundiza en el estudio psicológico de los personajes. Y es el cine el medio que muestra el rostro universal del padecimiento, al reflejar su propia versión de los hechos del asesinato de Krystian Bala en la película polaca “Amok” (Amok, 2017), dirigida por Kasia Adamik; de cómo la furia se apodera de un empleado, Bill Foster, llevado por las presiones diarias, en “Un día de furia” (Falling Down, Joel Schumacher, 1993), a intentar destruir la ciudad que lo ha orillado a ello, con un Michael Douglas en estado salvaje, y que tendría una extrema revisión en “Unhinged” (aka. Salvaje; Unhinged, Derrick Borte, 2020) en la que un desquiciado Russell Crowe, como un personaje anónimo, un “hombre” que podría ser cualquiera, ofrece una lección urbana a todos aquellos que no saben lo que es “realmente tener un día malo”; a la vez, refleja al “asesino interior” de la Escuela Criminológica Clásica (“todos los humanos son asesinos en potencia, porque son libres”), pero ganado para la Ciencia ficción, en “La época de Amok” (Amok Time, Joseph Pevney, 1967), episodio 30 de la Segunda Temporada de “Star Trek: la serie original”, basada en un guion del gran escritor Theodore Sturgeon, en el cual el circunspecto Sr. Spock (Leonard Nimoy), muestra un comportamiento irracional anómalo, correspondiente a su especie extraterrestre y que se presenta cada siete años, en la época de apareamiento, denominado en su lengua como el “Pon farr”, en el cual la violencia es dirigida o canalizada hacia el rival, antes de acceder a la pareja sexual; de esta forma, los Vulcanianos, siempre lógicos, siempre ajenos a los sentimientos y pasiones, equilibran su normal estado vital haciendo surgir el amok de forma casi súbita, como si estuviesen incubando toda esa violencia –que jamás dejarán traslucir en otras circunstancias– y brotara de una sola vez, como el vapor acumulado en una olla exprés.

En dicho capítulo, en un alarde de obviedad, no podía faltar el enfrentamiento entre los dos mejores amigos, el Capitán Kirk (William Shatner), y el propio Spock, cuando la pareja encomendada a este último, ya cuando han descendido a la superficie ígnea del planeta, prefiera al primero. Todo terminará bien, como es de esperarse, y Spock y su capitán regresarán a explorar los espacios profundos, mientras que de la falsa colaboración entre Michael Fengler y Rainer Werner Fassbinder surgiría “¿Por qué le da el ataque de locura al Señor R?” (Warum läuft Herr R. Amok?, 1970), en una película en la que el nombre de Fasbinder aparece en los títulos como un gancho publicitario. En “Amok!” (aka. Brutal represión, Amok! 1983), el director maliense Souheil Ben–Barka politiza la violencia resultante del amok al situarla en Johannesburgo, cuando el maestro rural Matthew Sempala (Robert Liensol), se traslada en busca de su hermana prostituida y semi esclavizada, Joséphine (interpretada por la cantante y activista contra el apartheid, Miriam Makeba), y se encuentra con una ciudad en la cual las huelgas son reprimidas a fuego y sangre y los crímenes son políticos (se culpa a los negros), diez años antes que el apartheid finalizara. En esta película el amok es sinónimo de levantamientos revolucionarios, que potencian el cambio para bien de la sociedad, a pesar de la sangre derramada. 

El Amok, en todas las apropiaciones que de este ha dado el cine –un listado de las películas que llevan en su título la palabra, se titulan así, o tratan del amok, sería muy largo–, se nos muestra no ya como un “padecimiento antropológico”, situado –o localizado– solamente entre grupos humanos aislados o “primitivos”, sino como la bestia interior inherente al individuo de cualquier cultura, o país, incluso, y quizá más revelador, como un estado incubado en y por las ciudades, que tanto enajenan como alienan a sus individuos, discriminando también a las clases sociales. Hay un algo que dispara, potencia, y provoca el estado de amok, como le sucede al Travis Bickle, interpretado por Robert De Niro, en “Taxi Driver” (1976), de Martin Scorsese, que le pregunta a su propia imagen en el espejo: "You talkin' to me?" antes de intentar un magnicidio, en la persona de un senador, huir y asesinar, iracundo, a los proxenetas de una prostituta menor de edad. Para Bickle, el amok le ofrece una segunda oportunidad, la de ser héroe y seguir libre por la ciudad, a bordo de su taxi amarillo.

