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2015-01-20 00:00:00

El rodaje de una película clandestina: Jorge Fons y “Rojo amanecer” en el FIC San Cristóbal

Por Sergio Huidobro
Desde San Cristóbal de las Casas

El 2 de octubre de 1968, casi todo el movimiento estudiantil había abarrotado la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco. Faltaban pocos de los más comprometidos; entre ellos, Jorge Fons y Héctor Bonilla. El primero estaba en el ensayo general de una obra teatral, su pasión en aquel momento; el segundo estaba en Acapulco, actuando en el rodaje de una película que hoy recuerda como “siniestramente mala.” Faltaron al mitin y, quizá, salvaron la vida. Al enterarse de lo que había sucedido en la plaza, anidaron en silencio la intención de perpetuarlo en la memoria de toda una sociedad; aquella inquietud terminaría siendo “Rojo amanecer” (1989).

Más de dos décadas después, Jorge Fons fue homenajeado durante la primera edición del Festival Internacional de Cine de San Cristóbal de las Casas. Al tomar el micrófono, acompañado de Bonilla, ambos se dan permiso de recordar y desgranar varios secretos de la filmación de una película paradigmática en la construcción de la democracia, aunque sus alcances narrativos no sean menores que los éticos. En la cuarta jornada del Festival, Fons y su “Amanecer” son protagonistas absolutos, pues la cinta se proyecta en el Teatro Zebadúa como parte del homenaje al realizador; el relato de su gestación es producto del encuentro de Fons con la audiencia y con Corre Cámara.

“Bengalas en el cielo”, un ingenioso guión de ambiente claustrofóbico de Xavier Robles y Guadalupe Ortega, era el título inicial de un proyecto que se metió en el camino de otro mayor. Fons, director de teatro clásico español y graduado de la primera generación del CUEC, estaba empeñado en adaptar al cine “La casa de los espíritus.” Se reunió incluso con Carmen Balcells e Isabel Allende, pero el proyecto no llegó a fraguar a favor de Fons. Por la misma época, Bonilla recuerda haber estado “hasta la madre” de Televisa y en busca de otros proyectos.

El proyecto que unió a actor y cineasta tenía tintes suicidas: se trataba de recrear un testimonio desgarrador sobre la noche de Tlatelolco, producirlo como si la Secretaría de Gobernación no existiera e insertarlo en el circuito comercial de la cartelera mexicana. Soñar no cuesta nada. Bonilla insistía en la necesidad de que la película fuera exhibida en salas comerciales para que rebasara el nivel de “berrinche estudiantil” al que la habría condenado el circuito de festivales.

Alguien de confianza, dentro de la industria, leyó el guión y des-recomendó que lo enviaran a RTC, pues terminaría arrumbado en el fondo de un cajón sin que les dijeran nunca si estaba o no autorizado. Los guiones solían pasar por Gobernación para depurarlos de diálogos ofensivos para el gobierno o para eliminar algún desnudo, pero esto era diferente. “Bengalas en el cielo” resquebrajada la legitimidad misma del sistema político priísta.

Una filmación encubierta

Aunque hubieran pasado años y más de un sexenio desde 1968, el rodaje de la cinta tuvo que suceder a la sombra, en la clandestinidad, tanto o más que los auténticos mítines estudiantiles del movimiento. Para ello, la raquítica producción ocupó un departamento de Tlatelolco y vivió ahí sin que nadie que no estuviera involucrado pudiera sospechar que aquello era un set de filmación.

El propio Héctor Bonilla se estrenó como productor involuntario, arriesgando su patrimonio y escondiendo escenografía en su propio domicilio por cuatro meses. Él y María Rojo tenían carreras ya consolidadas que estaban en riesgo constante; los Bichir, jóvenes y poco conocidos, se estaban jugando algo más.

No hay en “Rojo amanecer” ningún plano de la plaza ni exteriores además de los ya míticos, en los últimos minutos. A pesar de ello, nadie que la haya visto puede borrarse de la mente las “imágenes de la matanza” que, en sentido estricto, no están por ninguna parte de la cinta. Los miembros del equipo salían del departamento a medianoche o en la madrugada, siempre después de revisar que no hubiera nadie sospechoso; acompañaban a las mujeres hasta sus vehículos o a sus casas, tomaban medidas constantes de seguridad y cuidaban los niveles de ruido o las palabras que no podían usar frente a otros.

Al terminar el rodaje, el revelado del negativo se hizo en la clandestinidad mediante un familiar de los encargados del laboratorio; Valentín Trujillo, co-productor junto a Bonilla, enviaron copias íntegras del filme a Los Ángeles y a La Habana, como una caja de seguridad.

La filmación de la cinta fue hija de la solidaridad: la hija de José Luis Cuevas era la continuista y fue el trabajo de asistentes anónimos lo que la sacó adelante ante el agotamiento del presupuesto, con dos ausencias notables: Gabriel García Márquez declinó su apoyo ante el temor de que su condición de extranjero lo expulsara del país, mientras que Carlos Fuentes, según testimonio de Bonilla, “ni siquiera aceptó leer el guión”; después de todo, era el mismo Carlos Fuentes que había proclamado un “Echeverría o el fascismo”, en defensa del ex secretario de Gobernación.

Las vías por las cuales “Rojo amanecer” se convirtió en una de las cintas más vistas del cine mexicano son un fenómeno aún oculto que amerita una investigación sustanciosa. Con el paso de las meses, las copias “pirata” se multiplicaron; se organizó un pase en el Auditorio Ché Guevara de la UNAM en donde se regalaron casetes con copias mal grabadas y el río subterráneo de la cinta se convirtió en un rumor que podría haber dinamitado a cualquier dictadura que se preciara.

No todas las consecuencias de esta aventura pudieron celebrarse. El niño Ademar Arau, el actor que interpretaba a Carlitos, atravesó varias etapas de terapia psicológica y un prolongado trauma como resultado de la famosa secuencia final, la de “las escaleras”; al final, no volvió a probar suerte con las cámaras.

A juzgar por la respuesta de la audiencia en el FIC San Cristóbal, “Rojo amanecer”, que este 2015 cumple 25 años desde su retrasado estreno comercial, mantiene intacto su poderío gracias al talento de sus implicados, pero también como triste evidencia de que continúa siendo necesaria. Este “mito para abolir la censura, pero sobre todo, la auto-censura del cine mexicano” –las palabras son de Bonilla– sigue siendo el espejo deformado de nuestra siempre incompleta democracia.