El portal del cine mexicano y mas

Desde 2002 hablando de cine



Reporte de la semana

2014-11-22 00:00:00

Alejandro Galindo y el realismo cinematográfico mexicano

Por Eduardo de la Vega Alfaro

Para la gran Celia Barrientos y mi "tocayazo" Eduardo Patiño

Preliminar

Luego de muchos años de intensas polémicas acerca de su validez y preponderancia como estilo basado en ciertos principios ideológicos, hoy sabemos que lo que tiende a calificarse bajo el concepto de “realismo” es sólo una más de las diversas formas de la representación artística. Con una raigambre que se pierde en la génesis misma de la intrincada y compleja evolución estética, el realismo parece no tener fronteras precisas; en otras palabras, es uno de los estilos que bien pueden considerarse como universales. Aún así, la irrupción de los nacionalismos ha sido uno de los elementos que dotó a tal tendencia estética de ciertos rasgos que se pretendieron propios de cada país. En ese sentido, y por lo que se refiere al medio cinematográfico, a lo largo de la historia se ha hablado de “realismo primitivo italiano”, “realismo poético francés”,“realismo socialista soviético”, “realismo liberal estadounidense”, “neorrealismo italiano”, etc.

Con antecedentes que se remontan a la época de “El automóvil gris” (Enrique Rosas, Joaquín Coss y Juan Canals de Homes, 1919), serial que se basó en un caso real e incluso se filmó en algunos de los lugares donde habían ocurrido los hechos narrados y representados en pantalla, la cinematografía mexicana también ha intentado desarrollar y aún consolidar una tradición realista, misma que tuvo en Alejandro Galindo al más digno y significativo de sus cultivadores. Marcada por la época en la que diversos realismos alcanzaron su dimensión clásica, la obra de Galindo —enmarcada en los años 1938-1953— es una de las más significativas de la llamada “Época de oro” del cine mexicano, por lo que siempre amerita ser revalorada a la luz de nuevos hallazgos, enfoques y métodos de análisis.     



Esbozo biográfico

Nacido el 14 de enero de 1906 en la industriosa y pujante ciudad de Monterrey, estado de Nuevo León, México, Héctor Alejandro Galindo Amezcua fue hijo de un abogado que prestaba sus servicios a la célebre familia de los Madero, hacendados coahuilenses que pocos años después encabezarían el movimiento que derrocó a la dictadura liberal de Porfirio Díaz. Todo indica que Galindo vive una infancia azarosa, producto de los conflictos políticos entre los Madero y el general porfiriano Bernardo Reyes, entonces gobernador del mencionado estado. Hacia 1912, la familia Galindo sufre la pérdida de la figura paterna, hecho que la obliga a viajar por varios rumbos hasta asentarse en la Ciudad de México. La  Revolución Mexicana capitaneada por Madero y sus seguidores marcará en forma indeleble las ideas y las prácticas estéticas del futuro realizador, quien, durante su época de adolescente define su vocación cinematográfica al contacto con los “Serials” protagonizados por Pearl White y acudiendo a presenciar los escasos rodajes de películas filmadas en los Estudios México regenteados por don Germán Camús.[1] Otro factor influye de manera notable en dicha vocación: la influencia de Marco Aurelio Galindo, su hermano mayor, quien hacia 1919 se inicia en la crítica y el periodismo cinematográficos. Presionado por su madre, Alejandro Galindo se inscribe en la carrera de odontología, misma que abandona para que, con el apoyo y recomendaciones de Marco Aurelio, vaya a  dar con sus huesos a Hollywood, que por entonces vivía de manera intensa el proceso de transición tecnológica que culminaría con la plena incorporación del sonido a la imagen. En los estudios de “La Meca del cine” Galindo desempeña diversos oficios que le permiten alcanzar el privilegio de observar de cerca el estilo de trabajo de directores de la talla de Cecil B. de Mille y Gregory La Cava, esto al tiempo que inicia estudios de dramaturgia y narrativa en el Otis Art Institute y el Hollywood Institute of Script Writing and Photoplay, lo que también le ayuda a trabar contacto con otros mexicanos y latinos afincados en California que por entonces se disputaban las fuentes de trabajo ofrecidas por la producción de películas habladas en castellano.

