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2021-06-16 00:00:00

«Hay que mirar a la cámara»: De cómo los cómicos rompieron la Cuarta pared

Por Pedro Paunero

Si la genialidad de Stan Laurel, como Stan (conocido como el “flaco” en los países de habla hispana), consistía en escribir los guiones en los que basaba sus divertidísimas actuaciones como el tonto, en la legendaria pareja cómica que formara con Oliver Hardy, y al final este (Ollie, el “gordo”), resultaba en la víctima del primero, el reforzamiento, e incluso una aparente originalidad, llegó con el descubrimiento de parte de Hardy de que podía mirar a la cámara y hacer partícipe al público de sus desventuras. Un día, Oliver Hardy miró hacia la lente –que lo miraba a él– y la idea no sólo resultó, sino que se quedó como parte infalible de las golpizas –intencionadas o no– resultantes de sus andanzas con su gran amigo. Acaso fuera un ejemplo de serendipia, acaso intencional y consciente, pero este hallazgo (afortunadísimo) se volvió en una especie de firma conductual del personaje.

Hardy mira a la cámara –rompe la cuarta pared–, y con sus miradas apela a la complicidad del público, lo hace voyeur, partícipe, y ya sea que pida un poco de clemencia, o que claramente exprese un “¡Qué se le va a hacer!” con los ojos, hace avanzar el ejercicio meta cinematográfico de forma por demás intencionada, atravesando todo el Séptimo Arte hasta culminar con escenas como la de Pedro (Alfonso Mejía), personaje de “Los olvidados” (1950), de Luis Buñuel, tirándole un huevo a la cámara (en la escena del reformatorio), hasta el rebobinado de la cinta en “Funny Games” (1997), de Michael Haneke, que fragmentan la diégesis –y agrietan la realidad del espectador–, arrojando todo el peso de la culpa, por la violencia vista y contemplada desde la comodidad de la butaca, sobre sus hombros. El espectador permanece pasivo, ante la violencia activa y brutal.

Buster Keaton lleva al límite la ruptura de la cuarta pared, intradiegéticamente, en “Sherlock Jr.” (aka. El moderno Sherlock Holmes; Sherlock Jr. 1924), cuando el proyeccionista de cine que interpreta, también un detective aficionado, tras ser acusado falsamente de robo, se duerme en el trabajo, y sueña que penetra en la diégesis de las películas proyectadas. La diégesis de aquellas películas –en lo que podría denominarse la subdiégesis, es decir, la ruptura de la diégesis dentro de su diégesis–, lo vomita, y lo arroja de uno a otro escenario. Cine dentro de cine. Y el cine como sueño, entelequia, meta construcción. La ruptura de la cuarta pared en el sueño cinematográfico –cuya naturaleza sólo puede ser cinematográfica–, de este Sherlock Jr. nos coloca, como público, en una tercera dimensión: vemos a los espectadores de ese cine ver a esa realidad irrumpida por un personaje que no le pertenece, y al cual se empeña en escupir. La realidad es cuestionada y el sueño, por fin, desvanecido.       

 

No es verdad que Oliver Hardy haya sido el primero en romper la cuarta pared, como se piensa. Antes de Ollie, el cine mudo era pródigo en mostrar actores –o personas sorprendidas y filmadas– mirando hacia la cámara, un hecho que se remonta hasta los hermanos Lumière en “Llegada del tren a la estación” (L'arrivée d'un train à La Ciotat, 1895), con sus viajeros en el andén mirando sin comprender la naturaleza de aquél armatoste cuya lente apuntaba hacia ellos. Lo mismo sucede con el niño que mira como idiota a la cámara en “What happened (on Twenty–Third Street, New York City)” (1901), de Edwin S. Porter, que filma en plena calle, así como con el resto de transeúntes que, incluso, examinan el aparato. Pero sus ojos denotan la curiosidad del ente filmado por el quehacer del documentalista (diríase, casi, que se sienten bajo la lente del microscopio), y no la de una actuación intencionada e intencional. Estas personas, la mayoría anónimas en el cine primitivo y pionero, estaban lejos de ser actores, y sólo respondían a la irrupción que el camarógrafo, u operador, provocaba en el devenir cotidiano, plasmado desde entonces en el celuloide. Es este un cine de “entes” sorprendidos. ¿Qué pensaría el hombre que, andando por la calle, fue filmado por Louis Le Prince –el auténtico padre del cine–, doblando una esquina de la Calle Bochart–de–Saron y la Avenida Trudaine, el año de 1887, y desde entonces nos mira de frente, pero sin enfrentarnos? Por esto, “Carreras sofocantes” (Kid Auto Races at Venice, Henry Lehrman, 1914), la parodia que, de un mirón que se atraviesa ante la cámara –mientras se filman unas carreras de autos–, y que presentara por primera vez al vagabundo (Chaplin), es tan importante. Ya desde entonces el cine se las tenía que ver con esos “espontáneos”, que indagaban con curiosidad anhelante, o ignorante, el hecho de poner un tripié para filmarlos.

