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2016-10-26 00:00:00

Seis películas sepulcrales para Día de Muertos

Por Pedro Paunero

Este primer listado de títulos que ver para el Día de Muertos (que acompañará al listado de películas para Halloween), pretende ofrecer variedad en cuanto a forma (género) y duración (metraje), en cintas cuya trama tenga un trasfondo sepulcral, un viaje desde la reflexión hasta el mero entretenimiento: desde el documental (rodado por un genio como Sergei Eisenstein), el cortometraje (con un cuento parafílico), la leyenda folklórica (en una cinta de la época de oro del cine mexicano), la comedia (en la que Miroslava Stern luce su belleza), la película para las grandes masas (una película muy “ochentera”) y la cinta de bajo presupuesto que alcanza, no obstante, altas cotas artísticas.


El desastre en Oaxaca (Sergei Eisenstein, 1931)

Entre el kilométrico material rodado en México, por el genio ruso del cine, Sergei Eisenstein, que comprende la legendaria y malhadada cinta ¡Que viva México! (1930), se cuenta el único documento visual del terremoto acontecido en el estado de Oaxaca el día 14 de enero de 1931. Este breve documental, de menos de 12 minutos de duración, comprende las escenas aéreas rodadas desde el avión que llevaría al cineasta y equipo al arruinado aeropuerto el día 16, tomando el paisaje volcánico, los caminos serpenteantes, el río Atoyac con su cauce desviado y la ciudad destrozada vista desde arriba; ya en tierra, en escenas desnudas y directas, Eisenstein filma las multitudes indígenas azoradas, en las calles completamente destruidas; los muros derrumbados y los monumentos históricos reducidos a escombros; la democracia del desastre nos es mostrado a través de escenas de casas palaciegas, cuyos escombros yacen por los suelos, a la par que los restos de las casas pobres, junto a iglesias con los altares fastuosos caídos en tierra o los iconos de los santos de rostros y actitudes piadosas, recortados contra los campanarios quebrados, en tomas hermosas y conmovedoras.

Cuando Eisenstein nos traslada al cementerio, vemos el muro ancho, enmarcado entre y detrás de dos árboles, caído en diagonal y dejando ver claramente los nichos en que asoman las calaveras, los ataúdes y los huesos. Pero también el fuego, que brota de la profundidad oscura de los nichos, es testigo mudo de las medidas desesperadas, tomadas para incinerar los restos de las víctimas del cólera morbus que azotara la población en 1860, para evitar un nuevo brote epidémico. Se abre después la crónica visual y trágica del templo de Mihuatlán cuyos muros cayeran sobre el sacerdote y 50 feligreses; nos lleva a la calle y atestiguamos el magro funeral de un niño y al General Pérez, encargado de las labores de salvamento, frente a su propia casa destrozada y al gobernador Francisco López Cortés dando detalles del desastre, así como a las mujeres, arrodilladas y de espaldas, rezando mientras el ejército trabaja. Pero en la memoria nos quedamos con las impactantes escenas de los nichos en llamas y de un ángel, todavía adosado en una pared, en las alturas de un muro de iglesia, terco en su rectitud, a cuyo ícono Eisenstein denomina “el ángel de la muerte.”


El ahijado de la muerte (Norman Foster, 1946)

En el marco de la revolución mexicana un anciano que se ha acercado a un destacamento, al calor de la fogata, da cuenta de la historia de El ahijado de la muerte. Jorge Negrete interpreta a Pedro, cuyo ebrio padre, Dionisio, peón en una hacienda riquísima, busca, en pleno Día de los muertos, una madrina para su hijo. Entra al cementerio en plenas festividades y, al calor del alcohol, rechaza la propuesta de una mujer rica y de una mujer pobre para hacerse cargo del niño. Se presenta la muerte bajo el argumento de ser “tan poderosa como los ricos y tan buena como los pobres”, al tratar a todos por igual.

Pedro crece rebelde, asumiéndose ahijado de la muerte, doblegando la voluntad del hijo del patrón y, alcanza la hombría como caporal. Por supuesto, no faltarán las canciones, las escenas costumbristas y el enamoramiento entre Pedro y la hija del antiguo patrón, a pesar de la oposición del hermano de aquella, viejo amigo de Pedro, convertido en patrón duro y cruel.

Pedro se convierte en defensor de los oprimidos y la historia se desliza, definitivamente, hacia el melodrama: se une a una banda de forajidos, ofrenda su revólver en el altar del Día de Muertos, monta a un hombre de la ley sobre un caballo al más puro estilo del Cid campeador, para que le disparen mientras él toma a la hermana de su detestado patrón; al mismo tiempo los acontecimientos sobrenaturales –o que parecen sobrenaturales-, se suceden. Los nexos comunes, avant la lettre, con Macario (Roberto Gavaldón, 1960) son evidentes, pero también denotan su origen arquetípico: las fábulas, leyendas y tradiciones populares de las cuales se desprenden. Esa base sobre la que se sustentan, es la que las convierte en obras con un lenguaje universal. 


