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2019-04-29 00:00:00

«El mesías del mal»: 46 años de un culto

Por Pedro Paunero

“Cuando uno sueña sus verdaderos sueños,
no quiere despertarse”
Messiah of Evil.

Willard Huyck (n. 1945) había participado, con su esposa Gloria Katz y George Lucas, en el guion de “American Graffiti: locura de verano” (aka. Locura americana, 1973), ese proyecto fresco y nostálgico, producido por Francis Ford Coppola, que constituiría la segunda película de Lucas, protegido y, anteriormente, asistente de Coppola. Huyck sería el principal guionista en otra película relevante para la cultura pop, “Indiana Jones y el templo de la perdición” (Indiana Jones and the Temple of Doom) dirigida por otro amigo de Lucas, Steven Spielberg, en 1984, y sufriría el descalabro cinematográfico al dirigir la ridículamente divertida “Howard, el superhéroe” (1984), basada en el comic de Marvel “Howard the Duck”, de Steve Gerber. Pero para los cultistas del cine de terror más subterráneo, Huyck es recordado por un solo título, “Messiah of Evil” (aka. The Second Coming/Dead People/Revenge of the Screaming Dead, estrenado el 2 de mayo de 1973), producida por su esposa, en una cinta que pasó un periplo tan azaroso como la protagonista de la misma, cuando, después de fracasar en taquilla, el original, que había sido transferido a VHS, se perdió, hasta que en 2005 se re editó en DVD a partir de una copia en 35 mm, que resulta sorprendente cuando se descubre la cantidad de talento involucrado en el proyecto. Por ejemplo, la fotografía de la película se debe a Stephen M. Katz (cuyo trabajo más relevante se revela en “Los hermanos caradura” de John Landis y “Dioses y monstruos” de Bill Condon), su director de arte fue Jack Fisk, (conocido por su trabajo en “Carrie” de Brian de Palma y como diseñador de producción en “El renacido” de Iñárritu) o Elisha Cook Jr., actor del Hollywood clásico, recordado por sus actuaciones de personajes cobardes en títulos como “El halcón maltés” de John Huston, o “El bebé de Rosemary” de Roman Polanski, que en este caso interpreta a un borrachín llamado Charlie.

Comienza la película: un joven (interpretado por Walter Hill, el futuro director del clásico de culto “The Warriors”, de 1979) corre por la calle, a lo largo de una pared. Se detiene, sudoroso, cansado, golpeándose contra una puerta en el muro. El muchacho cae al suelo. La puerta se abre. Asoma una adolescente, cuyo personaje es interpretado por la prima de Billy Weber, el editor asociado, que también hace de zombi en la escena del Súper mercado. El joven pasa por la puerta a un patio con alberca. Al fondo puede verse a la chica, que lleva un vestido ligero, de falda corta, sentada sobre el borde de un muro bajo. Los reflejos fantasmales del agua de la alberca bailotean sobre las paredes. Una mesa con sombrilla, un tobogán. La chica se acerca al muchacho que, cansado cae otra vez al suelo, tras lavarse la cara en el agua de un aspersor. La chica se arrodilla ante él. El chico le besa la mano, ella le acaricia la cara. De la nada, la muchacha saca una navaja de barbero y le corta la garganta. Esta enigmática secuencia inicial, que ha despertado la curiosidad, el quebradero de cabeza y ríos de tinta por parte de los críticos y fans de la película, existe en dos versiones, una original, que tiene como fondo la canción “Hold on to Love”, interpretada por Raun MacKinnon, que fue añadida a instancias del distribuidor, y la versión lanzada en DVD, en la que se sustituyó este tema por una partitura electrónica a cargo de Phillan Bishop, en el “Cut” del director. ¿Pero, qué tienen que ver estas escenas con el resto de la película? A pesar de su atmósfera irreal, de sueño o pesadilla, no podemos soslayar las grandes lagunas argumentales a lo largo de todo el filme, y el efectismo fácil de esta primera secuencia, que se revela como todo un gancho deliberado para atraer la atención del espectador.

