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2017-05-05 00:00:00

Ecoterror. Cine, serpientes y mitología

Por Pedro Paunero

Dentro de la vertiente del cine terrorífico, el ecoterror se destaca por basar sus argumentos en el ataque, por parte de una especia ajena a los seres humanos, pero no extraterrestre, hacia las personas y las cosas. Su premisa es sencilla: el ser humano perturba un entorno natural y se ve afectado por las consecuencias, sobre todo en la respuesta de los animales hacia su comportamiento y su amenaza a la civilización. Existen innumerables ejemplos cuyo antecedente más lejano, y más fantástico, podría ser el “King Kong” (1933), de Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack que, al mismo tiempo, sienta las bases para todas las películas de monstruos gigantes en el cine, y cuyos ejemplos más prestigiados se encuentran en los títulos “Los pájaros” (The Birds, 1963) de Alfred Hitchcok y “Tiburón” (Jaws, 1975) de Steven Spielberg.

Los pájaros destaca no sólo como una cinta anormal en la filmografía del maestro Hitchcock, sino como una rareza cinematográfica de difícil catalogación. No se trata de una película de ciencia ficción porque no existe una explicación científica para el ataque de los pájaros a la población humana, no hay un elemento claro de venganza tampoco, por parte de las aves, y sí vagos indicios que la emparentan con el cine apocalíptico y de catástrofes. Hitchcock, el gran manipulador del público, y uno de los grandes experimentadores de las formas en el cine, lograba con esta, una cinta diferente cuya premisa era el horror explosivo sustentado en el suspense.  

Una película enmarcada en el cine de ciencia ficción, pero con elementos propios del ecoterror, es el último gran título de las clásicas películas de monstruos de la Universal, “El monstruo de la laguna negra” (Creature from the Black Lagoon, Jack Arnold, 1954), cuyos planos subacuáticos, en los que la criatura observa desde el fondo de la laguna a la embarcación, después de que uno de los tripulantes arroja un cigarrillo al agua, sugieren una vaga idea de venganza de la naturaleza por corromper un entorno puro, y cuya premisa (la naturaleza tomando el relevo), se ha visto reflejada en la gran mayoría de las producciones de este subgénero.

[...El ecoterror muestra una faceta mitológica en aquellos films en los cuales las serpientes tienen relevancia...]

El ecoterror se ha presentado bajo la variedad de cientos de especies animales, entre estas las de orcas (“Orca, la ballena asesina”; “Orca, The Killer Whale”, Michael Anderson, 1977), abejas (“El enjambre”; “The Swarm”, Irwin Allen, 1978), ranas (“Frogs”, George McCowan, 1972), tarántulas (“Kingdom of the Spiders”, John 'Bud' Cardos, 1977), pirañas (“Piranha”, Joe Dante, 1978), lagartos (“Alligator”, Lewis Teague, 1980), pulpos (“Tentáculos”; “Tentacles”, Oliver Hellman, 1977), barracudas (“Barracuda, The Lucifer Project”, Harry Kerwin, 1978), incluyendo la versión mexicana exploitation de tiburón, tintorera (“Tintorera”, René Cardona Jr, 1977), basada en una novela del oceanógrafo Ramón Bravo, película en la que contribuyó con sus propias tomas submarinas; y deslizándose hacia el terror en estado más puro con “La revolución de las ratas” (Willard, Daniel Mann, 1971) y su continuación, “Ben, la rata asesina” (Ben, Phil Karlson, 1972), que incluye una recordada canción por parte de Michael Jackson; hasta tomar forma vegetal, en un puñado de películas cuyos personajes asesinos son las plantas como en “El fin de los tiempos” (The Happening, M. Night Shyamalan, 2007), con la cual el alabado director indio penetró decisivamente en el cine de catástrofes apocalípticas, mejor tratadas en aquellas películas sobre erupciones volcánicas, “Los últimos días de Pompeya” (The last days of Pompeii, Ernest B. Schoedsack, 1935), “Krakatoa, al este de Java” (Krakatoa, East of Java, Bernard L. Kowalski, 1969), con el peor ejemplo de estas, “Al filo del tiempo” (aka. El día del fin del mundo; When Time Ran Out, James Goldstone, 1980) y una cinta que es un dechado de efectos especiales, “El pico de Dante” (Dantes Peak, Roger Donaldson, 1997); terremotos (“Earthquake”, Mark Robson, 1974); maremotos y tifones (“Typhoon”, Louis King, 1940), y tornados (“Twister”, Jan de Bont, 1996), en las que la Tierra misma muestra su poder devastador.

Mención aparte merece el falso documental “The Hellstrom chronicle” (1971), de Walon Green y E. Spiegel, que presentaba a un entomólogo ficticio, el doctor Nils Hellstrom, interpretado por el actor Lawrence Pressman, que anunciaba al mundo la próxima guerra entre humanos e insectos, y el advenimiento de un mundo dominado por estos últimos. La película fue producida por David L. Wolper, el también productor de “Willy Wonka y la fábrica de chocolate” (“Willy Wonka & the Chocolate Factory”, Mel Stuart, 1971). La película engañó a los espectadores, al lograr transmitir una sensación de inquietud y verosimilitud, sirviéndose de una cuidadosa y poderosa microfotografía, aunada a una extraordinaria banda sonora y efectos de sonido, que la llevó a alzarse con el Oscar a mejor documental, y que la convirtieron en un clásico de culto.