 

Pero de “Amok. La locura del trópico”, de Otsep, y de “Amok”, de Momplet, es de los dos títulos que más interesante resulta tratar cuando del cine, de dicho padecimiento, pero sobre todo de la versión personal que Zweig ofreció, hay que ocuparse. La cinta de Momplet pretendía ser “la más formidable producción mexicana de todos los tiempos”, sería musicalizada por Agustín Lara, y María Félix, en el papel de la señora Trevis, usaba una peluca rubia (no fue su único papel como rubia, como se piensa, pues también aparece así en Mesalina, película italiana dirigida por Carmine Gallone, en 1951), llevaba un vestido impresionante (para las escenas que transcurren en la India), bordado a mano, obra de la diseñadora Beatriz Sánchez Tello, y Julián Soler la acompañaba en el rol co–protagónico, como el atormentado Dr. Jorge Martell, su rendido –y desolado– admirador. La película –cuyos diálogos se deben a Max Aub– comienza con dos hombres charlan en la cubierta neblinosa de un barco.

Se tratan del Dr. Martell, borracho como una cuba, que tiene un altercado con pistola con el Señor Belmont (José Baviera), lo que nos pone sobre aviso de que ambos han tenido un pasado común. Hay un flashback, años antes, en Montecarlo, después que el doctor mirara, pasmado, por la ventana del salón del barco e identificara a una mujer rubia, a quien un sujeto pide permiso para bailar. Los recuerdos vuelven para atormentarlo, hasta una noche en el casino, cuando se reencontrara con la Señora Trevis, con quien tuviera un amorío en París pero, siendo ella una mujer de mundo, le propone a Martell –que ha robado una suma considerable de dinero de la caja del hospital donde trabajaba, para gastarlo en la Señora Trevis y ha dado cuenta de todo–, “ser prácticos” y vivir ambos a costa de alguno de los otros amantes que tiene. Martell no puede soportarlo, decide alejarse de ella y partir a la India, en respuesta a un llamado del gobierno que, ante la solicitud de médicos, pretende pagar la mitad del salario –correspondiente a diez años de contrato– de una buena vez.

Martell pasa siete años en dicho país, tratando fiebres entre los nativos –entre la lluvia, como un tormento inextinguible–, auxiliado por Tara (Stela Inda), hasta que un día el grito de “¡amok!” recorre la aldea –Martell lo denomina como una “especie de hidrofobia humana y monomanía homicida”, cuyas causas científicas se desconocen–, la gente huye despavorida, y el indígena que ha caído presa de la violencia homicida, y que pretendía acuchillarlo, cae muerto a balazos, por la intervención de Tara, que recupera el arma del doctor. La visita de Don Eduardo (Arturo Soto Rangel), le hace conocer, por una nota en el periódico, que “parece que Europa entera quisiera correr el amok.” La Segunda Guerra Mundial toca a las puertas (la novela, en cambio, se sitúa en 1912) y, a la puerta misma de Martell llega, un día, la Señora Belmont (María Félix, con el cabello negro), a quien su esposo –eterno viajero–, ha abandonado ya por seis meses. Martell se sorprende del parecido de la Señora Belmont con “aquella mujer”, y Tara no puede evitar los celos. La Señora Belmont le confiesa que sufre vértigos y desmayos y, tras una breve confrontación sobre la naturaleza de su petición, por la que ella está dispuesta a pagar diez mil dólares, Martell se niega. Esa mujer es demasiado altiva, soberbia en su petición, aun cuando lo que pide le resulte criminal, pues ha llegado hasta él ordenando y no suplicando ayuda pero, sobre todo, porque ha acudido a él por considerarle un médico erradicado, que vive aislado, solitario, y casi desconocido. Cuando la mujer se retira, indignada, Tara le comunica que sabe quién es ella, que su esposo está próximo a volver –en tan sólo cuatro días–, y que sabe, incluso, dónde vive.

