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Reporte de la semana

2024-03-07 00:00:00

Cine para revisitar: «El Bulto»: México a través de un coma

Por Matías Mora Montero.  
 
Nuestro México es como país y como concepto algo que siempre se nos escapa. Si bien se podría argumentar que este es el caso para el resto del mundo, en México la tendencia de los distintos sexenios y la influencia extranjera generan una extraña combinación que abre el camino a una constante brecha generacional, siempre creciente. Brecha que se explora de forma definitiva en la película mexicana “El Bulto” de Gabriel Retes que, estrenada en 1992, marca la unión de dos fenómenos moldeantes dentro de la historia de nuestro país durante el siglo 20: las marchas estudiantiles de finales de los años 60 e inicios de los 70 y la transición al absoluto neoliberalismo durante el salinato. 
 
La película inicia radicalmente, con una muestra al trágico suceso del Halconazo, irrupción violenta a una marcha estudiantil de 1971. Mientras vemos cuerpos siendo derrumbados, ejecutados sin piedad alguna, y se compilan las víctimas, la cámara pausa. Nos detenemos en Lauro, uno de los jóvenes que ha sido derribado, más no matado. Y en el lapso de un solo corte, nos encontramos en un hospital, veinte años más tarde. Lauro es una momia, su cabello le crece hasta por las orejas, sus ojos podrían muy bien estar cerrados con candado y requiere de la presencia y la fuerza de otros para tener un mínimo movimiento. De un cable se cuelga su vida, o más bien, de la voluntad de su familia de que aquel cable siga conectado. Sus hijos han crecido, uno de los dos, Daniel, nació después de que su padre entrará en semejante estado de vegetación, de modo que Lauro ni siquiera sabe de su existencia. 
 

 
Y la longeva esperanza que su familia tenía de que pudiera despertar se hace realidad, aquello ya les era hasta impensable, cuando la hija de Lauro, Sonia, irrumpe con la noticia de que su padre ha despertado. Empieza preguntando: “Abuela, ¿qué sería lo que más te emocionaría ahorita?”, la ingenua abuela responde que ganar la lotería, aunque asalta al llanto tan pronto la verdad se revela. Pero lo que da inicio como un gran milagro pronto se transforma en conflicto y catástrofe, pues Lauro no pertenece a esta época; el seguía a Lenin, escuchaba a los Beatles y es de espirítu nacionalista, pero se despierta al recién colapso de la URSS, el surgimiento de la música electrónica, el proceso de privatización del país por el cual se permite el TLC y se permea la idea de lo gringo como aquello que moldea la normalidad, al concepto de globalización como algo absolutamente dominante. 
 
Lauro está en estado de terror, se siente fuera de tiempo, fuera de espacio. En una escena clave, donde la dirección y actuación de Retes, como el propio protagonista, deslumbran, el personaje se observa por primera vez al espejo, un hijo que no conoce carga su débil cuerpo, el cual tampoco reconoce. Hay una vista con horror a sus arrugas, su inicial perplejidad, su delgadez… el paso de dos décadas que él percibió como el paso de un día a otro. Nos sigue repitiendo durante la película: “yo dormí dos días”. Su impulso, no solo primero, pero continúo y por ello lo que impulsa su desarrollo de personaje, es el rechazo: a su condición, a su nuevo México, inclusive y, sobre todo, a su familia, que ya no piensa ni habla como él. En cierta medida, esto mismo le pasa a la audiencia contemporánea de “El Bulto”, que ya no va por la vida diciendo “que suave, mano”, y que descubre en el brote de ciertas discusiones sobre el apoderamiento del neoliberalismo sobre el país verdades irrefutables de la condición política que nos ha encerrado como mexicanos. Ya no es una advertencia tanto como un pasado adentrándose al presente. 
 
Sucede lo mismo desde lo que observamos como audiencia, como cuando Lauro se va de cita romántica con Adela, amiga de su hija, al Zócalo. La explanada y las decoraciones por el 15 de septiembre nos resultan familiares, pero la forma de transitar y la forma y cantidad del tumulto de personas que lo habitan convierten a uno, un ser nacido en los 2000, en un nostálgico ante una CDMX que ni eso era, pero que era fiel a su etiqueta como el DF. 
 
Es interesante ver una película que sirve como un pasado mirando al futuro, y aquel pasado mirando a su propio pasado, siendo un espectador que cumple, en cierta medida, una cierta función. El mexicano como individuo siempre será cosa del pasado ante un paisaje político que a nadie perdona. Pero Lauro es un rebelde adherido a sus convicciones y atacado por una situación injusta, el perder veinte años de su vida no es comparable con nada, se vuelve brusco, violento, aleja a aquellos que tanto cuidado le han brindado, incluso cuando tan solo era “el bulto”. 
 
Entonces debe, como personaje, pero a la par como fragmento de una ideología en decadencia, encontrar su camino al perdón. Esto conlleva una ágil integración de símbolos durante la película, que tienen todo que ver con el cómo Lauro se encomienda a conectar con sus dos hijos, a verlos directamente a los ojos, a alzarse de su silla de ruedas y caminar a ellos, haciendo, así, un final memorable y lleno de esperanza, tanto para el personaje como para el país que habita, donde, quizás, no todo tiene porque ser oscuro y olvidado, quizás algunas ideas pueden coexistir, con tal de mantener la flama de la lucha viva. Pensemos, por ejemplo, en que su hija es parte de una obra que denuncia la contaminación en la ciudad, las enfermedades que causa y la complicidad que muestra el gobierno ante algo así. Cuando Lauro y su corazón ardiente en enojo se den la oportunidad de escucharla y aprender, un orgullo como padre despertará.