Los títulos iniciales pasan y la voz de la protagonista, Arletty (interpretada por Marianna Hill, en una rara referencia culta a la actriz francesa, protagonista de la obra maestra de Marcel Carné, “Los niños del paraíso”, de 1945), nos advierte que se encuentra recluida en el manicomio. Vemos un largo pasillo, marcado por un fuerte contraste de luz y sombra, hasta parecernos distorsionado y en perspectiva, con su figura también alargada y que camina desde el fondo, hasta el primer plano, mientras nos cuenta de un pueblo pequeño, localizado en la costa, cuyo nombre New Bethlehem, fuera cambiado por el de Point Dune después que apareciese la “Luna de Sangre”. Recuerda lo que le “hicieron” ahí. Y que sus habitantes llegarán para caer sobre nosotros, y nadie escuchará nuestros gritos.

La historia da otro giro. Arletty, mientras conduce por una carretera, narra que había decidido ir a visitar a su padre, Joseph Lang (Royal Dano), que pasaba el invierno pintando en Point Dune, una colonia artística, después de enviudar. Padre e hija mantenían contacto por carta. Pero las últimas misivas eran extrañas, inquietantes. Hablaban de que “quedaba poco tiempo”, que no volvería a escribirle, que no fuera a verlo, que no soportaba a nadie. Arletty se detiene a cargar combustible, el despachador (Charles Dierkop) se encuentra a unos metros, sobre el borde de la carretera, disparando a la oscuridad. Se ha escuchado el aullido de un “perro vagabundo”. El hombre se vuelve y, como si nada, se acerca y le pregunta si llena el tanque. Estamos ante el tercer inicio de una película que se caracteriza por ser inconexa y es, precisamente por esto, que su atmósfera conecta con los argumentos repletos de lagunas argumentales del cine de Lucio Fulci, una cualidad más que un defecto, en un conjunto onírico, pesadillesco, que los protagonistas experimentan a lo largo de esta historia, impregnada de las atmósferas malsanas de los cuentos de H. P. Lovecraft y en la que se ha querido ver, sin que su director así lo confiese, una adaptación de “La sombra sobre Innsmouth”, publicada a lo largo del año 1931 por capítulos, y en 1936 completa, en forma de libro. Se trata de aquella historia lovecraftiana en la que se menciona a los “Profundos”, seres anfibios que habitan dicha población y en la que un borracho de pueblo tiene gran importancia en la trama. ¿Tendría alguna posibilidad Fulci de ver esta cinta? ¿Por qué razón los ojos de los elegidos para el “cambio” en “Messiah of Evil” sangran, al igual que los de su película “Miedo en la ciudad de los muertos vivientes”? Acaso sea una coincidencia nada más, pero deja en claro que los motivos del cine de terror son arquetípicos, universales, repetitivos.

Arletty pregunta si por esa carretera se va a Point Dune, a donde ella se dirige a visitar a un pariente, el despachador no comprende por qué habría un pariente de instalarse en Point Dune, cuando llega una vieja camioneta roja, conducida por un siniestro albino de mirada estrábica (Bennie Robinson en su único papel, tan arquetípico que parece extraído de los cuentos de Lovecraft, que escucha a Wagner –lo pronuncia “Vuagner”- y come ratas vivas), en cuya caja transporta varios cadáveres, cubiertos por una lona. Pero la joven sigue adelante, decidida a encontrar a su padre. Rompe con una piedra una ventana de su hermosa casa en la playa, pintada de blanco y con una torre a la manera de un faro (localizada realmente en Latigo Shore Drive, en la playa de Malibú, California). La recibe una estancia alucinante, con paredes pintadas de paisajes urbanos en perspectiva, y figuras y siluetas humanas que simulan multitudes citadinas, atisbando, o en actitudes voyeristas, también en perspectiva con punto de fuga, fotorrealistas, como los personajes que parecen mirar sobre la bañera o sobre los hombros cuando alguien se acerca a la pared; encuentra ahí una cama suspendida del techo, mediante cadenas (que cada fan de la película envidiará y querrá tener en su propia casa), sobre la que están dispersos varios cojines de colores. En el suelo, sobre estantes o repisas, se distribuyen varios animales disecados, incluyendo un perro sorprendido en un perpetuo ladrido. Hay una chimenea en un muro. Deambula por ahí, mirando, volteando aquí y allá, llamando a su padre. Grandes macetas de barro, con plantas frescas, adornan los rincones y se alinean a lo largo de las paredes. Un espejo cubre casi por completo otra pared. Sobre una mesa descubre libros, cuadernos, pinceles y brochas acomodadas en vasos. Los colores de todas las cosas son chillantes, sobresaturados, en una escenografía bastante refinada, producto de la imaginación del otro director de arte, Joan Mocine convirtiendo el interior de la casa en un personaje más, al que no se puede evitar. Arletty da con un cuaderno de retratos al carboncillo de ella misma, y lee en el diario de su padre:

“30 de junio: llevo 3 noches sin dormir. No sé cuánto más podré aguantar. Hay visiones que mi mente no asimila. Cosas que no puedo comprender.

“2 de julio: esas imágenes grotescas siguen acosándome. Por las noches recorro las calles del pueblo, buscando los despojos de algún animal para hacer algo que no sé bien qué es. Y luego vienen las playas oscuras, las mujeres pálidas con ojos de sonámbulo que escrutan las aguas negras del mar. Que esperan a alguien”.

La película se caracteriza por una hermosa fotografía de playas abandonadas, con luz al amanecer, y las fachadas iluminadas por luces de colores de los edificios nocturnos (rojos y azules), con un propósito marcadamente estético, que la separa de otras producciones del género, emparentándola con la belleza visual del Giallo italiano.

Arletty hace una visita al pueblo, por la tarde, y entra en una galería de arte, indagando por su padre. La marchante, que habría tenido que poder observar las obras de arte que compra y vende, es por contraste, ciega y muda en un intento deliberado de causar confusión en el espectador, un detalle afortunado para una historia de tal naturaleza. Otro dependiente (Morgan Fisher, que confesara que durante su actuación se mostró excesivamente nervioso), le señala que unos forasteros, hospedados en el hotel “Seven Seas”, han ido a preguntar por su padre. Arletty conoce entonces a Thom (Michael Greer), aristócrata, nacido en un castillo, en Portugal (o en un castillo en España, según cuestiona una de las mujeres que lo acompañan, hijo de noble europea y millonario americano), que se hace acompañar de dos amantes, Laura (Anitra Ford, con papeles en películas y series policíacas como Columbo o Starsky y Hutch y modelo en la versión americana de “Atínale al precio”) y Toni (la simpática, y sensualmente vulgar, Joy Bang, cuyo nombre real es ese, y no un seudónimo, y nada tiene que ver con la industria porno, y sí con algún papel en el cine de terror más psicotrónico, como “Night of the Cobra Woman” de Andrew Meyer, del año 1972, y de la que ya hemos hablado en el listado “Ecoterror: cine, serpientes y mitología”), que han invitado al borrachín Charlie para que los entretenga, narrándoles sobre la luna de sangre y cómo esta obliga a los seres humanos a comportarse como animales, mientras lo graban en cinta magnetofónica. Tony sale del baño, aplicándose humectante en los hombros, en actitud provocativa y mencionando que está sufriendo de “munchies” (nada raro ya que su director confesara, en  el documental “Remembering Messiah of Evil” (Lee Christian, 2009),  que el equipo usaba metanfetaminas para soportar la presión del rodaje). Thom la hace callar, Charlie continúa. La luna de sangre provoca que los niños coman carne cruda y que la gente sangre por los ojos. Cuenta que la noche de un día horrible, apareció o llegó alguien. Pero se detiene a media narración y se despide, llevándose la botella de vino que le han entregado. Fuera del cuarto le advierte a Arletty de matar a su propio padre e incinerar el cadáver, no enterrarlo, poniendo énfasis en esto último. Ella prosigue la lectura del diario, en cuyas anotaciones su padre describe que su voz está cambiando, pues emite sonidos que no son humanos. Su memoria falla. Y está plenamente convencido que, en realidad, está muerto.

