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2021-05-09 00:00:00

Cine, animación y propaganda política: El caso de «Rapsodia rusa» y «El Dr. Churkill»

Por Pedro Paunero

Hay que ver lo que es la guerra. Y la propaganda de que se vale la guerra. Se te mete hasta en las caricaturas. Hace mucho que sabemos esto, por ejemplo, sin ir más lejos, en México, recordemos aquella revista satírica llamada “El hijo del ahuizote”, fundada en 1885 por Daniel Cabrera Rivera que, mediante una serie de ingeniosas caricaturas, cuestionaba el porfiriato, con lo que se erigió en un claro antecedente de la Revolución Mexicana. La revista fue suprimida, por supuesto, más el proceso que desembocaría en la guerra civil –y al que había ayudado a conformar– era ya imparable. Pero también tenemos la Segunda Guerra Mundial –en un marco más amplio que el nacional–, y a una serie de “fantasías animadas” que, descaradamente, tomaban la propaganda ideológica y política para construir sus argumentos.

“Rapsodia rusa” (Russian Rhapsody, Robert Clampett y Rod Scribner, 1944), de la Warner Bros. comenzaba a manera de noticiero alemán, que daba cuenta de la misteriosa desaparición de bombas alemanas antes de caer sobre Moscú. Una serie de primeras planas de periódicos desplegaba toda clase de suposiciones, entre estas la posibilidad de que, detrás del misterio, se encontraran gremlins, entidades sobrenaturales de origen anglosajón, con el cual los pilotos de la Segunda Guerra Mundial intentaron explicar –entre crédulos y divertidos–, los continuos accidentes aéreos.

En la animación aparecía Hitler, dando uno de sus discursos fanáticos, furioso ante dicho fenómeno, y un banderín en el que, en lugar de proclamar “El nuevo orden”, se podía leer “El nuevo olor” (juego de palabras intraducible, con el inglés “The New Odor” –el nuevo olor– y “The New Order, es decir, el nuevo orden), ante quien se superponía otro letrero que decía: “Tonto, ¿no les parece?”. Hitler enfurecía cada vez más, rabiaba, lloraba y proclamaba que enviaría a bombardear a Moscú al “mejor Superman de todos los tiempos”, es decir, a él mismo. Se le podía ver después pilotando el avión, a la vez que a un grupo de pequeños rostros apareciendo por el borde de la cabina, llevando barbas largas y ushankas (el célebre gorro ruso de piel y lana) que, en seguida, invadían la aeronave. Uno de ellos cantaba: “Soy un gremlin, de El Kremlin”, antes que otro le diera un martillazo en el pie.

Los gremlins se ocupan en hacer cosas de gremlins, es decir, en golpear, aserrar, agujerar y, en una palabra, destruir el avión, al ritmo de la tradicional canción rusa “Ojos negros”. Cuando Hitler los descubre (“¡Un gremlin que viene del Kremlin!”), estos lo golpean en la nariz e intentan electrocutarlo, pero el dictador los persigue por todo el avión con un puñal desenvainado, ante lo cual una de las pequeñas criaturas despliega una máscara de Stalin, Hitler da un grito aterrorizado, el avión se va a pique y se convierte en su tumba.

“Rapsodia rusa” pertenece a ese breve período en el cual Hollywood produjo películas que mostraban una faceta benigna de la Unión Soviética, al grado de que, en los Estados Unidos, Stalin fuera conocido como “el tío Stalin”, el “aliado” oriental en la lucha común contra el nazismo. Ver este corto, décadas después, nos obliga a poner una mirada crítica, fría, sobre el objeto observado, pero no podemos dejar de leer entre líneas, y localizar un cierto cinismo, un fin condescendiente y, por lo tanto, hipócrita, detrás de esta clase de animaciones.

El ejemplo contrario lo ofrece “Il dottor Churkill” (1941), corto de Luigi “Liberio” Pensuti, médico, arquitecto, titiritero y cineasta, apodado el “Disney italiano”, cuyo arte fue puesto al servicio del régimen fascista. Luigi Pensuti (1903–1946), había añadido el seudónimo “Liberio” durante el tiempo que trabajara en el Instituto Luce, para desmarcarse del fascismo, ideología a la que dicha institución estaba entregada. El instituto, cuya primera piedra había sido puesta por Mussolini –había sustituido a una entidad privada, mucho más modesta, cuyas miras eran educativas–, tenía como meta la creación de material “educativo” y “cultural”, así como propagandístico, es decir, que todo aquello que sonara a cultura y educación tendría que llevar, forzosamente, el sello del adoctrinamiento.  