En “El regador regado” (L'arroseur arrosé, 1895), filmada en dos versiones por Louis Lumière, primera película de la historia en incluir un argumento ficticio, una situación cómica y en ser la primera adaptación cinematográfica (en este caso de una tira cómica de Hermann Vogel), el jardinero (Jean–François Clerc, jardinero de los Lumière, igualmente el primer actor pagado en la historia del cine), tras sufrir la broma de parte del muchacho que le pisa la manguera (Léon Trotobas), y castigarlo, podemos ver cómo este, antes de desaparecer del encuadre, por la derecha (en el segundo 0. 37) gira sobre sus talones y mira hacia la cámara, en lo que no es sino una apelación al director, en busca de alguna otra indicación, propio de un actor no profesional. Incluso una persona inteligente –que debería saber que no hay que mirar a la cámara, para que la ficción sea total– como el dramaturgo Ramón del Valle Inclán (esmirriado, barbudo y manco, y que muchas veces criticó de forma negativa el nuevo arte “plástico” del cine), mira en dirección del director (tras acariciar al perro), en la escena de la pose para el retrato en “La malcasada” (1926), de Francisco Gómez Hidalgo, como pidiendo que le indiquen si ya ha acabado su “actuación”. Del Valle Inclán era un gran dramaturgo, pero un malísimo actor.  

El olvidado cómico Robinet –con una vida cómica que media entre los años 1910 a 1915–, un proto Chaplin (de los muchos que hubo antes y después de Charlot, pero sin la genialidad del Charlot), personaje interpretado por el realizador y actor español, afincado en París, que firmaba sus película como Marcel Fabre, pero cuyo verdadero nombre era Marcel Pérez (1885–1927), mira la cámara en “Robinet innamorato di una chanteuse” (Fabre, 1911), antes de entrar a perturbar a los actores en un escenario teatral, y seguirá haciéndolo hasta el final del cortometraje, en el que entra en la habitación de una cantante de quien se ha enamorado. Como pasara con tantos otros actores que miraran la cámara antes de Hardy, no hay atisbo, e intenciones, en los ojos de Robinet, de empatizar con el público: no pide comprensión, complicidad o compasión por su situación, pero si nos avisa que es consciente de que lo vemos.

En “Risa fácil” (Laughing Gravy, James W. Horne, 1931), Ollie rompe la cuarta pared cada dos por tres, al grado que expresa, descaradamente hacia el espectador:

“Y esta es la gota que derramó el vaso”.

Mientras Stan, en la escena en que bañan al perro, se atreve a mirarnos, pero sin existir en él esa mirada íntima que se establece entre Ollie y nosotros.

No sólo Stan se atrevió a ver hacia el espectador. En un cortometraje anterior, “Aves nocturnas” (Night Owls, James Parrott, 1929), el oficial de policía Kennedy (Edgar Kennedy), mira a la cámara al percatarse que puede utilizar a la pareja de desocupados (Ollie y Stan), que dormitan en la banca de un parque, para resarcirse ante el jefe de policía. Su intención es clara, y va en la misma línea intencional que la de Hardy: hay una enorme diferencia entre ver, simplemente, a la cámara, y el romper la cuarta pared para susurrarnos que el cine, sin complicidad, no es nada más que fantasmas en el celuloide. Y ese fue el gran tesoro visual descubierto por Oliver Hardy, actor en íntima comunión con el público donde los haya.

La célebre Escuela de Brigthon también experimentó tempranamente con la rutpura de la cuarta pared, en el brillante corto "The Big Swallow (1901) de James Williamson.

Léase también:

“El espíritu del celuloide. Un paseo a través de la inspiración y el plagio en el séptimo arte” por Pedro Paunero.