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2023-09-29 00:00:00

Crítica: «Saw X» o Jigsaw en tiempos de la gentrificación

Por Pedro Paunero

“Todo lo que vive ha de morir”
William Shakespeare. Hamlet

En “Vigilar y Castigar”, el filósofo francés Michel Foucault apuntó:

“Es feo ser digno de castigo, pero es poco glorioso castigar”.

El arquitecto  John Kramer (Tobin Bell) padece cáncer en estado avanzado, así que busca una solución desesperada, típica de alguien que no tiene nada que perder. A través de Henry Kessler (Michael Beach), un ex paciente del médico experimental Finn Pederson (Donagh Gordon), de origen noruego, que se ha recuperado por completo, se entera que su hija, Cecilia (Synnøve Macody Lund), continúa su trabajo filantrópico en México, siempre escapando de las poderosas corporaciones farmacéuticas, a quienes estorba en su afán de acumulación de capital, a cambio de seguir proporcionando medicinas caras por las enfermedades que aquejan a la humanidad. Al poco de llegar al país, un taxista Diego (Joshua Okamoto), le da un recorrido turístico típico, enseñándole los hitos de la Ciudad de México, como el Monumento a la Revolución o el Ángel de la Independencia, en un visionado fugaz, así como una supuesta estatua del dios Tláloc, ante cuya presencia los aztecas rodarían los corazones arrancados a los sacrificados, escaleras abajo.

Diego lo lleva a las afueras de la ciudad, donde los intercepta, farsescamente, un comando armado,  que no tiene otra intención que asegurarse que se trata de Kramer y llevarlo a una hacienda abandonada, sin que este sepa el sitio geográfico exacto, en la cual se localiza una vieja planta de químicos que funciona como sala quirúrgica. Ahí conoce a la adolescente mexicana Gabriela (Renata Vaca), otra paciente exitosa, a la enfermera Valentina (Paulette Hernández), al anestesiólogo Mateo (Octavio Hinojosa), al cirujano Cortez (Okamoto), como al optimista Parker Sears (Steven Brand),  recién sometido a la operación a la vez que, mientras espera su turno, hace amistad con Carlos (Jorge Briseño), el pequeño hijo del cuidador, a quien ayuda a reparar la rueda de su bicicleta. Pero todo resulta un fraude -la cirugía jamás se llevó a cabo- y la mayoría de los habitantes de la hacienda resultan farsantes, a excepción del niño Carlos y su padre. Kramer llama a su cómplice, el detective Mark Hoffman (Costas Mandylor), y a Amanda Young (Shawnee Smith), quien le ayudará en el proceso de castigo de los culpables. La película, después de diez entregas contando esta misma, se sitúa temporalmente entre la primera parte y la segunda, y así debe verse, descubriendo los mecanismos mentales que han llevado a Kramer a convertirse en Jigsaw. 

Kramer es juez y parte, por lo cual su personaje se mueve fuera de la ley, imponiendo la suya, en una difusa como torcida moralidad, a través de la cual es capaz de salvar la vida de Carlos, el niño inocente, pero no la de  la drogadicta Gabriela, a quien se le da la misma oportunidad de enmendarse que a los otros -siempre que escapen de las trampas mortales, que necesariamente amputarán alguna parte de su cuerpo-, pues su libre albedrío la ha llevado al consumo de drogas, hasta caer en adicción y, por esto, a participar, como el resto, en el fraude. Ella, pues, habría elegido su perdición.

Jigsaw, el siniestro muñeco que funciona como alter ego de Kramer -Kramer mismo-, se mueve en esa sombra que cobija a un Robin Hood, a un Batman o a un Punisher, incluyendo al Juez Dredd, anti héroes por los cuales el público se pone de buena gana de su lado. Su justicia, fuera de la ley de los hombres es, pues, una anti-justicia -que no injusticia, y esto se debe tomar en cuenta siempre- propia de los semidioses. ¿A qué, si no, tanta apelación a la ética, al libre albedrío, a la elección de conducta? Por la teología y la mitología sabemos que el quehacer de cualquier dios se muestra por lo amoral, porque no se detiene en miramientos éticos, y lo amoral lo separa de lo humano, pero Jigsaw contempla desde arriba -desde el sitio de un Titán sufriente, cual Prometeo, dador del fuego (la conciencia) robado a los dioses, para los hombres-, como el guarda del panóptico de las prisiones, productos de la modernidad, pero con el giro de la urbanidad y sus leyes sobrepasadas.

Jigsaw sólo puede existir, entonces, en un mundo como este, donde la policía resulta inútil y Bob Kane puede inventar al “Caballero de la Noche”. Ese es el poder de este tipo de cine y su moral pulp, de folletín, popular y popexistira: así, el Paul Kersey de Charles Bronson, en la legendaria “El vengador anónimo” (Death Wish, Michael Winner, 1974), puede vivir -y consumar su castigo que es, igualmente, venganza-, en este ámbito tan dudoso como socialmente efectivo. Kramer pertenece a ese selecto grupo de monstruos emanados de la pudrición urbana del Siglo XX, que tiene en el Mark de “El fotógrafo del pánico” (aka. Tres rostros para el miedo, Peeping Tom, Michael Powell, 1960), en el Norman Bates de “Psicosis” (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960) y en el francotirador de “El héroe anda suelto” (aka. Míralos morir, Targets, Peter Bogdanovich, 1968), sus modelos. Como diría el autor Douglas E. Winter, en el prólogo de su antología de cuentos de terror, “Prime Evil” (publicada por Grijalbo como “Escalofríos” en español): “Son monstruos sintomáticos” de los tiempos que corren.