Il Duce, por poco, pudo haber conocido a Walt Disney en 1932, durante una campaña del americano para promocionar sus trabajos por Europa, pero no fue así. En Italia, Mickey Mouse era conocido –y admirado– bajo el nombre de “Topolino”, y se sabe de una apoteósica visita de los hermanos Disney, con sus respectivas esposas, al Instituto della Luce, en 1935, donde fueron recibidos por Edda Mussolini, la hija del dictador, y su esposo. Mussolini se encontraba ausente por entonces, pero la fama –e influencia–, de Disney en el mundo, era notoria, al grado que los políticos de todas las facciones miraron con interés el poder de fascinación que los dibujos animados ejercían sobre las masas. Por esto, cuando por fin Disney fue erradicado –y prohibido–, de la Italia fascista, Mickey Mouse tuvo que ser sustituido por un torpe plagio italiano, denominado “Tuffolino”, creado por los dibujantes Federico Pedrocchi y Pier Lorenzo De Vita.

El único cuyo arte gráfico podía equipararse al primer Disney era el de Pensuti, quien llamó la atención de Benito Mussolini, por lo que este le pidió –a través del instituto probablemente o, en persona, menos probablemente– una serie de animaciones como parte de una campaña de salud contra la tuberculosis (que data de los años 1932 a 1934); el artista, para mantenerse en su puesto –a pesar de sus inclinaciones anarquistas y antifascistas– dio, unos años después, el corto “El doctor Churkill” que no representa a otro que a Winston Churchill quien, bajo la apariencia del Dr. Jekyll, se convierte en el Sr. Winston, para expoliarle el dinero a los trabajadores, pero no sin que se le opongan los “buenos” quienes, según esta visión, están representados por las fuerzas del mismísimo Eje. Desconocidos por décadas, hasta que un donante cedió este y otros trabajos de Pensuti a la Cineteca de Milán y el Cinema Ritrovato de Boloña, ocuparon a los historiadores del cine en la aventura de un hombre que, como tantos otros realizadores bajo regímenes totalitarios, hicieron cine filmado bajo presión. “Liberio”, nombre artístico que recordara las inclinaciones anarquistas de Pensuti, fue despedido del instituto por negarse a afiliarse al partido.

“En una gran metrópoli de una lejana isla, que se extiende sobre el mar como una gran araña con manos y tentáculos, había un siniestro castillo, poblado de sombras y fantasmas, habitado por los más repugnantes animales nocturnos”.

Así comienza “El Dr. Churkill”, y vemos volar desde el arco de piedra de la entrada del castillo una bandada de búhos negros, que dejan al descubierto, debajo, la palabra: “Banca d´ Inghilterra”. En el castillo habita “un extraño ser, mitad hombre y mitad monstruo”, que acumula en cámaras acorazadas, “todo el oro de la Tierra, que llegaba a sus manos de todas partes, con bestial egoísmo”. En el sótano, el monstruo poseía un laboratorio, en el cual, cuando deseaba mostrarse ante la humanidad, mezclaba “los más tentadores, pero peligrosos ingredientes”, entre estos la democracia, vertida desde un matraz, al resto de la fórmula, lo que le otorgaba la apariencia del Dr. Churkill quien, antes de emprender sus aventuras, observa desde un risco sus vastos dominios, en los cuales hombres de todas las razas “vivían en la más dura esclavitud”.

El Dr. Churkill visita las fábricas, donde se emplean sudorosos obreros, a quienes saluda caballerosamente, pero al contacto con el oro volvía a su forma original y monstruosa. Apurado, bebía un poco más de la fórmula. En su avión particular, siempre dispuesto para su uso, vuela sobre “cierto canal, que suponía para él una auténtica mina” (el Canal de Suez), “obra de la inteligencia y del trabajo de otros, que él acaparaba”. Las “ventrudas” cámaras acorazadas continuaban llenándose, hasta que un día, antes de que el monstruo pudiera llevarse a los labios el tubo de ensaye con la fórmula que le devolvía la figura humana, una mano enguantada –sobre cuyo puño de la camisa luce una suástica– se lo impide. El monstruo huye en su avión, pero una escuadra numerosísima lo persigue y bombardea su ciudad. La criatura huye a su laboratorio subterráneo, y se empeña en agregarle más dosis de democracia a la fórmula, pero no lo logra con su mano temblorosa. Por fin, el laboratorio es destrozado por una bomba, y Churkill queda debajo de los escombros. Si bien, este trabajo de Pensuti, no carece de una denuncia auténtica –el usufructo que los colonialistas británicos hicieran del Canal de Suez, por ejemplo–, esta era utilizada en un juego geopolítico por una Italia que hiciera lo propio en Abisinia, unos cuantos años antes.    

“Y ese día, desgarrada la odiosa bandera (británica), por una potente ráfaga regeneradora, resurgirá la vida”. 
  
Casi toda la obra de Pensuti, el opositor al fascismo, fue destruida por el régimen, por esto es que, irónicamente, la mayor cantidad de los trabajos que realizara, y que llegaron hasta nosotros, se enmarcan en el subgénero de la animación propagandística. Animación creada bajo presión, la obra superviviente de Pensuti debe verse bajo la óptica del contexto, y admirar, por ello, la intrínseca calidad gráfica del trazo –como en el caso de la cinematografía asombrosa de una Leni Riefenstahl–, más allá de la propaganda política; siempre más allá de lo monstruoso de la naturaleza propia, y ambivalente, del “Dr. Churkill”.