Hacia fines de 1929 o principios del año siguiente ingresa a la Columbia Pictures Corporation, Ltd. para desempeñar el oficio de traductor y corrector de guiones en diversas cintas “hispanas” financiadas por dicha empresa.[2] Despedido de su trabajo por motivo de la crisis temprana del cine “hispano” y del “crack” de la economía capitalista estadounidense iniciado en 1929, Galindo regresa a México con un contrato bajo el brazo para colaborar con la Empire Productions, empresa fundada por el neoyorkino Maurice A. Chase con el objeto de seguir filmado cintas habladas en castellano, misma que en junio de 1930 anunció la instalación de una sucursal en la Ciudad de México. Sin embargo, en vista de que los ambiciosos proyectos de la Empire resultaron fraudulentos, Galindo inició sus trabajos como guionista de radio, lo que tal vez facilitó su eventual incorporación en el incipiente cine sonoro mexicano en calidad de autor del argumento y guión de “La isla maldita” (Boris Maicon, 1934), y de realizador del corto documental “Tierra de emperadores” (1935), filmado en locaciones del estado de Morelos como Cocoyoc y Oaxtepec. A partir de ese momento, su carrera fílmica empieza a consolidarse. En 1936 funge como guionista y dialoguista (éste último rubro compartido con Miguel Zacarías) de “El baúl macabro”, excelente cinta de misterio, y como actor secundario de “¡Esos hombres!”, melodrama de Rolando Aguilar; al año siguiente escribe los diálogos adicionales de “Ave sin rumbo”, filmada por Roberto O’Quigley, y finalmente debuta en plan de director de largometrajes con “Almas rebeldes”, drama situado en la época de la Revolución Mexicana producido y protagonizado por Raúl de Anda en que también comparten créditos de interpretación Emilio “Indio” Fernández, Guillermo “Indio” Calles, Eduardo “Nanche” Arozamena y la actriz Nancy Torres, de antecedentes en el Hollywood de las películas “hispanas” y a quien Galindo debió conocer en el rodaje de “Carne de cabaret”.

Vale la pena destacar que los inicios de esa carrera coinciden con los años de despegue del gobierno encabezado por Lázaro Cárdenas del Río  y con la etapa en la que el cine mexicano consolida su proyecto industrial gracias al repentino éxito de las “comedias rancheras” encabezadas por “Allá en el Rancho Grande” (Fernando de Fuentes, 1936). También es el periodo en el que alcanza su fase de plena madurez la labor de una parte de la pléyade de artistas mexicanos que, desde la década anterior, habían resentido la vigorosa influencia del realismo socialista, y a quienes tanto los movimientos políticos ocurridos en el país como la Guerra Civil Española y los inicios de la Segunda Guerra Mundial motivaron de forma por demás intensa para abordar temas que se consideraban dignos de un tratamiento “verista” al mismo tiempo que estrictamente nacionales. En el caso particular de México, el gobierno cardenista impulsó una “política de masas” (Arnaldo Córdova, dixit) que le permitiría arrancar concesiones materiales a la burguesía local e internacional, lo que dio por resultado el establecimiento de una impostergable Reforma Agraria, la expropiación de los recursos petroleros y la nacionalización de las redes ferroviarias, entre otras medidas progresistas.


Raúl de Anda y Alejandro Galindo en "Almas rebeldes"


Ejercicios de estilo

Sin duda, Galindo formó parte de la corriente artística mexicana para la que, en aquel contexto, se volvió prioritario, y aún necesario, abordar todo tipo de temas de una forma realista. Ya desde “Almas rebeldes” se hizo notoria la búsqueda de un estilo que privilegió el rodaje en escenarios naturales y un trazo de personajes verosímiles no sólo por la indumentaria militar que los caracterizaba, sino por su habla, gestos, manera de caminar y mirar, etc. Una larga secuencia de travesía en el desierto parecía evocar la trágica parte final de “Avaricia” (Greed, 1923-1924 ), la obra maestra de Erich von Stroheim, ejemplo supremo de un naturalismo que sólo en contadas ocasiones pudo cultivarse en el Hollywood del periodo clásico.

Con la filmación de “Refugiados en Madrid” y “Mientras México duerme”, Galindo comienza a consagrarse como el director mexicano mejor dotado para captar, con rigor y profundidad, temas entonces tan candentes como la Guerra Civil Española y el tráfico de estupefacientes. Cabe mencionar que ambas películas fueron filmadas en 1938, año en que el cine hecho en México alcanzó plenamente un carácter industrial con más de 50 producciones. En un panorama saturado de comedias vernáculas y de melodramas superficiales, géneros que dieron sentido a la entonces incipiente industria fílmica nacional, las obras de Galindo se distinguen por la aguda observación de las motivaciones sicológicas y sociales de sus protagonistas y, sobre todo, por su marcada atmósfera verista, cualidades que por supuesto no pasaron inadvertidas a Luz Alba y Xavier Villaurrutia, los críticos locales más exigentes de aquella época.

En El [Universal] Ilustrado del 9 de junio de 1938, Luz Alba señaló que “Refugiados en Madrid”, cinta en primera instancia identificada con la gesta republicana pero principalmente afín al derecho de asilo preconizado por el gobierno de Lázaro Cárdenas, estuviera inyectada de “tanta animación en los conjuntos que sólo así se explica que en ningún momento se refleje una acción  que no va más allá de un grupo de personas encerradas en una casa. Casi no ocurre nada: son incidentes provocados entre unas y otras lo que llena el tiempo; es pintura exclusivamente, excelente pintura de trazo ágil y fino, que podría ser un fiel trasunto de la realidad, si este buen embajador de película se pareciera un poco a ese otro que no hace mucho nos representó en España y se echó a la calle en materia de moralidad, según dicen [...]”.[3] Por otro lado, Xavier Villaurrutia (en la revista Hoy, 4 de junio de 1938) ponderó que la cinta hubiera alcanzado, entre otros, los siguientes logros, ello a pesar de sus no pocas limitaciones: “Un reparto numeroso, en el que cada actor tiene posibilidad de probar sus posibilidades y sus recursos, aseguró a ‘Refugiados en Madrid’ su originalidad de no ser un film hecho a base de una estrella, sino de muchos actores [...] Diferenciados hábilmente por el argumentista [Marco Aurelio Galindo], actuados con tino y dirigidos con un objetivo psicológico directo, los numerosos personajes de ‘Refugiados en Madrid’ interesan. Algunos llegan a apasionar por la fuerza de su trazo, por su caracterización que encontró en un actor adecuado un medio de expresarse. Así, el neurasténico que interpreta Jorge Mondragón, madura y estalla lógicamente ante nuestros ojos [...]”.