La película está repleta de lagunas en el guion que el fan de la franquicia pasará por alto. No es su intención llenar esas lagunas, como película de [sangriento] entretenimiento que, en realidad, es. Pero bien podemos señalarlas: ¿Por qué los implicados en el fraude dejan el vídeo educativo de cirugía, del cual se han valido para el engaño, en el lugar de los hechos,  donde cualquiera puede encontrarlo y, de hecho, Kramer lo encuentra? ¿Por qué Cecilia lleva consigo esa bolsa de dinero si bien puede todo manejarlo a través de transferencias bancarias? ¿De dónde sacaron ese Tláloc de plástico –ante cuyas escaleras “rodaban los corazones arrancados”- cuyo rostro se reproduce en máscara mortal e, igualmente, cómo se las ingeniaron Kramer y su socia Amanda, para obtener esa máscara, así como todos los aparatos de tortura, tan sofisticados y de engorrosa apariencia, en tan poco tiempo, y montarlos en la falsa clínica del cáncer? En una palabra ¿Cómo se logra instalar esa parafernalia, que incluye pensar en una trampa última tan sofisticada, y utilísima, en la cual caen Cecilia y Parker Sears?

Así mismo, en la película no se hacen esperar los clichés que separan a los “gringos” que viven en México -eufemísticamente auto denominados “expats”-, de los mexicanos en su propio país. Cecilia sólo puede vivir en una mansión, mientras Gabriela hace la calle, buscando drogas,  completamente perdida, en un cliché pesado, ofensivo y cansino. Un estereotipo donde los haya, del cual la cinta no ha podido prescindir. 

Por supuesto que Cecilia y Sears deben ser más malos que el resto de los malos, incluyendo al mismísimo asesino-ético de Kramer, para así obtener la condena del espectador y empatizar con los verdugos, en este trampantojo que funciona como un mecanismo de relojería sumamente perfecto y, por lo tanto, truculento y mentiroso. “Saw X” es un paquete bien amarrado, en el cual el “momento negro” -cuando los villanos parecen ganar-, emociona al punto de mantener en vilo al espectador, aunque sepamos que todo terminará “bien” para los “buenos asesinos”, situados en las antípodas que los carniceros capitalistas de las películas “Hostal” (Hostel, 2005, 2007 y 2012), que comenzara Eli Roth, que exponía un tipo de juego sádico -el placer de dar u otorgar dolor desde un puesto de superioridad de clase-, donde se paga para ello. El conde, que somete a quienes visitan su isla a una cacería humana, de la pionera “El Malvado Zaroff” (The Most Dangerous Game, Irving Pichel y Ernest B. Schoedsack, 1932), estaría muy contento de la escuela que ayudó a formar.

Echando mano, una vez más del citado Foucault, de Kramer y su forma de anti-justicia, expuesta como un juego sagrado, no sólo punitivo sino expositivo, no sólo expositivo sino espectacular, se puede afirmar que:

“(...) El suplicio forma, además, parte de un ritual. Es un elemento en la liturgia punitiva, y que responde a dos exigencias. Con relación a la víctima, debe ser señalado: está destinado, ya sea por la cicatriz que deja en el cuerpo, ya por la resonancia que lo acompaña, a volver infame a aquel que es su víctima; el propio suplicio, si bien tiene por función la de "purgar" el delito, no reconcilia; traza en torno o, mejor dicho, sobre el cuerpo mismo del condenado unos signos que no deben borrarse; la memoria de los hombres, en todo caso, conservará el recuerdo de la exposición, de la picota, de la tortura y del sufrimiento debidamente comprobados. Y por parte de la justicia que lo impone, el suplicio debe ser resonante, y debe ser comprobado por todos, en cierto modo como su triunfo. El mismo exceso de las violencias infligidas es uno de los elementos de su gloria: el hecho de que el culpable gima y grite bajo los golpes, no es un accidente vergonzoso, es el ceremonial mismo de la justicia manifestándose en su fuerza”.

Confieso que detesto "Saw", poseedora de un tipo de horror prostético demasiado "efectista", empero digna franquicia bisnieta de la estética del Gran Guiñol, que ya había encontrado la solución a las atrocidades que, tras las bambalinas de la sociedad, escenificaba en su proscenio un discurso moral. El teatro del Gran Guiñol funcionaba como un templo, donde el psicodrama -que incluía decapitaciones, hervir vivas a las personas, el desollamiento, el desmembramiento,  o la extirpación de los globos oculares-, removía consciencias a través del morbo, y el espectador podía abandonar el teatro tras la experiencia aristotélica de la catarsis. Curiosa paradoja. Por ello vale parafrasear, otra vez, a Douglas E. Winter:

“(El) terror nunca ha girado alrededor de los monstruos, sino de los hombres. Descubre algo importante sobre nosotros, algo oscuro, a veces monstruoso…, y, por lo general, de mal gusto”.