También debemos citar una relevante película de ciencia ficción, “Fase IV: Destrucción” (aka. Sucesos en la IV fase; Phase IV, 1974), única película de Saul Bass, el legendario diseñador gráfico de los títulos de algunas de las películas de Alfred Hitchcock y Otto Preminger. En esta cinta se narra la lucha solitaria que dos científicos enfrentan, aislados en un laboratorio en el desierto, contra las colonias de hormigas que han adquirido inteligencia, debido al accidente cósmico de una conjunción solar, que las ha convertido en una especie capaz de dominar el planeta. La destacada fotografía de Ken Middleham, que había participado en The Hellstrom Chronicle, contribuyó a dotar a las tomas de los insectos con un amenazante horror, pocas veces igualado.   

El ecoterror muestra una faceta mitológica, con fundamentos paganos y judeocristianos a la vez, en aquellos films en los cuales las serpientes tienen relevancia y hacen de las suyas para alcanzar el efecto deseado: el terror y la diversión. No es de extrañar, ya que los ofidios han penetrado el imaginario cultural de la humanidad como motivo recurrente y poderoso. Quizá el mito más antiguo, que menciona como personaje importante a las serpientes, sea La epopeya de Gilgamesh, en uno de cuyos versos el poderoso rey de Uruk, después de pasar innumerables aventuras, obtiene por fin la codiciada planta de la inmortalidad. Al quedarse dormido el rey, una serpiente se come la planta y muda de piel. Acaso el mito más reciente, en lo que concierne a la literatura popular, lo formen los Hombres Serpiente de Valusia, una raza de ofidios humanoides, creados por Robert E. Howard, creador de Conan, el bárbaro, en cuya primera película, llevada al cine por John Milius, en 1982, aparece Thulsa Doom (interpretado por James Earl Jones), capaz de  metamorfosearse en serpiente.

En un rubro distinto, el del drama político y documental, las escenas de “Cascabel” (1976), película mexicana de Raúl Araiza, en las que Sergio Jiménez, en su papel del documentalista Alfredo Castro, opositor al régimen, mientras filma en la selva lacandona la realidad indígena, destacan por lo espeluznante y trágicas. Una serpiente de cascabel se introduce bajo las cobijas de Alfredo, en paralelo al trabajo de parto de una mujer de la etnia.   

El libro del Génesis, con la serpiente del paraíso tentando a Eva y que hizo un viaje al futuro en la escena en la que la replicante Zhora baila desnuda con una pitón diseñada genéticamente, a cuyo rastro ha llegado el agente Rick Deckard gracias a una escama que muestra su código de barras, entidad que, como un semidiós incita a probar la sabiduría prohibida, la cobra sagrada en Egipto e India, el personaje mitológico de lamia, las danzas fálicas exóticas, que implican serpientes, en el seno de culturas ajenas a la nuestra, o ya desaparecidas, y cuyo ejemplo más descarado es la danza de la hermosa, y sensual Debra Paget, en “La tumba india” (“Das indische grabmal”, 1959), de Fritz Lang, luciendo un body del color de su piel, y que no simboliza sino una erección puesta en escena, en una película de aventuras que tendría influencia sobre un personaje de Steven Spielberg, que teme a las serpientes, “Indiana Jones”, aventurero y arqueólogo, son elementos que se encuentran en el material seleccionado para este listado.

No podemos dejar de mencionar un título cuya rareza corre pareja a su valor documental, alabado y denostado por la crítica y la antropología al mismo tiempo, “El pueblo del espíritu santo” (Holy Ghost People, 1967), que mostraba la manipulación de serpientes venenosas, bajo estados de trance, por parte de una comunidad pentecostal en West Virginia, Estados Unidos, con funestas consecuencias, como resultado del grado que el fanatismo religioso es capaz de alcanzar.   

Y es que, como no sólo el cine de ecoterror ha tomado a las serpientes para resaltar ciertos aspectos de sus tramas, aquí repasaremos algunos otros ejemplos de películas de aventuras, de animación, las cintas de científicos locos y las mutaciones y algunas verdaderas rarezas del cine no hollywoodense, en las que estas criaturas campean a sus anchas.       
 

La reina cobra

(aka. La reina de Cobra; Cobra Woman, Robert Siodmak, 1944)

De la prohibida Isla de Cobra, escapó un explorador escocés, con una niña pequeña, en cuya muñeca era visible la marca de una mordedura de cobra. Tollea creció lejos de su pueblo natal, hasta que un día, a unas horas de contraer matrimonio, un supuesto mendigo mudo y ciego la secuestra para llevarla a Cobra, donde su abuela le explica su origen, y que tiene una hermana gemela, la malvada sacerdotisa de Cobra, con quien tendrá que enfrentarse por el destino de la isla. Hasta dicha nación irá Ramu, el casi marido de Tollea, acompañado del ingenioso polizón Kado.

