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2018-01-25 00:00:00

«Los últimos parisinos». Donde cielo e infierno se tocan. Vela en My French Film Festival

Por Pedro Paunero

A Francia se le conoció, entre los practicantes del catolicismo, como “la hija primogénita”, “la predilecta”, de la Iglesia, desde la conversión y bautismo del rey Clodoveo I, rey de los francos en el Siglo V, al cristianismo. Por supuesto, el tiempo todo lo cambia, y la Ilustración dio como resultado la separación de la Iglesia y del estado y que poco más de la mitad de los franceses practique, hoy en día, dicha fe.

En el cosmopolita y agitado barrio parisino de Pigalle, en la zona roja, a unos metros del legendario Moulin Rouge, nada de eso importa. Conviven aquí turistas alemanas, inmigrantes negros, musulmanes, argelinos, residentes con permiso, franceses clasemedieros o pobres (vueltos mendigos que roban bicicletas y las malbaratan), strippers bajo la apariencia de “muñecas rusas, negras o moldavas” y un poco de esperanza y desesperanza. Se sitúa ahí “Le Prestige” un modesto bar propiedad de Arezki (Slimane Dazi) quien, como pareja, y por acuerdo, de una abogada penal (Mélanie Laurent), ha dado trabajo a Nasser, “Nas” (Reda Kateb), su hermano recién salido de la cárcel. Nas atiende el bar pero también lo llena con sus viejos como dudosos amigos, se pelea con ellos y por ellos con su hermano, y deambula por las calles haciendo tratos y estafando a otros estafadores. Sobreviviendo. 

En “París, bajos fondos” (aka “La reina del hampa”; Casque d' Or, 1952), Jacques Becker impregnaba con el tan celebrado (como repudiado por los cahieristas) “realismo poético” francés un drama pasional, ocurrido de verdad a principios del Siglo XX, haciendo uso de una parquedad en los diálogos en pos de las imágenes que pintaban todo el submundo parisino, en la historia de la prostituta Marie (interpretada por Simone Signoret, en el papel de la mujer que en la vida real se llamó Amélie Élie, vértice de aquél triángulo amoroso), apodada “Casque d´ Or” por su peinado, enamorada de un pobre carpintero que tiene que vérselas con un poderoso rival mafioso y sus secuaces. En “Los últimos parisinos” el realismo se descubre a través del trabajo de la cámara en mano de sus directores, por los mismos bajos fondos, apenas distintos. Cámara que se mueve como un transeúnte más, hombro con hombro, vigilando, entrometiéndose entre la muchedumbre, esa olla podrida de nacionalidades. Acompañamos a un vendedor ambulante de raza negra, un senegalés, que va ofreciendo playeras, vestimentas africanas, discos y películas piratas, entrando y saliendo de comercios a lo largo de la calle; nos topamos con prostitutas que discuten unas con otras por llevarse la mejor tajada; con ladrones de teléfonos celulares y proxenetas y, en medio de todo este hervidero de humanidad al borde, a los dos hermanos magrebíes que apenas se soportan y que se enfrentan en una pelea en la cual uno hiere al otro con un tenedor, por la tenencia del bar. Como en “Querelle”, ese testamento cinematográfico de Rainer Werner Fassbinder, padre del nuevo cine alemán, y basada en la novela –e ícono gay- del gran autor francés, explorador del lado podrido de las cosas, Jean Genet, los colores atmosféricos de “Los últimos parisinos” parecen, por momentos, irreales, palpitantes, como en un lienzo. Y es que de eso se trata, precisamente, esta película. Una pintura, un mural, una melodía coral de voces, razas y pasiones.            

La Plaza Pigalle, concurrida y dignificada por los artistas del XIX, fue retratada, ya en su decadencia, en la canción de un George Ulmer del Siglo XX, con estas palabras:

"Un chorrito de agua, una estación de metro, rodeado de bares, Pigalle...."

Después, escribió un convencido Giovanni Papini, ese gigante autor italiano, en su libro “El diablo”, que Francia, al contrario de aquellos católicos optimistas mencionados al principio de este texto, era la tierra prometida por Satanás. En la  geografía real, pero también ganada para el cine, de “Los últimos parisinos”, dirigida con vitalidad por los dos integrantes del grupo de rap “La Rumeur”, Hamé Bourokba y Ekoué Labitey en 2016, y que se incluye como la película revelación, por ser una ópera prima, del My French Film Festival del 2018, los personajes no están anclados en el limbo o deambulan por el purgatorio, sino que vagan por las calles vivas del Pigalle de principios del Siglo XXI, el de la “gentrificación”, hecho un centro de acopio de productos y subproductos de la trata, de la migración, del desasosiego. Justo es, esa zona, donde todo está más acentuado y es más sensible por aumentado e hipersensible. Donde cielo e infierno se dan la mano en  una tregua, mientras nada humano le es ajeno y, como en el poema de William Blake, se matrimonian por conveniencia. Mientras tanto, los planes y las esperanzas, y el futuro, ese ente elusivo, se desmoronan cuando Nas es detenido por la policía, en el cambio de propietario del bar, y en cualquier metro cuadrado de Pigalle o de esta tierra, fondo pictórico como trasfondo humano, la vida continúa.