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2023-04-06 00:00:00

«LA 2017»: El apocalipsis ecológico en la película perdida de Steven Spielberg

Por Pedro Paunero

“Ahora que me sé observado he cambiado de parecer.
“Eres un puritano.
“No, es más como una invasión a la privacidad.
“Pero, si no hay privacidad, no puede haber ninguna invasión”

 

Glenn Howard (Gene Barry), editor de “People”, una revista de corte científico y no de espectáculos, como cabría suponer, conduce su auto por la carretera, dictando en su aparato magnetofónico una carta al presidente de los Estados Unidos, con motivo de la “Cumbre de la Contaminación”, que se llevaría próximamente a cabo cuando, de manera imprevista, se sale de la carretera, y es despertado por un par de sujetos que llevan máscaras antigases. El entorno aparece coloreado por un rojo intenso, amenazador, y el aire resulta irrespirable.

Pronto, es conducido bajo tierra -por el camino vemos cráneos humanos, como en la escena que recuerda el enviado del futuro en “Terminator” (James Cameron, 1984)-, donde le realizan una serie de análisis médicos para checar su estado de salud. Ahí conoce a Dane Bigelow (Barry Sullivan), el alcalde de Los Ángeles, encargado de comunicarle que, el mundo subterráneo en el que ahora se encuentra, ha sido poblado por los supervivientes de una catástrofe ecológica planetaria -Glenn supone, en un principio, que ha ocurrido una guerra nuclear-, resultante de un crecimiento anormal de una especie de algas marinas letales, que al contacto con la contaminación atmosférica -de ahí los cielos rojos, para cuya filmación se usaron tanto filtros de cámara, como los exteriores calcinados que, un incendio, había dejado en el Valle de San Fernando-, provocaron un ambiente tóxico y mortal para la mayoría de la humanidad. Bigelow le explica que, el país, como sucediera en la novela “La peste escarlata”, de Jack London, se encuentra ahora gobernado por magnates, constituyéndose en unos “United States Inc.”, que impulsaron la construcción de las ciudades subterráneas, cuyo límite serían diez mil habitantes y cuyas acciones -a la mala manera de la “policía del pensamiento”, de la terrible distopía de George Orwell, “1984”-, son controladas por una élite de psicólogos policiales, que mantienen todo bajo control. 

La historia se enriquece con detalles que esclarecen la naturaleza de dicha sociedad. La leche es una bebida de lujo, pues quedan pocas vacas -la produjo una “vaca privada”, un hecho que daría título a la novela de Philip K. Dick, que mutaría en la película “Blade Runner” (Ridley Scott, 1982)-, lo que queda del sueño hippie -en boga, durante el tiempo de filmación de la película-, son unos cuantos roqueros envejecidos -véase la maravillosa “Niños del hombre” (Children of Men, Alfonso Cuarón, 2004), que desarrolla mejor este punto-, una anciana llama a un “servicio de acompañantes”, o la alusión a disturbios raciales del año 1986, donde los afroamericanos se levantaron en contra del orden establecido. Y este es, precisamente, el asunto para el cual, tanto Bigelow como el psiquiatra dictador Cameron (Severn Darden), requieren a Glenn, como portavoz de este gobierno fascistoide al cual, como era de esperarse, tanto Glenn como Sandrelle, lucharán.

El argumento de “LA 2017”, podría parecer profético, original, y muy adelantado a su tiempo, al evitar los temas recurrentes que la Ciencia ficción, en las décadas anteriores, había agotado en argumentos repetidos hasta la saciedad, en los cuales el temor a la guerra atómica producía una serie de películas semanales de usar y tirar, con sus monstruos gigantes mal hechos, supuestos frutos de la radiación, pero resulta, en cambio, un producto representativo, digno de su tiempo, cuando la Ciencia ficción diera un giro hacia la ecología, la idea angustiosa de la sobre población y la falta de recursos alimenticios e, insólitamente, también hacia la utopía, en títulos como “Zardoz” (John Boorman, 1974), película que combina elementos kitsch -la cabeza flotante del dios Zardoz, hecha con cartón piedra-, y un guion muy rico en implicaciones filosóficas, en la cual se describe un mundo perfecto, habitado por humanos inmortales, en un entorno paradisíaco,  pero que han alcanzado un límite existencial, donde el aburrimiento crónico, espiritual, se ha enseñoreado de la utopía, y sus habitantes se muestran bien dispuestos a experimentar tanto el dolor como la muerte, o la modélica “Cuando el destino nos alcance” (Soylent Green, Richard Fleischer, 1973), donde una investigación policíaca, desarrollada en una súper poblada ciudad de Nueva York, lleva a su protagonista, interpretado por Charlton Heston, a descubrir que la cadena alimenticia se ha roto, y que el alimento más popular, el Soylent verde del título, está fabricado con carne humana. La película resolvía, de manera sensacionalista, una de las mejores novelas del género escritas en el Siglo XX, “¡Hagan sitio, hagan sitio!”, de Harry Harrison, cuyo final no era ese, precisamente.

Emitido como un capítulo de la serie “The Name of the Game”, de la NBC, el 15 de enero de 1971, “LA 2017”, corresponde al episodio número 16 de la tercera temporada, y no trata de ocultar su naturaleza televisiva, de bajo presupuesto, con su trama situada en interiores, sin un gran desarrollo visual, arquitectónico o estético -tan sólo una clínica, túneles, dormitorios o un antro de rock-, en el que apenas se insinúa la idea de futurismo, como en el caso de la habitación vigilada por un circuito cerrado de televisión, a donde Glenn es conducido, y en cuya cama la sensual asistente Sandrelle (Sharon Farrell), le propone acostarse con ella, desarrollando el diálogo que sirve de epígrafe a este texto, para retratar un universo cerrado, donde la intimidad no existe, en un vago eco de la “Alphaville” (1965) de Godard, o las proyecciones holográficas que han sustituido las llamadas telefónicas. 

Anterior por diez meses a “Reto a muerte” (aka. Los duelistas; Duel, 1971), el filme inicial mas relevante de Spielberg, “LA 2017”, es un trabajo mucho mejor desarrollado que “La fuerza del mal” (Something Evil, 1972), un filme que, como cinta de terror, no es sino un mediocre intento del director por abordar el tema, trilladísimo, de las casas encantadas.

Aunque la historia descansa en meros diálogos, más o menos lógicos e inteligentes -el telefilme se rodó en apenas doce días, pero su guion fue escrito por el veterano Philip Wylie, autor de la novela, y el mismo guion, de “Cuando los mundos chocan” (When Worlds Collide, Rudolph Maté, 1951)-, logra mantener la atención del espectador -a pesar de un final bobo y complaciente que, después de todo, obedece a la lógica de la serie a la cual pertenece, dejando de lado el viaje en el tiempo, a favor de un ave muerta, en recordatorio de la “Primavera silenciosa”, el libro ecologista clásico de Rachel Carson-, y merece ser redescubierta, como una de las películas iniciales de Spielberg, que no se rendían -todavía-, al infantilismo, más bien cursi y trasnochado, que se volvería la marca registrada del cineasta.