Robert Siodmak se decide por el cine en su aspecto más escapista, y rueda esta fantasía enmarcada en el género de las películas de aventuras, en la que viajan por mar y tierra el gran Sabu (Sabú) como Kado, siempre simpático y ladrón de escenas, John Hall como Ramu, el novio vestido y alborotado, y Maria Montez haciendo doble papel, como Tollea y Naja, la desposeída del reino (prometida frustrada de Ramu) y la sacerdotisa isleña, en un cuento donde no falta ni el volcán a punto de hacer erupción, ni los sacrificios humanos, ni Lon Chaney Jr. como el sacerdote secuestrador, que se hace pasar por músico mendigo ciego y mudo.

La película, a la que le se le notan las costuras por todos lados, y que la enlistan en el más puro estilo Camp, es más recordada por una de esas danzas fálicas, que suelen presentarse en varias de estas historias sobre servidores de dioses serpiente, a la que se somete Maria Montez, que por otra cosa. Fue filmada en el jardín botánico de Los Ángeles y en ese brillante Technicolor que hizo de la desafortunadamente breve carrera de Montez (y, según Terenci Moix), la reina de ese proceso cinematográfico.  
 

The Flying Serpent

(aka. Killer with Wings, Sherman Scott [Sam Newfield], 1946)

Cuando el ornitólogo John Lambert, que posee una pluma de lo más extraña, y tiene conocimiento de avistamientos de una criatura voladora en un pueblo de Nuevo México, investiga su procedencia, es asesinado. Los rumores no se hacen esperar. ¿Se trata de un vampiro? 

El arqueólogo Andrew Forbes (George Zucco), tiene encerrado tras las rejas, en una gruta montañosa, a una criatura extraña, quizá de procedencia prehistórica (habrá que ver cuántas veces se ha repetido este argumento fantástico y absurdo), que hace de guardián de un tesoro “azteca” en el pueblo de San Juan, en el estado americano de Nuevo México. Se trata del dios serpiente-ave, conocido como Quetzalcóatl, “la serpiente emplumada”, que causará la muerte en todos aquellos a los que Forbes señale mediante una pluma arrancada al dios, como su víctima próxima.

Eran los tiempos de la radio, y la mayor parte del metraje de esta curiosa película está dedicada al programa que conduce el héroe de la historia. Las secuencias de vuelo de la criatura, para un film de bajo presupuesto, están bien logradas pero su argumento no oculta su procedencia de una cinta anterior, “The Devil Bat” (Jean Yarborough, 1940), con Bela Lugosi en el papel del eterno Mad Doctor.

El dios Quetzalcóatl seguiría inspirando a Hollywood. Aparece en el capítulo “The Feathered Serpent” (William Beaudine, 1948), perteneciente al serial del detective Charlie Chan (Roland Winters) con otro tesoro azteca insertado en el argumento; en la barata serie británica de T. V. “The Feathered Serpent” de John Kane (Vic Hughes, Michael Custance y Stan Woodward, 1976-1978) y, más bien bajo el aspecto de un dragón animado por Stop Motion, que aterroriza Nueva York, en “Q: la serpiente voladora” (Q: The Winged Serpent, Larry Cohen, 1982).  


La mujer serpiente

(Cult of the Cobra, Francis D. Lyon, 1955)

Un grupo de curiosos soldados americanos, licenciados en algún lugar de oriente, que al principio pasean tomando fotos aquí y allá, se interesan en la historia sobrenatural que les cuenta uno de ellos, acerca de una secta cuyos miembros son capaces de convertirse en cobra, mientras contemplan el acto de un encantador de serpientes, quien les confesará pertenecer a ese culto, el de “los Lamianos.”

El hombre promete introducirlos como espías, convenientemente disfrazados, en uno de los rituales, pago de cien dólares mediante. Como es de esperarse, el idiota del grupo toma una foto de una mujer, caracterizada como una mujer cobra, que danza sensualmente, y son descubiertos. La maldición que el sacerdote arroja sobre ellos (irán muriendo uno a uno), se verá cumplida a través de Lisa Moya (Faith Domergue), la mujer serpiente quien, en un giro del terrible destino que le es encomendado, terminará enamorándose de uno de los soldados, Tom Markel (Marshall Thompson).        

Un ligero aroma al argumento de “La piedra lunar” (The Moonstone), la obra maestra inicial del género policíaco, escrita por Wilkie Collins y publicada en 1868, flota en esta historia. Aunque el tema de la maldición resulte hoy manido, la película se mantiene en la actualidad, por un suspenso bien llevado, hasta su predecible final.
 

