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2023-10-26 00:00:00

Crítica Netflix: «Vjeran Tomic: El hombre araña de París» o La tradición francesa del crimen

Por Pedro Paunero

Nacido en París en 1968, hijo de inmigrantes serbios y croatas, Vjeran Tomic comenzó a robar a los ocho años de edad. Durante su adolescencia se movió en el París de los bajos fondos, paraíso de los ladrones, para ingresar posteriormente, y de forma temporal, en el ejército, en un hecho que le salvaría, irónicamente, la vida, al haberse convertido ya en un peleador callejero bastante salvaje.

Poseedor de “un alma de ladrón”, volvió a las andadas, tras salir del ejército. Perfeccionó su estilo, y lo hizo allanando las casas de la rica avenida Foch. Descubrió su facilidad para escalar fachadas, y una debilidad de los edificios: entre más alta la ventana, menos segura resultaba.

La adrenalina fue su droga. Su necesidad. Arriba, desde los techos de París, experimentó varias veces la epifanía. Pero el interior lo llamaba. Aprendió a caminar sigilosamente, entre las personas dormidas. Como en un acto de violación, el robo dejaba secuelas en las víctimas. Pero a Tomic, eso no le importaba. Culpaba a los ricos por su riqueza obscena. Y todo era fácil. Se volvió su propio jefe. En el período que va de 1997 a 2005, se percató que la gente no guardaba mucho dinero en efectivo en sus casas. Entonces empezó a notar los cuadros que abundaban en casas solariegas, y se preguntó por su valor.

Se aficionó al arte. Sobre todo al impresionismo. Renoir era su preferido. Lo detuvieron varias veces. Y la prensa se hizo eco de sus controvertidas hazañas. Así nació “el hombre araña de París”, bautizado por la prensa, cobijado por la noche.

Tomic, un hombre enorme, de gran fortaleza física, completamente calvo y de grandes ojos, mira directamente a la cámara. Es sincero. En sus declaraciones para el documental de Netflix, “Vjeran Tomic: El “hombre araña” de París” (Jamie Roberts, 2023), muestra orgullo y desprecio, acaso algo de resignación, pero no de sus crímenes, sino por aceptación de su “naturaleza” marginal. Hasta divertido y orgulloso. Sin asomo de arrepentimiento.

Tomic, ya asiduo de las cárceles, todavía preparaba su gran golpe, su “último atraco”, para comprar un velero y viajar por el mundo. Para, según sus palabras, ser libre.

Robaría el Musée d’Art Moderne (el MAM), como coronación de su carrera y, sobre todo, de su inclinación hacia la belleza plástica, esa contradicción, acaso inherente a todo ser vuelto hacia lo oscuro, esa doble cara del criminal y violento, que ya un Anthony Burgess, -y Stanley Kubrick, en la adaptación-, había otorgado a la persona de Alex DeLarge, inmerso en una “naranja mecánica”, que adora la música de Beethoven.

Tomic tenía un objetivo principal, la pintura “Naturaleza Muerta con Candelabro” de Fernand Léger. Quitó los tornillos viejos de las ventanas. Entró en la solemnidad silenciosa del museo -las alarmas no sonaron-, y salió como si nada con el cuadro. Lo puso sobre un murete, en la calle oscurecida por la noche. Y volvió al museo. Abrió unas puertas enormes, que se cerraban con imanes y se extasió con “La pastoral”, de Matisse. A su lado vio un Picasso, y un Braque. Los sacó bajo el brazo. Regresó otra vez. Esta vez tomó un Modigliani, atemorizado por unos ruidos, quizá provenientes del guardia en su ronda. Salió. Quitó los marcos. Atravesó la avenida, con el miedo de ser visto desde un auto, con aquellas cosas tan sospechosas. Quiso volver. Pero al saltar un muro se desgarró el bermudas. Desistió. Se fue en su auto.

En el interior del vehículo, dedicó varios minutos en contemplar las pinturas. Pensó en su excepcionalidad. Y en su valor. Fue a un estacionamiento subterráneo, donde lo esperaba su cómplice, Jean Michel Corvez, dueño de una galería, que le pagaría cincuenta mil por cuadro, aunque cada uno estuviera valuado en 100 millones de dólares.