Así, antes que sea demasiado tarde, Martell se apresura a visitarla en su propia casa, pero tendrá su oportunidad de verla en una recepción dada por el gobernador (Miguel Ángel Ferriz), que resulta incómoda para ambos: se le pide que toque el piano –en una de las escenas más falsas de la película–, pero tiene que interrumpir el recital, ante la mirada desorbitada de Martell, que le entrega una “receta”, donde ha anotado un lugar para el encuentro. La Señora Belmont, en cambio, decide visitar a una comadrona (Lupe del Castillo) que le practicará, por fin, el aborto, que la dejará al borde de la muerte. El sirviente de ella (Kali Karlo), busca a Martell, que le promete que nadie sabrá la verdadera causa de su fallecimiento, pero cuando Carlos (José Baviera), el esposo de la Señora Belmont, decide trasladar el cuerpo a Inglaterra para practicarle la autopsia, Martell, obsesionado, se embarca con él. El largo flashback termina y vemos a Martell, otra vez, mirando por la ventana del salón a la Señora Trevis bailando, o a quien él imagina que es su antigua amante; asesina a un grumete, abre la compuerta de la bodega y arroja la caja que contiene el cuerpo al mar. Luego toma un revólver, cae por las escaleras, herido, y muere en el quirófano del barco, mientras a la Señora Trevis que, en efecto viaja a bordo, se le rompe un espejo de mano, descubriéndose la foto dedicada de Martell, debajo, prometiéndole que su amor la seguirá hasta después de la muerte. En esto, la película de Momplet se diferencia de la de Fyodor Otsep, que finaliza con el protagonista arrojándose sobre el féretro, una vez que es izado para subirlo al barco, al cortar las cuerdas que lo sostienen, y yéndose al fondo del mar con este mismo.

Una vez comparadas ambas películas, la de Otsep resulta más efectiva –la cual, por cierto, fue censurada en Inglaterra–, mucho más creíble (y cercana al delirio narrativo de Zweig) desde el inicio, cuando la secuencia del amok es la referencia con la que se abre. Se le dedica más tiempo y forma, y existe mayor eficacia del actor en el papel del nativo que “corre el amok”. La aldea –muy bien recreada en un estudio, y en un largo plano secuencia–, se nos va presentando en un conjunto acompasado de tareas cotidianas (se muele el grano y se amasa), mientras la cámara se desliza, y la música –obra de Karol Rathaus, denigrado por el régimen nazi, y habitual musicalizador de las películas de Otsep– acompaña el ritmo de dichas labores. Las mujeres van en topless, como corresponde a un poblado situado en el espacio y el tiempo correspondiente, sin tapujos ni artificios, y la hermosa nativa con la que comparte su choza el Dr. Holk (Jean Yonnel), puede enfurruñarse desde su lecho, cuando este, inquieto, sudoroso y alcoholizado, la mira con desdén. Holk sale a jugar a los dados con el único hombre blanco en muchos kilómetros a la redonda, a la vez que, en plena danza balinesa, uno de los nativos extrae el cuchillo y lo clava en el pecho del bailarín (Toshi Komori), la bailarina (Soura Hari) grita “¡Amok!” y la aldea se desboca en huida. Una mujer avisa a los jugadores, y Holk se interpone en el camino del corredor de amok, buscando claramente la muerte, pero un disparo de su compañero pone fin a la vida de su atacante. Mientras esto sucede, madame Hélène Haviland (Marcelle Chantal), es conducida por el fidelísimo Maté (Valéry Inkijinoff), su chofer y sirviente que la adora, hasta la choza de Holk y llega con sus mareos y desmayos. Para él, el amok apenas comienza.

“Existe. Es una locura. Una plaga del trópico, y no tiene piedad. No, no es una leyenda. Esta tierra, húmeda y sofocante, que pesa sobre los nervios, como una tormenta. Y a veces la máquina estalla. Le puede pasar a cualquiera de nosotros”.