La mujer serpiente

(The Snake Woman, Sidney J. Furie, 1961)

El futuro realizador de “El ente” (The Entity, 1982), cuenta la historia del  Dr. Adderson (John Cazabon) quien, a fines del Siglo XIX, en la religiosa comarca de Northumberland, Inglaterra, somete a su mujer (Dorothy Frere), a curas mentales de carácter experimental, valiéndose de dosis graduales de veneno de serpiente. La noche en que su mujer muere dando a luz, la comadrona (Elsie Wagstaff), dará cuenta de las características especiales de la niña, de piel fría y mirada extraña, a los supersticiosos aldeanos. La turba caerá sobre la casa del doctor, no sin que antes otro médico (Arnold Marlé), salve al bebé, destruyendo sus cajas de vidrio con serpientes, mismas que, desde entonces, andarán sueltas entre las ruinas de su casa incendiada. Un pastor (Stevenson Lang), cuidará de la niña hasta la adolescencia, pero ella preferirá la vida al aire libre. Cuando una serie de muertes extrañas, en las cuales las víctimas aparecen con un par de marcas de colmillos en el cuello, atraen a un detective de Scotland Yard, Charles Prentice (John McCarthy), la única salida para la maldición la tiene la misma comadrona: “Ayudé a traerla al mundo y eso me impide matarla.” La mujer le enseña que tres tiros sobre el cuerpo de Atheris, (Susan Travers), la hija del doctor, llamada así por el género biológico de una de las serpientes del laboratorio, ahora veinteañera, son necesarios para acabar con ella.

La mujer serpiente combina la misma trama del cuento clásico de Nathaniel Hawtorne, La hija de Rapaccini de 1846 (trasladada al teatro por Octavio Paz), con una endeble historia de intolerancia y superstición en una película barata y plagada de errores que figura entre los títulos más olvidados dedicados a la gente ofidio, a pesar de la belleza de su fría protagonista.

La muerte viviente

(aka. Vudú mortal; The Snake People/Isle of the Snake People, Juan Ibáñez y Jack Hill, 1971)

Entre la pandilla de clásicos nombres dedicados al terror en Hollywood que, en su terrible decadencia, filmaron infames películas en México, se encuentra Boris Karloff. El actor firmó con el productor Luis Enrique Vergara (y la Columbia Pictures), un contrato para rodar cuatro películas, “Serenata macabra” (House of Evil, 1968), “La cámara del terror” (1968), “Invasión siniestra” (1971) y la que citamos aquí, en tan sólo cinco semanas, todas dirigidas por Juan Ibáñez y Jack Hill, es decir, mientras Ibáñez rodaba el material en México, Hill se encargaba de filmar a un enfermo (por enfisema pulmonar), Boris Karloff, en los Estados Unidos. Para las escenas en que tenía que aparecer Karloff en México, se recurrió al doble Jerry Petty.

Entre escena y escena el anciano actor hacía algunas pausas para sentarse y recibir oxígeno a través de una mascarilla y ya no vio proyectados ninguno de estos títulos. Jack Hill, discípulo de Roger Corman y condiscípulo de Francis Coppola, tenía en su haber un clásico de culto en la más alucinante Serie B, “Spider Baby” (aka The Maddest Story Ever Told, 1967), por cuyo título y varios más, se ha ganado el mote de “el Howard Hawks del cine exploitation” por parte de Quentin Tarantino. Juan Ibáñez, en cambio, ya cargaba con la responsabilidad de una película extraordinaria como “Los caifanes” (1965).

La película comienza con una narración en off que deja mal parada a la religión vuduista, tachándola de supersticiosa y diabólica, y en los títulos iniciales se antepone, al rostro de Karloff, la famosa estatuilla de la Sacerdotisa de las serpientes de Cnosos.

Kalea (Yolanda Montes “Tongolele”), realiza ritos vuduistas y baila, manipulando serpientes, compartiendo el poder al lado del Damballah (Boris Karloff), el sacerdote y Señor de una isla, a la vez que las jóvenes del lugar se ven convertidas en zombis. El capitán Labesch (Rafael Bertrand), mientras  Annabella Vandenberg (Julissa), se involucra fielmente en una cruzada contra el alcoholismo y se enamora del policía Andrew Wilhelm (Carlos Este), aficionado a doblar el codo, y corre el riesgo de convertirse en la próxima víctima sacrificial.

A pesar de lo malísimo del material con el que concluía Karloff toda una vida dedicada al cine de género, estas cuatro producciones, vendidas en paquete, se convirtieron, debido a su naturaleza crepuscular, en raros y codiciados objetos de culto en los Estados Unidos, entre los fanáticos del actor. 
 

La noche de la mujer cobra

(Night of The Cobra Woman, Andrew Mayer, 1972)
 

Filmada en Filipinas por uno de los ayudantes de Andy Warhol, protagonizada por una actriz con nombre improbable de actriz porno, Joy Bang, producida por New World Pictures, la casa que fundó Roger –su majestad del bajo presupuesto- Corman, a quien decepcionó el resultado final, esta cinta comienza con un par de enfermeras, una de ellas de nombre Lena (Marlene Clark), que buscan, en un paraje solitario y cerca de una cueva, una planta para prolongar la vida. ¿Un guiño a la Epopeya de Gilgamesh en un producto de esta naturaleza o mera coincidencia? En todo caso, la acción inicial, que está situada durante la ocupación japonesa de Filipinas, hace aparecer a un soldado nipón que viola a la compañera de Lena, mientras ella huye al interior de la cueva. Ahí será atacada por una cobra, que infundirá en ella su espíritu inmortal. Lena sale de la cueva con la cobra entre las manos y salva a su amiga con una lamedura de la serpiente. Posteriormente Joanna (Joy Bang), investigadora de la UNICEF en el área de los contravenenos, se traslada al sitio donde una misteriosa mujer posee el que quizá sea el único ejemplar de cobra instigadora del mundo, Lena Arusa, inexplicablemente joven.