Refugiados en Madrid.


Como resulta fácil advertir en retrospectiva, a los comentarios de Alba y Villaurrutia sólo les faltó hacer énfasis en que el protagonismo colectivo que imperó en la cinta de Galindo provenía de la clara identificación del realizador y sus colaboradores más cercanos (Marco Aurelio Galindo, Celestino Gorostiza, Rafael F. Muñoz, Mauricio de la Serna y el fotógrafo Gabriel Figueroa) con el tipo de realismo cinematográfico vanguardista originado en la URSS desde mediados de la década de los veinte en las obras tempranas de Vertov, Eisenstein, Pudovkin y Dovjenko. Ello no era, en su momento y contexto inmediato, una audacia menor, toda vez que, por imperativos mercantiles, el cine mexicano de la época parecía cada vez más empeñado en ir a contracorriente de una realidad nacional y mundial que se antojaba cada vez más compleja. Ítem más: la trama del filme de Galindo se inspiró claramente en la “crisis de los refugiados” que confrontó al gobierno de la República con los representantes de varias de las embajadas latinoamericanas asignadas en Madrid. [4]

A propósito de “Mientras México duerme”, Luz Alba (en El Universal Ilustrado, 3 de noviembre de 1938) destacó que desde el principio de la cinta se adivinaba a un director “[...] que tiene sentido de la técnica fílmica. Los balbuceos infantiles, en los que todavía nada perdido el cinema nacional, están muy lejos. La acción es rápida, lógica, natural; la cámara no gasta tiempo en detalles que no aporten algún valor al desarrollo, ni los personajes parecen seres ficticios, que hablan, maquinalmente, cosas de escasa significación [...]. Galindo escogió un tema sobre el tráfico de drogas, y aunque no hace nacionalismo, logra, en cambio, buen cine, cosa que para la industria fílmica tiene mayor importancia que la mala pintura mexicana. Si en su personaje central hay alguna influencia del gángster de Hollywood, no importa: su criatura vive y eso basta [...]”. A su vez, Xavier Villaurrutia (Cf. Hoy, 5 de noviembre de 1938) apuntó que: “[...] Alejandro Galindo [...] ha evolucionado progresivamente. De ‘Refugiados en Madrid’ [...] a ‘Mientras México duerme’, hay, desde el punto de vista exclusivo de la dirección, un progreso apreciable. Tiene el joven director mexicano instinto cinematográfico, visión y malicia. Sabe y demuestra, en la medida de lo posible y con sólo ligeras excepciones, que la cámara no debe permanecer inerte, sino, por el contrario, convertirse en el privilegiado testigo curioso, en el anhelante cazador de la acción. Por ello la emplaza con acierto para registrar la acción desde ángulos diversos; la mueve para acompañar a los personajes; la hace girar para perseguirlo, la tiene, en una palabra, en constante actividad [...]”.  Inspirada en un caso de nota roja (el sonado y horrible crimen del propietario de una botica que al parecer se vio envuelto en líos con una banda de narcotraficantes), “Mientras México duerme” es un soberbio ejercicio de estilo dentro de lo terrenos del más puro realismo cinematográfico tal como éste se concibió y practicó a lo largo de la década de los treinta; de ahí que su realizador se volcara por el uso del montaje sintético y la profundidad de campo, elementos que le permitieron dar a su película la atmósfera y el ritmo adecuado que la hicieron emparentar con algunas de las mejores muestras del “realismo poético francés” (“Los bajos fondos” – “Les bas fond”, 1936- y “La bestia humana” – “La bete humaine”, 1938-  de Jean Renoir; “Pasión fatal” – “Quai des brumes”, 1938 y “Hotel del norte” – “Hotel du nord”, 1938-, de Marcel Carné), pero también con los temas y la estética del Josef von Sternberg de “La ley del hampa” (Underworld, 1927), “La última orden” (The Last Commnd, 1928), “La redada” (The Dragnet, 1928) y “Los muelles de Nueva York” (The Doks of New York, 1928), y del Howard Hawks de “Caracortada” (Scareface, 1931).