La muerte enamorada (Ernesto Cortázar, 1951)

Fernando (Fernando Fernández), un vendedor de seguros de vida, a quien todo le sale al revés, y que varias veces ha ofrendado años de su vida a cambio de compensaciones, se encuentra con la muerte personificada (Miroslava Stern), que se le presenta en su aspecto más sensual, al descontarle los años de gracia. Tasia, la muerte, le concede 15 días a Fernando para arreglar sus asuntos, a cambio de vivir ente su familia: Minerva, su mujer (Esperanza Issa) y su holgazán hermano con acento argentino (Jorge Reyes), su sirvienta respondona (Eufrosina García “la flaca”) y su pequeña hija Lulú (Marcela Quevedo).

Las situaciones equívocas, que conducen a la risa, se contrastan con algunas frases escalofriantes, como cuando la hijita del matrimonio le pide a Tasia un beso y esta le dice: “no chiquilla, ahora no, después te lo daré.” ¿Y de quién se enamora esta muerte hermosa y elegante? La respuesta es obvia: de la familia de Fernando y de las circunstancias humanas, en una palabra, de la vida.    


La rosa de hierro (La Rose de Fer, Jean Rollin, 1973)

El cine barato de Jean Rollin alcanza, por momentos, una estética insospechada, en la que juega un papel importante la cuidadosa elección de las locaciones: escenarios monumentales de rancia nobleza, elegancia europea, sofisticación arquitectónica, la belleza de sus actrices.

En La rosa de hierro, reconocida como su primera película sin trama vampírica y una de sus cintas menos incoherentes, también la poesía sostiene la historia. Las amantes vampiras ceden en esta ocasión a esta pareja joven que se da cita sobre las vías de los trenes abandonados, pasean en bicicleta y se besan apasionadamente. Cuando el chico tiene la ocurrencia de visitar el viejo cementerio, no se percatan de la hora, ni de la extensión del mismo. Bajan a una cripta en la que hacen el amor. La muchacha, temerosa y renuente al principio, cae en un éxtasis enfermizo que la conecta empáticamente con el lugar, encerrando a su pareja, momentáneamente, en la misma tumba donde se han amado. Cuando intentan salir del cementerio no pueden hacerlo, una fuerza extraña o la pérdida de la orientación por la sugestión, los retiene entre las tumbas que parecen paisajes laberínticos, entre las cuales deambulan desesperadamente en pos de la salida y de la luz de la mañana.

No faltan las situaciones o escenas ilógicas, surrealistas o, verdaderamente fuera de lugar, tan caras a Rollin, como las escenas en una playa (en la que la chica encuentra la rosa de hierro del título, que no es sino el herraje de un sepulcro) y el erotismo de los desnudos, con la voz en off, de la muchacha, paseando por una playa rocosa, mientras derriba cruces de hierro y recita el fragmento de un poema de Tristán Corbiére, que le viene bien a la morbidez de la trama, en esta cinta extraña y sensualista.  


Réquiem para Diana (Sergio Roberto Goyri, 2006)

Percival (Roberto Sosa), es el sepulturero en un cementerio y vive en una cabaña en el mismo, pero presenta extraños hábitos que exasperan a Don Rubén (Xavier López “Chabelo”), el encargado del panteón. Percival desatiende su trabajo y presenta un aspecto desaliñado, estragado, enfermizo. Cuando se enamora de Diana (Nur Rubio), desdeña a sus anteriores parejas; ella le parece distinta a las otras, más fiel, más hermosa pero que, a pesar de ello, comparte un rasgo común con todas sus novias: está muerta y recién desenterrada por él. La necrofilia, el amor y la soledad, inundan este cortometraje de temática controversial e impactante de mano de Sergio Roberto Goyri.  


Siniestra oscuridad (One Dark Night, Tom McLoughlin, 1983)

Cuando el físico ruso Karl Raymarseivich Raymar, fallece en su apartamento, se encuentran los cadáveres de cinco jóvenes amontonados en un rincón, y diversos objetos incrustados en las paredes: cucharas, tenedores, platos. Raymar, que investigaba la bionergía, se había convertido en un vampiro psíquico y había llegado a controlar sus poderes psicoquinéticos para atraer a sus víctimas, pero su cadáver inquieto se atravesará en la iniciación de Julie (Meg Tilly) que desea, fervientemente, ingresar en una hermandad femenina compuesta apenas por tres chicas, cuya líder vengativa no es sino la ex pareja despechada del actual novio de la novata.

La cinta no soslaya sus influencias del clásico contemporáneo, de culto, Fantasma de Don Coscarelli (Phantasm, 1979), como es el caso de su ambientación: largos y silenciosos corredores que se doblan, entre los nichos de mármol del mausoleo en pleno cementerio, donde la chica tendrá que pasar la noche, o su atmósfera de amenaza. Aunque demora en verdaderamente arrancar, los últimos minutos compensan la trama, cuando los poderes de Raymar obligan a salir de sus nichos y ataúdes a una horda de muertos putrefactos, que pondrán en fuga a víctima y victimarias.