Al llegar a la casa de Lena es atacada por Lope, un idiota y deforme (Vic Diaz, actor a quien Quentin Tarantino bautizó como “el Peter Lorre, filipino”) que la ahuyenta del poblado. Cuando Stan Duff (Roger Garrett), el novio de Joanna, movido por la curiosidad, visita a Lena, es mordido por “Movini”, la cobra instigadora y salvado por Lena. Mientras convalece, aparece Lope en la ventana. Francisca (Rosemarie Gil), la madre de Lope, le confiesa a Stan que la deformidad de su hijo se debe a haberle hecho el amor a Lena. Stan le pide que vaya por Joanna para tenerla a su lado, y que esta traiga consigo al águila que él tiene de mascota. Francisca alberga el deseo secreto que el águila de cuenta de Movini para siempre. Stan encuentra las grutas donde Lena mantiene a Movini con vida, rodeada de estatuas que representan dioses serpiente.

Joanna roba un frasco con veneno de la casa de Lena y esta envía a Movini para vengarse pero, cuando quien muere es Francisca, Joanna libera el águila de Stan, que mata a la cobra, vuela a un árbol y picotea un mango. Stan encuentra a Lope llorando a su madre y a su águila muerta, debido a los frutos envenenados del árbol. Pero esto es sólo el principio en este cuento mal pergeñado de cambios de piel y búsqueda de inmortalidad, cuasi vampírica, al tener sexo con las víctimas masculinas.

La simpática y rubia Joy Bang, que tendría breves intervenciones en “Si tu crois fillette... Pretty Maids All in a Row”, de Roger Vadim y en “Sueños de un seductor” (Play it again, Sam), basada en la obra de Woody Allen y llevada al cine por Herbert Ross, aparecería al año siguiente en otra película barata, sumamente interesante, con una trama zombi y vampírica de atmósfera bastante lograda, con tonos lovecraftianos, aunque floja y divertidamente absurda, en lo general, “Mesías del mal” (Messiah of Evil, aka. Dead People; Willard Huyck), de la que nos ocuparemos en su momento; tuvo vida a través de varias series de televisión de la década, como “Misión imposible” y “Hawaii Five-O”, llegó a considerarse una especie de hippie prototípica y se la asoció sentimentalmente a Keith Moon, baterista de The Who. Roger Ebert revelaría, en una entretenida entrevista, su nombre de soltera, Joy Winter, al que habría añadido el apellido de su esposo, Paul (Bang), que había asistido a una escuela para niñas súper dotadas, hizo teatro, consumió LSD y aspiraba a ser panadera, antes de convertirse en actriz de Serie Z.

Joy dejaría la actuación, se esfumaría de las pantallas y no sería echada de menos, hasta que alguien la localizó, hace poco, trabajando como enfermera en un hospital.   
 

El hombre cobra

(aka. Silbido de muerte; Sssssss, Bernard L. Kowalski, 1973)

“El miedo que la mayoría de las personas tienen a las serpientes, está basado en el mismo malentendido que tienen sobre cualquier otro grupo minoritario. Si les dicen que un miembro es peligroso generalizan y creen que todos son peligrosos.”

El doctor Carl Stoner (Strother Martin) pronuncia dicha frase, casi al comenzar esta película, a David Blake (Dirk Benedict), su nuevo asistente en el laboratorio de herpetología, donde estudia y prepara sueros antiviperinos, ante la desaparición de Tim, su anterior ayudante. El doctor Stoner comienza a inocular al chico con un suero experimental; encontrará en una feria a un verdadero hombre serpiente, y se enamorará de la hija del herpetólogo, Kristina (Heather Menzies), con cierto rechazo por parte del científico, debido a sus poco éticos experimentos con el muchacho.

La película tiene una subtrama de rivalidades entre colegas y entre un universitario atlético y zafio que pretende a la chica, algunos desnudos, así como una transformación que se adelanta a esa joya del Body Horror que es La mosca (The Fly, 1986), de David Cronenberg, y un gancho bastante creíble, con el que comienza, el agradecimiento de parte del director a los actores al haber trabajado con serpientes verdaderas, es decir, cobras reales, pitones y mambas, entre otras especies.
 

Rikki-Tikki-Tavi

(Rikki-Tikki-Tavi, Chuck Jones, 1975)
 

“Esta es la historia de la gran batalla que sostuvo Rikki-tikki-tavi, sin ayuda de nadie, en los cuartos de baño del gran bungalow que había en el acuartelamiento de Segowlee. Darzee, el pájaro tejedor, la ayudó, y Chuchundra, el ratón almizclero, que nunca anda por el centro del suelo, sino junto a las paredes, silenciosamente, fue quien la aconsejó.

Era una mangosta, parecida a un gato pequeño en la piel y la cola, pero mucho más cercana a una comadreja en la cabeza y las costumbres. Los ojos y la punta de su hocico inquieto eran de color rosa; podía rascarse donde quisiera, con cualquier pata, delantera o trasera, que le apeteciera usar; podía inflar la cola hasta que pareciera un cepillo para limpiar botellas, y el grito de guerra que daba cuando iba correteando por las altas hierbas era:
-¡Rikk-tikk-tikki-tikki-tchk!”