Por lo demás, “Mientras México duerme” es la más digna precursora del cine mexicano de tema urbano y, concretamente, del ubicado en los barrios bajos con su cauda de personajes proletarios y lumpenproletarios, siempre en lucha contra las adversidades sociales y culturales. No fue casual que otro crítico cinematográfico de la época, René Capistrán Garza, destacara la precisa manera de Galindo para representar a los “admirables empleados del garage”, mismos que poseían “el estilo, la fisonomía mexicanísima, maliciosa, socarrona, burlesca, agresiva, inconfundible y única de nuestro mexicanos de tal ambiente, con sus modismos, sus gracias y su ingenio picaresco y agudo”.[5]

El periodo de esplendor

Luego de un primer interludio representado por películas menores y comerciales tipo “El muerto murió” (1939), “Corazón de niño” (1939), “El monje loco” (1940), “Ni sangre ni arena” (1941, parodia protagonizada por Mario Moreno “Cantinflas”) y “El rápido de las 9:15” (1941), ninguna de ellas exenta de buenos momentos por lo que se refiere a la eficacia narrativa, la carrera de Alejandro Galindo alcanzaría, durante los cuarenta y primero años de la década siguiente, su periodo de madurez y mayor fecundidad artística. Tal ciclo dio comienzo con “Virgen de medianoche” (El imperio del hampa), cinta filmada en 1941 para la empresa Ixtla Films del actor y galán Jorge Vélez, a su vez protagonista de otra historia que, al igual de “Mientras México duerme”, se ubicaba en los arrabales de la Ciudad de México. Paréntesis estadístico: un año antes de la realización de esta cinta, el Censo General de Población y Vivienda efectuado por el gobierno mexicano había arrojado los siguientes resultados: del total de la población, mismo que ascendía a 19, 653, 552 habitantes, el 79% (15, 700, 300) vivía en zonas rurales; la población urbana (3, 953, 252) ocupaba el restante 21% de dicho total y se asentaba en 56 localidades, de las cuales tan sólo la capital del país concentraba 1, 559, 782 habitantes. Demasiado tributaria del cine policíaco promovido por la Warner Brothers, “Virgen de medianoche” intentó captar con justa precisión algunos aspectos de la realidad mexicana de aquel entonces como el impacto que tuvo entre ciertos sectores de clase media capitalina el movimiento estudiantil que, promovido desde sectores de la derecha y en el clima de oposición ideológica desatado por expansión de los fascismos en Europa y la Segunda Guerra Mundial, pretendía detener los embates de la “Educación Socialista” promulgada por el gobierno cardenista. Más importante que eso fue el hecho de que en dicha película el estilo de Galindo, basado en el plano-secuencia, un ritmo ágil y diálogos extraídos de la jerga citadina, se siente mucho más sólido y por lo tanto plenamente comprometido con el tema que aborda.

Tras la realización de otros dos productos de escaso valor artístico y social (“Konga roja” y “Divorciadas”, ambas de 1943), el caso de “Tribunal de justicia” (1943) vino a representar un salto cualitativo en las concepciones realistas del cine de Alejandro Galindo, ello a pesar de la cinta ubicó su trama en los Estados Unidos, lo que se justificó por el hecho de estar inspirada en un asunto de nota roja de resonancia internacional: el juicio seguido a quienes perpetraron el secuestro y crimen del pequeño hijo de Charles Lindberg, personaje que había ganado fama gracias a sus hazañas aereonáuticas. Con espléndida fotografía de Jack Draper y diálogos fluidos de Nemesio García Naranjo y René Capistrán Garza, destacados escritores e ideólogos de derecha, la obra fílmica de marras pretendió ser una virulenta crítica a la degradación de los valores morales en la sociedad estadounidense. Como acertadamente apuntara Emilio García Riera, el realizador, “cineasta de vena moralista y polémica, se aplicó a atacar con vehemencia un sistema mercantilita capaz de convertir la sala de un juzgado en un circo innoble. Extremó incluso la caricatura: un locutor narraba el juicio por encargo del cereal ‘Besos de cupido’; dos directores de periódico competían ferozmente en sus ofrecimientos a los personajes del juicio: uno de ellos [...] se decía dispuesto a comprar las opiniones del presidente del jurado y ofrecía publicarlas junto a la tira cómica de ¡Donald Duck’; un vendedor ofrecía fotos de la ‘escalera trágica’ ligada con el caso que se juzgaba; una señora insistía neciamente en haber sido robada durante el juicio; el público cruzaba apuestas sobre el veredicto del jurado. Etcétera [...]”.[6]

Ubicada casi por completo en la amplia sala de un tribunal (prolongación de la embajada de “Refugiados en Madrid”), la cinta hizo pleno alarde de montaje sintético y del reiterado empleo de la profundidad de campo, lo que la convirtió en un notable ejemplo de que lo que podría denominarse como cine “experimental”. Ello al tiempo de que, al satirizar de manera feroz la paranoia de la clase media estadounidense en época de guerra, Galindo se mostró afín con una de las corrientes del nacionalismo en boga, hondamente preocupada por encontrar o establecer una “filosofía del mexicano” que permitiera ingresar a la modernidad sin perder lo que se consideraban como la mejores tradiciones éticas surgidas a lo largo de la intrincada historia del país.