El documental, narrado en primera persona, transcurre absorbente y asombroso, entre detalles de los robos, modos de operar y anécdotas que ponen en tensión al espectador. Lo enriquecen las declaraciones de Fabrice Hergott, director del museo, Thomas Erhardy, jefe de policía y Christophe Girard, secretario de cultura, así como fragmentos de los noticiarios del momento. Todos sorprendidos por “la hazaña”, y con un sentimiento de inutilidad sincero.

“Vjeran Tomic, el hombre araña de París”, se une a la larga lista de películas, y obras literarias -como el Auguste Dupin, el primer detective literario,  creado por Edgar Allan Poe, el ladrón elegante Arsène Lupin, creado por Maurice Leblanc, así como el archivillano Fantomas, creado por Marcel Allain y Pierre Souvestre- que retratan el submundo criminal de París, ciudad que, así como ha sido llamada “la favorita de Dios”, por el catolicismo, también “la favorita del diablo”, por el escritor italiano Giovanni Papini.

Ya he hablado de Francia, los franceses, y su cine sobre el verano (1), pero también de sus tribus urbanas, y su delincuencia, en “Rebeldes del espacio y otras oscuras metáforas de la juventud en el cine (II). De Swing Kids y Zazús, el origen de las tribus urbanas” (2):

“Hacia 1900, en el París de la Belle Époque, los “apaches” (término que utilizó la policía por los métodos violentos —equiparados a los de los indios de las praderas americanas— que usaban para asaltar, fueron llamados anteriormente “terrores de dieciocho años de edad”), que usaban suéteres a rayas, chaquetas de alpaca, pantalones ajustados en la cintura y los muslos, con un cinturón de franela roja, y gorra con visera, fueron los protagonistas de un célebre triángulo amoroso cuando dos líderes, Leca y Manda, se disputaron los favores de Amelia Elias —quien, a los trece años, comenzara su vida en la prostitución—, que pasaría a la historia como “Casque d'or”, por su cabellera pelirroja, y a quien interpretaría en el cine Simone Signoret en “París, bajos fondos” (Casque d´or, 1952), de Jacques Becker.

Pero también debemos recordar su cine carcelario excepcional, que incluye títulos como la deliberadamente homoerótica “Un chant d’amour” (1950), de Jean Genet (3), la cinta autoral “Un condenado a muerte se escapa” (Un condamné à mort s'est échappé ou Le vent souffle où il veut, 1956),  de Robert Bresson, “El hueco” (aka. La evasión, Le Trou, 1960), dirigida por Jacques Becker, en un extraordinario ejercicio de estilo, o la autobiografica “Papillón” (Franklin Schaffner, 1973), incluyendo “La gran ilusión” (La grande illusion, 1937), uno de los grandes títulos de Jean Renoir.

Como señala Jean-Pierre Fargeon, coleccionista de arte, “Tomic tiene un perfil de artista, es talentoso, capaz de escalar en la avenida Montaigne, por la fachada. Es ladrón, no mata, no lastima. Y la policía lo respeta”.

Corvez fue detenido tras la investigación. Se trataba de un sujeto soberbio, que se había atrevido a pagarle a Tomic sólo 40 mil dólares, metidos en una caja de zapatos.

Corvez denunció a otro implicado, Yonathan Birn, que se encargaba de guardar los cuadros, quien alegó haberlos destruidos por haber caído en pánico. Un hecho del cual se duda, hoy en día. Al primero, como autor intelectual, le dieron siete años de cárcel, así como la incautación de bienes, seis al segundo, mientras Tomic fue condenado a ocho.

Las pinturas, hasta ahora, no se han podido recuperar.

Al terminar el documental, nos queda el eco de las palabras de Tomic, que ya habían resonado antes, en la película “I Am a Fugitive from a Chain Gang” (1932), dirigida por Mervyn LeRoy, cuando le preguntan al personaje que interpreta Paul Muni, “¿De qué vives?”, y responde, consciente de que no podría ser de otra manera: “De robar”.

Para saber más:

(1) My French Film Festival MyFFF: Los franceses y el verano. Por Pedro Paunero.


(2) Rebeldes del espacio y otras oscuras metáforas de la juventud en el cine (II) por Pedro Paunero.

(3) Jean Genet: El voyeurismo como acto violatorio por Paunero.

“Los últimos parisinos». Donde cielo e infierno se tocan” por Pedro Paunero.