El cuento clásico del premio Nobel británico Rudyard Kipling, que narra la épica lucha que una pequeña mangosta sostiene con su enemiga natural, la cobra, ha sido llevado en numerosas ocasiones al cine y a la televisión, en versión animada, pero, cuando Chuck Jones asumió la dirección para esta se le pidió a Orson Wells que sirviera como narrador. El resultado es una simpática adaptación del cuento, con un alto nivel literario, para un público infantil que bien podría acercarse así al resto de la obra de Kipling, más allá de su célebre “Libro de la selva”. 
 

Eva negra

(Black Cobra Woman, aka. Eva Nera; Joe D´Amato, 1976)

 

Jules Carmichael conoce en el aeropuerto a una mujer de belleza exótica, Eva (la actriz javanesa Laura Gemser, célebre por encarnar una y otra vez, a la famosa Emanuelle negra) y convence a su hermano, Judas (Jack Palance) de visitar el club nocturno, en el que ella ofrece un espectáculo de baile, en Topless y con una pitón. Posteriormente, en un restaurante, observa cómo Eva, mientras cena con un hombre, acaricia por debajo de la mesa las piernas de una mujer. Por la noche, antes de dormir, Eva tiene fantasías sexuales en las que se ve a sí misma bailando con la pitón y teniendo sexo con la otra mujer. Entonces conocemos a las mascotas de Judas, una variedad de serpientes que mantiene, con gran devoción, en cajas de vidrio. Judas, que ha obtenido el número telefónico de Eva, la cita al día siguiente a comer en un restaurante. Ella lo reconoce como al hombre que la miraba mientras acariciaba a su amiga. Se presenta ante ella como el hermano de Jules, a quien ha conocido recién llegado de Holanda. Judas lleva a Eva a su casa, le enseña su colección de serpientes y, sin rodeos, le pide que vaya a vivir con él y cuide de sus “amigas”. Eva rehúsa pero, cuando un hombre abusa de ella se decide a cambiar de vida y acepta su apartamento con vista a la bahía de Hong Kong. Pero Jules, que ha tenido un “accidente” mientras juega con Candy (Ziggy Zanger), una jovencita a quien ha hecho morder por una de las serpientes, revelará su lado psicótico y posesivo cuando Eva comience una relación lésbica con Gerri (Michele Starck), parte del círculo de amistades de los Carmichael, introduciendo una serpiente mamba en la cama en la que ambas duermen desnudas.  

Joe D´Amato, conocido director italiano de películas del género exploitation y sexploitation, filmaría “Ator el poderoso” (Ator l'invincibile, 1982), una de las tantas cintas de Serie Z que aprovechaban el éxito de “Conan, el bárbaro”, e incluye en este exploit, que es “Eva Negra”, escenas del desollamiento y descuartizamiento de serpientes vivas para preparar comida callejera, ratones vivos ingeridos por las serpientes, desnudos femeninos cada tantos minutos, escenas lésbicas y una desdibujada trama criminal que cede ante su erotismo amanerado y setentero.
 

Veneno

(aka. Mamba, veneno mortal; Venom, Piers Haggard, 1981)

 

Piers Haggard, que tiene en su haber un clásico para Noche de Brujas, “Sangre en la Garra de Satán” (The Blood On Satan's Claw, 1970) , con la ayuda invaluable de Tobe Hooper (sin crédito), enfrenta a Klaus Kinski y Oliver Reed en este thriller en el que un abuelo debe cuidar de su nieto, mientras los padres millonarios van de viaje, al mismo tiempo que la servidumbre conspira para secuestrar al chico, a cambio de una suma considerable de dinero. El niño, aficionado a las mascotas exóticas, que ha recibido una mamba negra por error, enfrentará, con su valiente abuelo y un agente de policía avezado, no solamente a sus captores sino a la mortal serpiente, suelta por la casa y que va causando muertes a diestra y siniestra, mientras el suspense se mantiene hasta el lucido final.

El argumento basado en un grupo de personajes confinados en un espacio cerrado (un arquetípico, y efectivo, motivo de literatura para principiantes, que tiene relevantes ejemplos de tensión, horror y suspense en el cine, en ejemplos como “Alien, el octavo pasajero” (Ridley Scott, 1979) y “Náufragos” (Alfred Hitchcok, 1944), enfrentados entre sí o a un factor extraño que los amenaza, tendrá una repetición en el éxito de internet, “Serpientes a bordo” (aka. Serpientes en el avión/Terror a bordo; Snake son a Plane, David R. Ellis, 2006), cuya historia descansa en el rumor de las serpientes que se introducían, como polizontes naturales, en los aviones que incursionaban en Asia, durante la Segunda Guerra Mundial.  
 