La sensación de irrealidad continuará hasta el final, cuando el trío se mude a la casa del pintor, prácticamente invadiéndola, mientras Arletty duerme, y se sorprenda al verles dentro, y les permita quedarse, a pesar de todo, como si viviera “entre extranjeros”, sin saber el porqué de su decisión, y Thom le cuente que el cuerpo del viejo borrachín fue encontrado por la policía, medio devorado, al parecer por animales, y su propio interés por la leyenda local de la “luna de sangre”, ya que se trata de un “coleccionista de leyendas”. Las escenas que siguen han dado justa fama al film. Laura se verá perseguida, a través de los pasillos de un súper mercado, por zombis (que en la cinta jamás reciben tal denominación, pero que los fans han identificado como tales), a los que ha sorprendido comiendo carne cruda en la sección de embutidos, en una lograda secuencia de suspenso y terror. Estas escenas se repetirán a lo largo de casi todo el metraje de “Down of the Dead” (1978), de George A. Romero, a través de las cuales se sostendrá su dura crítica al capitalismo; o aquella que rinde tributo a “Los pájaros” de Alfred Hitchcock, cuando Toni va sola al cine, y las butacas que la rodean comienzan a ser ocupadas por esos “muertos vivientes”. Gloria Katz hace un cameo en esta escena, como vendedora de boletos en el cine (en la que dan “Kiss Tomorrow Goodbye”, el noir de bajo presupuesto de Gordon Douglas), para la cual se contrató a personal desempleado de la industria aeroespacial californiana como extras. Las alusiones a “hogueras encendidas en la playa, por la noche, cada vez más numerosas”, un “forastero oscuro”, las ceremonias que se adscriben a un culto no identificado, la obsesión con el mar, la luz de la luna, la frase “todo el mundo ha salido esta noche, incluso las criaturas más pequeñas”, o “la gran espera”, pertenecen todas a la literatura lovecraftiana, a pesar de su final apresurado, que casi da al traste con todos los pequeños logros, en conjunto, debido a la falta de financiamiento, pero también su redescubrimiento del horror urbano, casi en la línea meditativa de la pintura de un Edward Hopper, con sus “Halcones nocturnos” (que Joan Mocine debió tener presente al crear aquella estancia surrealista), y el miedo que se desprende de las fachadas, de las luces de neón, las gasolineras solitarias (algo que ya pasaba en “La invasión de los ladrones de cuerpos” de Don Siegel en 1956, y la observación sobre la cual hiciera Kim Newman: “la película descubre el horror a través de un tipo cortando el césped, un puesto de verduras abandonado al lado de la carretera, un bar prácticamente vacío…”), si bien George A. Romero demandó a los productores por utilizar otro de sus varios títulos alternativos, el de “El retorno de los muertos vivientes”, que a punto estuvo de convertirla en una secuela “exploitation” de su clásico “La noche de los muertos vivientes” de 1968 y quien, cínicamente, copiaría la escena del supermercado para su propia obra maestra de terror urbano, la célebre “Down of the Dead” (aka. Zombi) de 1978. 

Se han querido encontrar influencias de películas como “Carnaval de almas” (Herk Harvey, 1962) en “Messiah of Evil”, pero su director, en el brevísimo documental arriba mencionado aclara que, pretenciosamente, quiso denotar una estética de los “Arts Films” de Michelangelo Antonioni y Jean Luc Godard en esta extraña película, que se salvó por poco de ser enlistada en el cine Serie Z, cuando el crítico David Pirie la alabó como a “Una película brillante, que supera a todas las demás películas de terror góticas desde la guerra, en términos de ingenio narrativo”, en su libro “The Vampire Cinema” (publicado por Crescent Books, en 1977), y en el cual confunde con vampiros a los zombis o gules de la película, que no está claro a que criatura cinematográfica pertenecen, si es que deberían pertenecer a algún tipo.

Fue esta aseveración, acaso exagerada, pero honesta y sentida, la que rescató a la película del olvido e inscribiéndola en el cine de culto, al grado de despertar el asombro en sus realizadores, cuando se enteran que se habla de esta, varias décadas después, alrededor del mundo y en internet, como a una de las piezas visualmente más sofisticadas del cine de terror de los años setenta.