Luego de intentar en vano sacar a flote los pueriles argumentos de un par de obras tan fallidas como escasamente ambiciosas (“La sombra de Chucho el Roto” y “Tú eres la luz”, ambas de 1944), los afanes realistas de Alejandro Galindo pudieron alcanzar una nueva dimensión en “Campeón sin corona” (1945), cinta financiada por la empresa del ya mencionado Raúl de Anda, para entonces convertido en uno de los más destacados integrantes de la “burguesía cinematográfica mexicana”. La nueva incursión de Galindo dentro de la tendencia con la que se sentía plenamente comprometido fue, en primera instancia, una biografía velada de Rodolfo “El Chango” Casanova, pugilista surgido a la fama inmediata desde el conocido barrio de La Lagunilla, espacio marginal de la capital mexicana, personaje que muy pronto fuera víctima de su incapacidad para sostenerse en el pináculo. Al mismo tiempo, la película se ofrecía como un destallado estudio psico-sociológico de las condiciones históricas, raciales y culturales que, según cierta perspectiva de la época, determinan el “complejo de inferioridad”  supuestamente que lastra al mexicano y que, por tanto, le impide salir del subdesarrollo. Tal premisa, bastante cuestionable y que por entonces era objeto de análisis y debates por parte de filósofos como Samuel Ramos y José Gaos, no fue obstáculo para que la obra fílmica galindiana se convirtiera, por oposición al ínfimo y pedestre cine folclórico y melodramático de esa misma etapa, en la hasta ese momento mejor exploración de la cinematografía mexicana en el “alma del arrabal”. Al menos dos factores confluyeron para ello. En primer término, resultó claro que por vez inicial en su carrera, Galindo pudo y supo rodearse de un excelente equipo del que también formaban parte el guionista Gabriel Ramírez Osante, el espléndido escenógrafo y pintor vanguardista Gunther Gerzso, y los magníficos intérpretes David Silva (que a partir de esa película se convertiría en el “actor fetiche” del realizador), Amanda del Llano, Carlos López Moctezuma, Fernando Soto “Mantequilla” y Víctor Parra.

Por otro lado, la vida cotidiana de la Ciudad de México había desarrollado una amplia y compleja cultura urbano-popular de la que Galindo se nutrió a plenitud, lo que le permitió plasmar con gran emotividad momentos como el  ocurrido en un salón de baile donde con voz estentórea el locutor pregonaba una frase al estilo de “¡Hey, familia, danzón dedicado al boxeador mexicano que nos visita ‘Kid Terranova’ y a la dama que lo acompaña!”, dicho lo cual el protagonista parecía haber logrado uno de los pináculos del sueño de ascensión largamente acariciado. Pletórica en ese tipo de finos detalles y matices, la cinta captó de manera impecable tanto el lenguaje citadito como el mundillo del boxeo, que en las décadas posteriores vendría a ser germen de arraigadas mitologías urbanas. Y si de algo sirvió que Galindo hiciera “Campeón sin corona” fue para demostrar plenamente que el cineasta mexicano poseía un estilo maduro al tiempo que estaba sintonizado con las manifestaciones que hacia finales de la Segunda Guerra Mundial ya preconizaban la inminente eclosión del neorrealismo italiano y del realismo liberal hollywoodense, las dos vanguardias fílmicas de una época marcada por la decepción y la ignominia.

Superado su compromiso de intentar en vano darle coherencia a dos producciones de la Ramex, filial mexicana de la RKO (“Los que volvieron”, 1946 y “Hermoso ideal”, 1947), y a una buena comedia ranchera financiada por Raúl de Anda (“El muchacho alegre”, 1947), Galindo retornó al cine de ambiciones veristas con “¡Esquina... bajan!” y “¡Hay lugar para... dos!”, díptico patrocinado en 1948 por la empresa fílmica de los hermanos Rodríguez Ruelas, quienes ese mismo año habían obtenido éxito rotundo con “Nosotros los pobres” (Ismael Rodríguez, 1947), cinta que con el paso de los años sería proclamada como la obra cumbre del melodrama urbano hecho en México. Para ambas películas Galindo recurrió de nuevo al respectivo talento de Gunther Gerszo, David Silva y Fernando Soto “Mantequilla”, a quines vino a agregarse el fino trabajo del camarógrafo José Ortiz Ramos. A partir de las vicisitudes cotidianas y sentimentales de un joven trabajador del volante, nuestro cineasta se observa preocupado por tratar de explicar el trasfondo de una conducta que parece tipificada pero que al final de cuentas se revela mucho más compleja de lo que vemos. Por lo tanto, Galindo requirió de una película de dos partes para así poder desplegar todo un fresco citadito que involucra lo mismo la fiel descripción de una jornada laboral que la aproximación compasiva a las pulsiones amorosas del protagonista. Se trata, pues, de otro estudio psico-sociológico como el que ya había sido emprendido en “Campeón sin corona”, pero con otras aristas y una mayor densidad dramática. En tal sentido, el héroe de “¡Esquina... bajan!” y secuela es todavía más complejo que el pugilista que, tras paladear las mieles del triunfo deportivo y social, terminaba su carrera inmerso en la degradación y el alcoholismo. Esa manifiesta vocación,  realista en primera instancia aunque no exenta de ingenuidad, terminaría por convertir al cine urbano de Galindo en un referente ineludible de la violenta irrupción de la modernidad en México.