Serpiente de mar

(Amando de Ossorio, 1984)

Comenzó con la película “Las mujeres vikingo y la serpiente de mar” (The Saga of the Viking Woman and their Voyage to the Waters of the Great Sea Serpent, 1957), esa falsa fábula feminista sobre lo que las mujeres, en ausencia de hombres, no deben hacer, del maestro de la entretenida chabacanería Roger Corman, cuyo título original es más largo que el metraje de la cinta y del monstruo mismo, y terminó con la lamentable Serpiente de mar de Amando de Ossorio (filmando como Gregory Greens) quien, si  bien tenía algunos títulos de mal gusto, por lo menos divertían, como su célebre Tetralogía de los templarios. Fue la película que lo mató, como bien señaló él mismo al poco de morir, no sólo por las mil y una vicisitudes que pasó para filmarla (incluyendo su mala salud, deteriorada por las condiciones en que fue rodada la película), sino por el desvío de dinero que hiciera el productor (José Frade), que les vendió a los americanos el proyecto.

Promocionada como una “superproducción”, y con un reparto que incluye a Timothy Bottoms, el oscareado Ray Milland (que en sus años de declive había filmado con Corman) y Taryn Power (hija de Tyrone Power), la película intenta narrar la historia de una serpiente marina prehistórica que ha despertado encorajinada, por gracia de bombas nucleares, al punto de aterrorizar la costa. Los errores de todo tipo se van acumulando, las locaciones se transforman de un hotel en un hospital (letreritos mediante), mientras somos testigos del final de las carreras de sus protagonistas, literalmente. Lo  poco de meritorio que tiene la cinta de Corman lo tiene este, y en mucho, de patético, con su monstruo hecho, al parecer, con un calcetín al que se agregaron ojos hechos con pelotas partidas a la mitad. 

Anaconda

(Anaconda, Luis Llosa, 1997)

 

Una relevante asociación geográfica mundial envía al Amazonas, a través del antropólogo Steve Cale (Eric Stoltz), a un grupo de documentalistas a registrar la vida de la tribu Shirishama (el “pueblo de la niebla”), a cuyo cargo se encuentra Terri Flores, interpretada por Jennifer Lopez. Mientras hacen el recorrido por vía fluvial, en plena tormenta, dan con un explorador misterioso, Paul Sarone (Jon Voight), superviviente de un naufragio, que promete guiarlos al territorio de la tribu. De lo que pronto se enteran es que el sujeto es un cazador de serpientes, que los encaminará a una zona poblada por anacondas gigantescas en pos de consumar sus propios fines. 

Entre anacondas animatrónicas, explosiones y regurgitaciones viperinas, la película rinde tributo al cine de aventuras de los años cincuenta del siglo pasado, aún se deja ver, a pesar de las pasadas actuaciones y, en el momento de su estreno, tuvo tal éxito de taquilla que ha sido continuado varias veces y copiado tantas otras, en títulos que entran de lleno en la ciencia ficción, como “Serpiente asesina” (Phyton, Richard Clabaugh, 2000).
 

Hisss

(aka. Nagin: The Snake Woman, Jennifer Lynch, 2010)
 

Los Nagas pertenecen a las mitologías del Indostán. Se trata de serpientes, pero suelen asumir forma humana. (…) Buda, meditando bajo la higuera, es castigado por el viento y la lluvia; un Naga compasivo se le enrosca siete veces alrededor y despliega sobre él sus siete cabezas, a manera de un techo. El Buda lo convierte a su fe.

La cita anterior puede leerse en “El libro de los seres imaginarios”, de Jorge Luis Borges.

Esta película, producto de Bollywood, está basada en leyendas indias sobre la gente perteneciente a la estirpe semidivina de los Nagas, y como en varias de las películas anteriormente citadas, inserta en su guion un relato de advertencia con fundamentos morales. Un americano, George States (Jeff Doucette), en etapa terminal por el cáncer cerebral, intenta atrapar a una “nagin”, una mujer serpiente, interpretada por la Sex Symbol Mallika Sherawat, para extraer de su cuerpo un mineral, el “nagmani” que tanto cura como confiere la inmortalidad.

El procedimiento consiste, primero, en capturar al “nag”, el macho de la especie, mientras bajo el aspecto de cobras, se enredan en un nudo sexual, para atraer a la hembra, que no dudará en tratar de liberarlo, obligándola a tomar forma humana. La nagin, como es obvio, comenzará una devastadora venganza entre los responsables de la captura de su compañero, prisionero en una caja de cristal y sometido a la tortura de descargas eléctricas, a la par que un detective, Vikram Gupta, interpretado por Irrfan Khan, uno de los más célebres actores de la India, conoce a la nagin cuando deambula, perdida, por la ciudad.

Vikram investigará los casos de asesinatos en los que las víctimas (todos abusadores de mujeres), aparecen muertos con mordidas y anormales dosis de veneno en el cuerpo. Tanto la nagin como el detective unirán fuerzas para liberar al nag, mientras, de paso, la nagin se transforma en la vengadora de las mujeres abusadas y responsable de las muertes de sus compañeros machistas, cumpliendo, de paso, el deseo de Maya (interpretada por la modelo Divya Dutta), la esposa de Vikram, de ser madre.

La película tiene varios toques de humor, por parte del detective y su ayudante, contrastadas con algunas escenas que provocan risa involuntaria y malísimos efectos especiales, algunas escenas en las que no falta el sensualismo y los típicos bailes y canciones de Bollywood. En el rodaje, muy melodramático para los estándares occidentales, participaron el jefe Mooppan Raghavan, y su gente, pertenecientes a la tribu Thalikakal, asentada en el territorio de Kerala.
 