No cabe duda, para Zweig –cuyos personajes siempre guardan secretos inconfesables (freudianos), de los que apenas entrevé el lector una mínima parte, y los pone al borde de profundos abismos psicológicos–, el amor es otra suerte de locura, de amok, capaz de aquejar a un ser civilizado como el Dr. Martell/Holk, motivo por el cual deberíamos considerarlo un autor pionero –no obstante manejar esta posibilidad a través de una novela–, al haber comprendido que el amok escapa de los límites tribales, en los cuales los antropólogos de su época habían querido encasillarlo, para alcanzar un ámbito mundial, mucho más complejo y preocupante. 

A la distancia, nos resulta raro ver a estos actores mexicanos y españoles de la película de Momplet –alguno con fuerte acento ranchero–, en el papel de europeos. Se trata de la misma extrañeza que, por mera costumbre, Hollywood ya no nos provoca. ¿María Antonieta hablando inglés, y no francés, en una producción de Hollywood? ¿Cleopatra con acento neoyorkino? Se da por hecho. ¿María Félix rubia? Pues sí, pero causa un shock, una sensación de impostura. La misma película se nos revela como una especie de locura, de sueño trasnochado. Acaso también la novela corta original, con su tema del secreto guardado por “caballerosidad”, el asunto espinoso del aborto (ahora un logro largamente luchado por las mujeres), y el melodramático final –sin hablar del tufillo racista que exponen los personajes–, para los tiempos actuales que, gracias a la prosa hábil y extraordinaria de Zweig, trasciende su propio tiempo, volviendo a este uno de sus relatos más intensos e inolvidables; una pieza de arte literario. Y Momplet –se nos revela ahora–, tan sólo como un Max Ophüls de pacotilla (1), que no supo hacer más con el material original, que rellenar artificiosamente los decorados por donde se mueven los personajes gemelos de “la Doña”.

Un ejemplo a saber, la escena en la que María Félix se le presenta en un sueño febril a Martell, que la ve alejarse poco a poco, y que es francamente ridícula. En esta, no hay un trabajo de cámara efectivo –el “efecto vértigo” no había sido creado todavía– y la actriz tuvo que caminar hacia atrás, una y otra vez, provocando risas involuntarias en una escena que debería ser dramática. Al final, la experiencia de actuar bajo la dirección de Momplet, director español, asilado en México y especializado en adaptaciones literarias, con mayor o menor suerte, no resultó de las más agradables para María Félix, que expresaría:

“El único director con quien tuve dificultades fue Antonio Momplet. En una ocasión se puso a explicarme una escena delante de todo el Staff de una manera muy majadera, como si yo fuera una idiota y él un genio incomprendido. Lo miré fijamente y le dije:
–Me voy a mi camerino mientras piensa muy bien la disculpa que me va a dar delante de toda esta gente”.

Los franceses tienen una frase, “L´amour fou” (el amor loco), para designar una obsesión amorosa que sólo puede conducir a la destrucción de otros, del objeto amado y, por supuesto, a la auto destrucción. Zweig, y las adaptaciones cinematográficas de su novela, incluyen al “amour fou” como una afección inherente a una mayor: el amok. Los límites de uno y otro padecimiento se borran, se desdibujan, se vuelven difusos e, igualmente, se contaminan. El arte de Zweig se muestra en sus escritos, pero de “Amok” todavía esperamos aquella adaptación que le haga justicia al libro, y a un autor que, de amor, supo algo, cuando hiciera un pacto suicida con su esposa, pensando que el nazismo se extendería por la toda la Tierra, en un amok planetario devastador, y no habría cabida para artistas como él, tan comprometidos en indagar en la psique. En el alma humana.

Notas:
(1): Ophüls adaptó con éxito “Carta de una desconocida” (Letter from an Unknown Woman, 1948), una novela corta de Zweig, publicada originalmente en 1922, en una de las pocas obras de arte que el cine nos ha dado, tomada de sus obras.