No hay que olvidar que estamos en una época en la que el país vive bajo el mando del primer gobierno civil en mucho tiempo y que, como consecuencia de la expansión industrial, su ciudad capital estaba creciendo a un ritmo vertiginoso; por tanto, resultaba urgente encontrar nuevas formas de identidad para sus múltiples habitantes. Galindo operó esa búsqueda entre un grupo de entrañables personajes que en el mencionado díptico se refugian bajo el manto protector del sindicato y que, aún a contracorriente de sus instintos y su escasa o nula formación escolar, deben anteponerlo todo en función de una solidaridad gremial que los define y parece otorgar pleno significado a sus existencias. Por vez primera en el cine mexicano, los mitines, las asambleas generales, los discursos demagógicos y demás parafernalia política adquieren vivacidad y contundencia visual, esto a pesar de que estamos muy lejos de que impere en ella una ideología radical. Incluso, la parte del díptico referida a al mundo laboral puede leerse como un trasunto de los conflictos sindicales ocurridos por esos años en el seno de la industria cinematográfica, conflictos en los que Galindo tuvo una destacada participación que a la postre ayudaría a convertilo en el indiscutible líder de la sección de directores del flamante Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica.

En plenitud de facultades creativas, entre “¡Esquina... bajan!” y “¡Hay lugar para... dos!”, Alejandro Galindo se dio el lujo de poder filmar “Una familia de tantas” (1948), película que con el paso del tiempo se consagraría como su obra maestra absoluta. La trama del film revela la capacidad de Galindo, también autor del argumento y el guión, como agudo observador de la vida cotidiana de las familias que formaban parte de la entonces pujante clase media mexicana, pero sobre todo del amplio sector que de dicha clase se asentaba en la ciudad de México, principalmente conformado por burócratas, empresarios y comerciantes en pequeño, profesionistas liberales, trabajadores de la cultura y empleados administrativos de la iniciativa privada. Por lo que puede verse en pantalla, la obra es una calculada respuesta a las serie de convenciones que dieron forma y sentido a películas tipo “Cuando los hijos se van” (Juan Bustillo Oro, 1941), “Amor prohibido” (Arcady Boytler, 1944), “Los hijos de don Venancio” (Joaquín Pardavé, 1944), “El cuarto mandamiento” (Rolando Aguilar, 1948), “El dolor de los hijos” (Miguel Zacarías, 1948), “Cuando los padres se quedan solos” (Bustillo Oro, 1948), etcétera, modelos insuperables del melodrama familiar clasemediero, subgénero que se sintió inclinado en la defensa a ultranza del más rancio conservadurismo en materia política y social. La cinta, protagonizada por David Silva, Fernando Soler y Martha Roth, se desarrolla a partir de una dialéctica desplegada en cuando menos tres dimensiones. En primer lugar está presente una sorda lucha entre la tradición y la modernidad, encarnada ésta última por el entusiasta vendedor de aparatos domésticos, auténtico portavoz de inminentes e insoslayables trasformaciones sociales y culturales[7];  en segundo, se establece una aguda lucha de generaciones o, mejor dicho, de puntos de vista generacionales, que a diferencia de las películas arriba mencionadas, se resuelve a favor de los representantes de un sector juvenil que contempla su futuro con esperanza y optimismo; por último, pero no menos importante, existe una velada lucha de sexos en la que el padre (magistralmente interpretado por don Fernando Soler), cuya figura es depositaria del poder estatal y falocrático, se verá finalmente derrotado por el valor y la fuerza de la hija que, en un acto de suprema rebeldía (que en alguna medida anuncia las revueltas juveniles de la década de los sesenta), abandona el confortable hogar para unir su vida con la del hombre que ama.

Todo eso es ilustrado por Galindo a través de una riqueza de detalles y matices sustentada en la compleja síntesis de uso del plano secuencia y la cámara fija,  en el espléndido trabajo escenográfico de Gunther Gerzso y en la impecable fotografía de José Ortiz Ramos. Con “Una familia de tantas”, la obra y estilo de Galindo alcanzaron un rango muy próximo al de cineastas italianos como Vittorio de Sica, Guiseppe di Santis y Pietro Germi, quienes se habían encargado de orientar la estética neorrealista por senderos menor radicales que los descubiertos por Roberto Rosselini o Luchino Visconti, mostrándose más inquietos por captar, de manera sutil pero no menos crítica, los cambios operados en el ámbito de los valores morales[8].                        

"Una familia de tantas".
 

