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2021-09-11 00:00:00

El orgasmo y la mordida: El Softcore porn en el «Drácula» de Coppola. La escena (I)

Por Pedro Paunero

La mejor adaptación de la última novela romántica, y gótica –el “Drácula” (1897) de Bram Stocker–, difiere, a la vez, en puntos sumamente importantes de su original literario. El corazón de su argumento late al ritmo de una historia de amor inventada para la pantalla que, pronto, desemboca en un erotismo softcore porn, que le debe mucho al tipo de cine que su director, Francis Ford Coppola, realizara inicialmente, sus “nudies”, hoy invisibles, pero también a la influencia que la casa británica Hammer –con su erotismo elegante y europeo– había ejercido sobre la filmografía de su mentor, Roger Corman, el “rey del bajo presupuesto”.

Artificialmente hermosa, esta penúltima película sobre un vampiro auténtico antes que la corrección política hubiera alcanzado el subgénero (la última sigue siendo la cofradía bisexual creada por Anne Rice, llevada al cine por Neil Jordan en su “Entrevista con el vampiro”, dos años después de esta cinta que me ocupa), en su propuesta visual –que incluye un homenaje al incipiente cinematógrafo Lumière- retoma todos los trucos (de cámara) y técnicas clásicas y pioneras de un tipo de cine que, velozmente, iba desapareciendo en el momento en que fue rodada. Su mezcla de leyenda histórica, historia y literatura, se sustenta en diversas alusiones de la historia auténtica de Vlad Tepes, “el empalador”, figura histórica en la que se basara el mismo Stocker, grabados de la época y el facilón reproche a Dios –inventado, igualmente, para la película– como origen del vampirismo de un héroe guerrero cuya lucha sagrada –detener el avance turco sobre el mundo cristiano–, ha sido cruelmente ignorada por la divinidad (ese “silencio de Dios” tan a lo Bergman). Evade inteligente (y económicamente), utilizando para ello una técnica arcaica (las sombras) el filmar batallas y muertes en batalla, y hasta el ataque de las tres mujeres vampiras sobre un caballo que, no por piadoso, resulta menos atroz.

Para apegarse a la narrativa del libro Coppola incluye, prodigiosamente, las técnicas narrativas que Stocker ya incluía: la narración mediante misivas o el diario escrito en máquina de escribir, con lo que el autor se ponía al día en cuanto a los avances de la época –la Inglaterra finisecular– que le tocaron atestiguar, así como la persecución al más puro estilo “Far West” (uno de los pretendientes de Lucy, Quincy Morris, interpretado por Billy Campbell es, de hecho, un millonario tejano, que viste como Cowboy) que la banda de “locos de Dios” realiza para ganarle terreno a Drácula, en su mismo país con el fin de destruirlo.

Al mismo tiempo, incide en un Abraham Van Helsing (interpretado por un Anthony Hopkins que recuerda al Padre Merrin de Max Von Sydow en “El exorcista”, de William Friedkin) tocado por una locura suicida de la que saldrá victorioso (como que se sabe portador de varios símbolos iniciáticos, como un mandil triangular Rosacruz, que sólo los más avezados podrán notar), en pos de cumplir con su misión: acabar con el vampiro más elegante de la pantalla grande (interpretado por el siempre subestimado Gary Oldman), enamorado a pesar del tiempo pasado (reflejo que tiene en su más célebre frase, “he cruzado océanos de tiempo para encontrarte”, situada en medio de la frase afortunada y la más ampulosa cursilería poética) y un pecho en el cual no late ningún corazón, así como a una oscura alusión al evangelio gnóstico de Felipe, que apunta a que, a los demonios hembra y machos, “se les recibe en la cámara nupcial de espejos”.

De esta manera, como bien explica Van Helsing, la sensual, casquivana, y “mimada”, Lucy (una desatada Sadie Frost), no habría sido víctima de Drácula, sino una decidida alumna aventajada, cuyas inclinaciones sexuales reprimidas (ese hipócrita pecado victoriano que se satisfacía puertas adentro y en prostíbulos) se habrían visto ampliamente recompensadas en una desbocada entrega. Lucy se une, en consenso, al resto de “rameras de Satán” (las tres vampiras que habitan en el castillo antropomorfo de Drácula, siempre en Topless y hambrientas) por decisión –inclinación– propia (la cámara de espejos: los demonios son atraídos por el deseo que alberga, escondido, el corazón humano) y que nos entrega la escena única que engloba al resto de una película arropada por la música sugestiva del vanguardista polaco Wojciech Kilar. 

Podía haber escogido el ataque que Jonathan Harker (un Keanu Reeves con una actuación mediocre, que intenta emular la debilidad del personaje “de papel” sin conseguirlo) sufre en una cama del castillo, por parte de las concubinas de Drácula, que brotan de la seda de las sábanas, hermosas como una pesadilla gótica, orientalmente semidesnudas, que lamen las tetillas de Jonathan, con sus claras tendencias a la felación y el beso mordiente (y esos cabellos gorgónicos, fatales), editada en primeros planos y cortes rápidos, y que no se reflejan en el inútil espejo colocado sobre la cama –y del que nos preguntamos para qué puede estar ahí–, pero pronto es interrumpida por el vampiro, a quien ellas reprochan (“tú nunca has amado”, “sí, yo también puedo hacerlo, y amaré otra vez”), o la escena de amor y –otra vez– felación, entre la inocente Mina, ahora entregada al despertar sexual (una Winona Ryder frágil y etérea como la “Lucy” Harker –el nombre está cambiado- que interpretara Isabelle Adjani, en la “Nosferatu” de Werner Herzog), y Drácula, en su cama, y que combina hábilmente el amor y el sexo, pero que igualmente es interrumpida por los caza vampiros, por lo que prefiero aquella en la cual Drácula, a través de la ventana, primero como hombre lobo y luego como anciano, maldice a Lucy: “tus hombres impotentes –y vaya que Lucy tenía varios hombres revoloteando como polillas a su alrededor– con sus tontos hechizos no pueden protegerte de mi poder. Yo te condeno a la muerte en vida, al eterno apetito, por sangre fresca”.

Aunque sin ser explícita, esta es la mejor representación del orgasmo que un vampiro provoca –el Drácula de Christopher Lee cierra la puerta sobre nosotros, espectadores, evitándonos enfrentar la violación corporal y del alma– al morder a su víctima. Lucy se retuerce en la cama, lascivamente, antes que el lobo salte sobre ella, un pecho asoma fuera de su elegantísima bata, cierra los dedos apretando la sábana, y sus quejidos de dolor se confunden con los del placer agónico, extático y último.

No cabe duda que esta es la escena que Coppola, desde aquellos días de “nudies”, y cortos caseros en Súper 8, había querido rodar.