Bien, en “Saw” cabe todo el mal gusto de la escuela de Herschell Gordon Lewis, padre del cine gore -con su infame “Blood Feast” (1963)-, pero no cabe duda que Kramer es un artista. Sus torturas -como las de aquellos religiosos inquisidores o el japonés desquiciado de “Guinea Pig 2: Flor de carne y sangre” (Hideshi Hino, 1985)-, están preparadas para causar el mayor dolor e impacto, pero sobre todo están realizadas con imaginación. Qué gran diferencia con las carnicerías del narcotráfico, brutales y expeditas. Kramer rinde tributo al manual de Thomas de Quincey, “El asesinato como una de las bellas artes”, pero su historia, para pasar la censura acaso, adolece de un cierto pudor: sus víctimas no son desnudadas, al contrario de aquellas de la citada “Hostal”. ¿Qué opinaría el “Divino Marqués” -sobre todo el de “Los 120 días de Sodoma”, que Pasolini llevara  a la pantalla- de este punto de ingenuidad en la trama?

Bien, diríase que el libro de De Quincey, le sirve de cabecera a Kramer -después de todo, y pasando por alto esa pudibundez puesta sobre las víctimas-, sus torturas igualmente recuerdan aquel elaborado castigo, ejemplar y prolongado, aplicado al regicida Damiens, de cuya tortura se ocupara Foucault, en su obra citada.

Damiens fue atenaceado en el cuerpo, sus llagas bañadas con plomo fundido, su cuerpo desmembrado por cuatro caballos. Durante las horas, increíblemente largas, que el desdichado pasó, antes de morir -la cabeza, todavía sujeta al tronco, arrojado a la hoguera, mostraba señales de vida y, según testigos, hablaba y murmuraba-, se desarrolló un “teatro del horror, en el cual el dolor imperó triunfal y, sobre todo, aleccionador.

Pero en “Saw X”, reconozco, hay mucho más.

No es de extrañar que esta última entrega se sitúe en México pues, por obviedad, México es rentable para Hollywood. Este es el país de mayor consumo de cine en habla hispana y, sobre todo -según algunos entendidos-, de cine de terror. Pero, lo que se oculta detrás de esta particular película, es todavía más inquietante que las motivaciones de Kramer-Jigsaw, tan facilonas -ese odio a las farmacéuticas, tan liberal y ecologista, que películas magistrales como “El jardinero fiel” (The Constant Gardiner, Fernando Meirelles, 2005), ya exploraron con seriedad tan conmovedora como alarmante-, es decir, que nuestro país no es sólo una de las potencias turísticas mundiales, incluyendo el rubro gastronómico, sino un paraíso para otros tipos de turismo más oscuros, que incluyen el sexual y el criminal, así como el del turismo médico. La Deep Web abundará en el nombre de este país, más allá de la simple busca de la mejor banda de mariachis.

Hace poco me enteré de la existencia de Algodones, una pequeña ciudad fronteriza -en el municipio de Mexicali, Baja California-, conocida por los estadounidenses como “Molar City”, debido a sus seiscientas clínicas odontológicas, donde los tres mil pacientes que pasan la frontera a diario, se ahorran una inmensa cantidad de dólares.

“Saw X” muestra esta realidad -quizá una revelación para muchos-, que desvela -como “Hostal” revelaba el turismo de alto impacto, tan real como horroroso- a México como un destino oscuro y luminoso a la vez. Un lugar de esperanza y vejaciones. Un país gentrificado y, por lo tanto, empobrecido, donde la oportunidad mantiene un elusivo rostro enmascarado y secreto.

El Kramer de “Saw X” ejemplifica, y personifica, al estadounidense medio, que atraviesa la frontera en busca, no de muerte, sino de la prolongación de su vida. Al americano no impasible, sino preocupado porque en la “tierra de dios y las oportunidades”, el sueño americano hace mucho que se ha desvanecido. Y su sistema de salud es un caos. Pregúntenle, si no, a los protagonistas de “Réquiem por un sueño” (Requiem for a Dream, Darren Aronofsky, 2000), y “Belleza americana” (American Beauty, Sam Mendes, 1999), cómo andan las cosas por allá. Tal vez les den las respuestas.

Así, “Saw X”, un producto de entretenimiento, nos grita -desde la garganta de sus víctimas desgarradas- que hay tipos de cine que exponen sin mostrar. Como artesanía, “Saw X”, cumple su cometido de fin de semana, como filme de horror, en cambio, nos anuncia, una vez más, que todo horror pertenece al alma y, con esto, “descubre algo importante sobre nosotros”, que no cualquiera se atreve a confesar.

Una vez más, el cine ha cumplido.