Consagrado como el director realista por excelencia dentro de la industria fílmica mexicana, entre 1949 y 1950 Galindo agregó otros cuatro títulos a su carrera artística; a pesar de moverse en variados géneros y asuntos, tres de ellos pueden considerarse como otras tantas incursiones en los terrenos del verismo fílmico. La muy desenfadada comedia urbana “Confidencias de un muletero” (1949) era un abierto homenaje a los conductores de autos de alquiler, lo que a su vez permitió al director mostrar muchas estampas cotidianas de la ciudad de México y, de forma simultánea, hacer una caricatura de la fauna urbana compuesta por policías, galanes, políticos corruptos, madres tan abnegadas como supersticiosas, obreros desprovistos de conciencia de clase, burgueses proclives a la delincuencia, etcétera, todo ello sin el menor apego a las convenciones melodramáticas que caracterizaban al cine burlesco mexicano de la época. Financiada por Producciones Azteca de César Santos Galindo (la misma empresa que había patrocinado “Una familia de tantas” y “Confidencias de un muletero”), “Cuatro contra el mundo” (1949), cinta inspirada en otro sonado caso de nota roja, permitió a su director explotar de nueva cuenta la veta de “Mientras México duerme” y “Virgen de medianoche”. Con mayor experiencia y más aplomo narrativo que en los casos anteriores, Galindo logró un muy loable estudio sociopsicológico que, a pesar de incurrir en burdas moralejas, alcanzó grados de verosimilitud poco frecuentes en la ya para entonces larga historia del cine hecho en México.

Por su capacidad para analizar in vitro las contradicciones morales y culturales que determinan la conducta de sus protagonistas, un grupo de delincuentes que huyen de la justicia hasta que terminan por autodestruirse, “Cuatro contra el mundo” es uno de los pocos clásicos de la corriente influida por la “serie negra” estadounidense, de la que toma la sobriedad de estilo (fotografía de Agustín Martínes Solares y escenografía de Gunther Gerszo) y el vigor que se requería para trascender una historia plagada de concesiones a la censura que, de manera muy sutil, pesaba sobre cualquier intento  por mostrar en las pantallas la otra cara del ingreso a México a la modernidad. Y a pesar de basarse en una de las más conocidas novelas de Benito Pérez Galdós, “Doña Perfecta” (1950) puede considerarse como un muy digno ejemplo de realismo “historicista”, toda vez que al adaptar las incidencias del mencionado texto galdosiano al México decimonónico en el que imperaron las luchas entre conservadores y liberales, Galindo volvió a enfilar sus baterías contra la intolerancia y la paranoia en las que se fundamenta el discurso de la derecha, aspecto ya abordado, de manera implícita, en “Una familia de tantas”. Pese a las debidas precauciones con las que Galindo abordó el tema, que por otro lado muestran a un realizador poco interesado en suscribir un radicalismo jacobino, “Doña Perfecta” es un magnífico ejemplo de un cine en que predomina un estilo rigurosamente verista, en este caso plasmado gracias a las sólidas aportaciones de José Ortiz Ramos y Gunther Gerzso en los rubros de fotografía y escenografía (cabe aclarar que el segundo de ellos también colaboró en la confección del guión). En tal sentido nos parecen desacertados los reparos que Emilio García Riera (en “Historia documental del cine mexicano”, op. cit., vol. 5, p, 312) puso a la película al señalar que “la crítica al espíritu conservador fuera hecha con timidez” y que justamente por ello el cineasta “pareció afectado por un ataque de circunspección bastante raro en él y se prohibió los desbordamientos, los tumultos y el menor asomo de espontaneidad [...]”. Una obra como la que inspiró la novela de Pérez Galdós reclamaba un sofisticado trabajo de puesta en escena fiel a la época histórica en que transcurría la trama, por lo que era necesario recurrir a motivos y diálogos tan rígidos como pretendía ser la protagonista del filme, muy bien interpretada por la célebre Dolores del Río.

Coda: últimos atisbos

En el año de la realización de “Doña Perfecta”, México ya contaba con una población de 25, 775, 123 habitantes asentados en 98,590 localidades. De esos totales, el 72.8% (18, 661, 920) vivían en áreas rurales, mientras que el restante 27.6% (7, 113, 253) lo hacían en las 84 localidades urbanas. Como parte del entonces vertiginoso crecimiento demográfico, en tan sólo una década la capital del país casi había duplicado su población (los registros oficiales del censo respectivo señalaron la cifra de 2, 872, 334) y el proceso de urbanización e industrialización no sólo era alentado por el gobierno en turno sino que parecía irrefrenable. Y a pesar de que en esa misma fecha la industria fílmica mexicana había alcanzado la cifra récord de 123 largometrajes producidos, comenzaron a hacerse evidentes los signos de una crisis no tanto de cantidad como de calidad. En ese contexto, la carrera de Alejandro Galindo, al igual que ocurrió con otros de los colegas más destacados de su generación (Emilio Fernández, Roberto Gavaldón, Julio Bracho, Ismael Rodríguez y Juan Bustillo Oro), entró en una prolongada etapa de decadencia, lo que en su caso se hizo evidente con la realización de un cine cada vez más comercial y rutinario. De ello son ejemplo películas al estilo de “Dicen que soy comunista” (1951), “El último round”, “Los dineros del diablo”, “Por el mismo camino”, “Sucedió en Acapulco” (todas ellas de 1952) y “Las infieles” (1953). Sin embargo, gracias al concurso de productores como José Elvira y Alfonso Patiño Gómez, Galindo pudo emprender un díptico de caracteres marcadamente realistas que vino a significar algo así como su canto de cisne en dos tiempos. Quizá no fue por azar que ambas películas fueran protagonizadas por David Silva y Víctor Parra y que contaran con respectiva fotografía de Rosalío Solano y Alex Phillips, dos de los mejores exponentes de la época.