El hechicero y la serpiente blanca

(aka. The Sorcerer and the White Snake; aka. La maldición de la serpiente; Bái Shé Chuán Shu? Zh? F? H?i, Ching Siu-tung [Tony Ching], 2011)

El realizador Tony Ching había rodado ya una relevante película de culto, “Una historia china de fantasmas” (Ch'ien-nü Yu-hun, 1987), basada en un cuento del clásico Pu Songling, autor de la Dinastía Quing, cuando se decide, una vez más, en retomar los temas legendarios de su gran nación asiática para esta producción. Se trata de la narración de la Señora serpiente blanca, antiquísimo cuento oral que fuera puesto por escrito, por vez primera, durante la Dinastía Ming.  

En esta película Abbot Fahai, cazador de demonios, y su asistente, Neng Ren, atraviesan un portal mágico hasta la tierra de una arpía de los hielos, a quien atrapan en un círculo de poder. Posteriormente, mientras el herbolario Xu Xian y sus ayudantes recogen hierbas medicinales, dos demonios serpiente se entretienen jugando entre los árboles; se tratan de Qingqing, la serpiente verde y Susu, la serpiente blanca, quienes, a la manera de las sirenas occidentales, tienen cuerpo de ofidio y torso de mujeres hermosas. Para divertirse, Qingqing, convertida en cobra gigante, asusta a Xu Xian, que cae en un lago. Susu, mutada en mujer, lo salva, besándolo y transmitiéndole su esencia vital. Susu se enamora de Xu Xian y este conocerá a Neng Ren, con quien vivirá fantásticas aventuras en compañía de demonios zoomórficos.

El guion mantiene varios elementos originales del cuento, pero se decanta por una trama infantilizada, con varios toques de cursilería y con efectos especiales sostenidos en imágenes generadas por computadora (CGI) de calidad dispar, que orillan el producto final a un público infantil y lo alejan de otras mejores realizaciones del director.

Cerramos este repaso del cine dedicado a los ofidios, sus adoradores, aventuras y vicisitudes, con un fragmento del cuento “Dyuman”, de Prosper Mérimée, en el su autor se solaza en contar la historia del dios serpiente y el sacrificio de la virgen, al más puro estilo pionero que luego imitaría el cine.

Iban tras él mujeres, niños y hombres de toda edad, todos con antorchas y todos con raros vestidos de vivos colores, con ropas talares que arrastraban y grandes gorros, algunos de metal, y en los que por doquier se reflejaban las luces de las antorchas.

El viejo brujo se detuvo precisamente bajo mí, y toda la procesión con él. Se hizo un gran silencio. Me hallaba yo como a unos veinte pies por encima del viejo, y protegido por grandes piedras, detrás de las cuales pensaba ver sin ser visto. A las plantas del brujo se veía una amplia losa, casi redonda, con una argolla de hierro en medio.

Pronunció algunas palabras en lengua para mí desconocida, pero que no era -creo estar seguro de ello- el árabe ni el kabileño. Una cuerda con garruchas, suspendida de no sé dónde, cayó a sus pies; unos cuantos de los asistentes la engancharon a la argolla de la piedra, y a una señal, veinte brazos vigorosos tiraron a la vez, elevando la losa, que parecía muy pesada, y, desviándola hacia un lado.

Vi entonces algo como la boca de un pozo, con el agua a un metro, aproximadamente, del borde. ¿Agua he dicho? Ignoro qué clase de horrible líquido fuera aquél, recubierto de una irisada costra, a trechos interrumpida y rota, que dejaba traslucir un negro y repugnante lodo.

De pie, junto al brocal del pozo, se veía al brujo, con la mano zurda en la cabeza de la muchacha y haciendo signos extraños con la derecha, mientras pronunciaba no sé qué suerte de sortilegio en medio del recogimiento general.

De vez en vez alzaba la voz, como si llamara a alguien, gritando: «¡Dyumán! ¡Dyumán!»; pero nadie aparecía. Al mismo tiempo, girando los ojos y rechinando los dientes, lanzaba roncos gritos que no parecían salidos de un pecho humano. Las marrullerías de aquel viejo tunante me exasperaban y llenaban de indignación, y tentado estuve de arrojarle a la cabeza una de las piedras que tenía a mano.

A la trigésima vez acaso de aullar el dichoso nombre de Dyumán, vi estremecerse la irisada costra del pozo, a cuyo signo toda la muchedumbre se hizo atrás, quedando únicamente el anciano y la muchacha al borde del agujero.

De improviso, una inmensa burbuja de azulado fango elevóse del pozo, surgiendo de ella la enorme cabeza de una serpiente de un gris lívido y de fosforescentes ojos.

Involuntariamente hice un esguince con el cuerpo, oí un grito y el ruido de un cuerpo pesado al caer en el agua.

Cuando volví a mirar, una décima de segundo después acaso, sólo encontré al brujo a la boca del pozo, en el que el agua burbujeaba aún. Entre los restos de la irisada costra flotaba el pañuelo que cubría antes la cabellera de la muchacha.
(1829)