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2016-10-30 00:00:00

Desde FICM: «Tempestad» y «Los niños de la cruz»; vidas cooptadas

Por Samuel Lagunas

Desde Morelia, Michoacán

Uno de los documentales más esperados en esta edición del FICM era el segundo largo de la realizadora salvadoreña Tatiana Huezo que con “El lugar más pequeño” (2011) consiguió de inmediato un grato reconocimiento por parte del público y de la crítica. “Tempestad” (2016) llegó a Morelia tras una larga serie de exhibiciones en distintos festivales internacionales y nacionales de ahí que la expectativa para quienes lo veríamos por primera vez era alta; por fortuna, esta expectativa fue cabalmente cumplida.

“Tempestad” narra de forma alternada dos historias de vida tan desgarradoras como indignantes. Por un lado, Miriam vive en Tulum, Quintana Roo, y trabaja como funcionaria en la Secretaría de Relaciones Exteriores. Una mañana, como cualquier otra, se despierta, prepara el biberón a su hijo y sale a la oficina. Cuando llega allí le notifican que tiene que salir de urgencia, junto con otros trabajadores, rumbo a la Ciudad de México para una reunión extraordinaria. Al llegar al aeropuerto de la capital del país un convoy de patrullas la espera a ella y al resto de los pasajeros y los detiene arbitrariamente como responsables del delito de trata de personas. De inmediato es enviada a una prisión en Matamoros, Tamaulipas, donde el abogado de oficio le deja en claro el asunto: ella es ahora un “pago”. Hay que entregar a alguien a las autoridades y ella es ese “alguien”. El penal en el que es ingresada no es como cualquier otro -o tal vez sí- ya que se encuentra comandado por el cártel de los Zetas quienes se hacen cargo de todo el funcionamiento al interior de las instalaciones tanto femeninas como masculinas. A partir de ese punto, Miriam -en una intrigante voz en off-, hace un recuento de las funestas experiencias vividas al interior que acabaron deformando su carácter y sus emociones hasta generar en ella miedos hasta entonces desconocidos. La narración de Miriam, sin embargo, no se reproduce en imágenes tremendistas ni en crestomatías; en vez de ello, y he ahí el gran acierto de Huezo, la voz en off acompaña el viaje (road movie, la han catalogado) que emprende un ente anónimo de Matamoros a Tulum. Por momentos, la narración empata con las imágenes (la espera en la terminal, el viaje en autobús) pero la mayor parte del tiempo las imágenes adquieren vida propia complejizando el dramatismo del relato al mismo tiempo que lo dotan de un nuevo y más profundo significado. La indignación, en vez de ser una respuesta visceral por parte el público, se produce después de un proceso reflexivo e intelectual: es más meditada y, quizá por ello, más fecunda.

Contrario al anonimato inteligente que transforma una experiencia individual -la de Miriam- en un hecho social y colectivo, se presenta la historia de Adela, una payasita de circo. En estas secciones, el tono confesional es más evidente e inmediato: es un rostro específico el que devela, tras un vivo relato de la vida circense (no ese edulcorado espejismo que dio la película de Bichir), la experiencia fatídica del secuestro de su hija. Con una estructura mucho más convencional, Huezo logra transmitir a lxs espectadores la familiaridad y amistad que existe entre el grupo de mujeres que acompañan a Adela, así como su duelo compartido.

“Tempestad” tiene un final tan ambivalente como hipnótico: mientras que Adela no cede ante los embustes policiacos y las amenazas y se resiste a abandonar la investigación, Miriam logra llegar a Tulum y lucha ahora con el difícil proceso de reinserción a la vida familiar: ni siquiera la relación con su hijo es la misma, el vínculo de amor es amenazado por el de un miedo expansivo. “Tempestad” evita las soluciones fáciles y los ensueños de reconciliación: las historias de Miriam y Adela atisban la realidad de un México donde las consecuencias de la violencia y del desastre inmisericorde de la impunidad apenas comienzan a brotar.

Si el segundo largo de Tatiana Huezo está impregnado por una clara voluntad estética, aunque sin abandonar una actitud crítica de denuncia, el primer largo documental de Jaime Villa no logra superar lo etnográfico. “Los niños de la cruz” (2016) emplaza la cámara en los pasillos del internado Coronel J. Cruz Gálvez en Hermosillo, Sonora, para adentrarnos en la cotidianidad de las niñas y los niños que ahí estudian-viven. Después de una experiencia bastante larga como profesor en el internado, Villa logra generar en el público una sensación de invisibilidad de la cámara que permite suponer la autenticidad del comportamiento de las y los niños así como el de las y los profesores. A través de regaños, juegos, travesuras, riñas y útiles secuencias donde son los niños quienes toman el control de la cámara, Villa desarrolla el argumento que, de manera poco clara, intenta privilegiar las vidas de Gabriel y Esther. La gran cantidad de personas que intervienen en el internado no es bien manejada por Villa provocando que “Los niños de la cruz” se sienta pesada y sin rumbo. Asimismo, hay una sensación de ahistoricidad que queda patente en la poca información que se otorga del internado dentro de la película; nada se dice sobre su hondo peso en la historia de Hermosillo ni de su relevancia en el pasado. Además, “Los niños de la cruz” en vez de proporcionar una descripción densa, genera la ilusión de que el internado es una isla sin conexiones con la sociedad a no ser por los vínculos familiares de los niños. Aún en su vocación etnográfica, el documental de Villa resulta deficiente.