De esta forma, algo de lo que fuera el mejor cine de Alejandro Galindo pudo verse todavía en “Espaldas mojadas” (1953), aleccionadora historia de un mexicano emigrado por necesidad laboral a los Estados Unidos, donde, como aún ocurre el día de hoy, era víctima de toda suerte de vejaciones y calamidades. A pesar de su desbordado nacionalismo, o quizá gracias a él, la película, después considerada como sólido precedente del llamado cine chicano, se mantuvo censurada por espacio de dos años supuestamente debido al temor de que el gobierno estadounidense pudiera sentirse ofendido ante momentos en los que se denunciaba la explotación y el tráfico de indocumentados como negocios redondos en los que intervenían las autoridades de ese país. Por su parte, “Los Fernández de Peralvillo” (1953), superficial y por lo tanto fallida crítica al arribismo que parece marcar la conducta de algunos sectores populares, todavía contenía momentos en los que la ciudad de México aparecía como un espacio al que la modernidad iba despojando de sus mejores virtudes de antaño. Basada en una obra teatral de Juan Manuel Durán y Casahonda y filmada en arrabales auténticos, la cinta fue, a su manera, un resumen de las preocupaciones, tics y estilo que caracterizan al cine de su autor.

Acaso como corolario de los afanes versitas de Galindo, las dos cintas de marras concluían con la muerte violenta de los respectivos personajes interpretados por Víctor Parra, sin duda uno de los mejores actores del cine mexicano de todos los tiempos. De ahí en adelante, la trayectoria de Alejandro Galindo, que antes de su fallecimiento ocurrido en la ciudad de México a los 93 años de edad aún filmaría ¡43! películas más (entre ellas dos curiosas semblanzas, una dedicada al músico Agustín Lara y otra al expresidente Lázaro Cárdenas), quizá muy a su pesar se fue alejando progresivamente de las preocupaciones y el estilo realistas que lo habían convertido en uno de los autores clásicos del cine de habla hispana, lo cual nunca será poca cosa.            

NOTAS

[1] Para mayores datos acerca de la vida y obra del cineasta, véase, sobre todo, el libro monográfico de Francisco Peredo Castro: “Alejandro Galindo, un alma rebelde en el cine mexicano”, CONACULTA-IMCINE-Grupo Editorial Miguel Ángel Porrúa, México D. F., 2000, 643 pp.

[2]  Es muy probable, entonces, que el cineasta mexicano haya colaborado en cintas como “El código penal” (Phil Rosen, 1930), “Carne de cabaret” (Christy Cabbane, 1931),  “El pasado acusa” (David Selman, 1931) y “Hombres en mi vida” (David Selman, 1931). Cf. Heinink Juan B. y Robert G. Dickson, “Cita en Hollywood. Antología de las películas norteamericanas habladas en español”, Ediciones Mensajero, Bilbao, España, 1990

[3] La autora del texto se refería al caso de  Ramón P. Denegri, embajador mexicano en España de enero a julio de 1937, cuya gestión se vio envuelta en una serie de escándalos y supuestos malentendidos, lo que obligó a Lázaro Cárdenas a retirarlo del que en ese momento era uno de los puestos diplomáticos más importantes para el gobierno de México.

[4] Acerca de este conflictivo tema véase el estudio de Mario Ojeda Revah incluido en el libro “México y la Guerra Civil Española”, Ed. Turner, Madrid, España, 2004, pp. 120-130

[5] Cf. Revista Cine, noviembre de 1938.

[6] García Riera, Emilio, “Historia documental del cine mexicano”, tomo 3, Universidad de Guadalajara, et. al., Guadalajara, Jalisco, 1992, p. 89

[7] El  historiador Álvaro Matute (Cf. “Prontuario de revoluciones domésticas”, en revista “Nuestra historia”, Ed. CEHIPO, México D. F., enero de 2001, pp. 13-21) toma a la película de Galindo como perfecta ilustración del hecho de que entre los años 1945 y 1955 “la producción y venta de aparatos electrodomésticos marcó un verdadero cambio en la vida cotidiana de México”, fenómeno que, agregaríamos nosotros, también ocurrió en muchos otros países del mundo occidental, sin estar exento de nuevas a más de diversas formas de penetración y expansión imperialista.

[8] Cf. Hovald, Patrice G., “El neorrealismo y sus creadores”, Ed. Riapl, Madrid, 1962, 297 pp., y Verdone, Mario, El neorrealismo italiano, UNAM, México D. F., 128 pp.