Por Hugo Lara
Ya va siendo una costumbre que Hollywood anuncie con bombos y platillos una nueva secuela de algún viejo éxito y quede a deber lo que promete. “Blade Runner 2049” (Denis Villeneuve, 2017) es el último descalabro de las secuelas tardías que nunca debieron hacerse. Es paradójico porque la película original de 1982, basada en el cuento de Philip K. Dick, fue inspiradora para millones de cinéfilos en el mundo, los que quedaron tan hambrientos de su contenido que una secuela nunca pareció algo descabellado, quizás por el ansia de beber más de ese sabroso brevaje.
“Blade Runner 2049” no es una mala película pero, lo que es peor, sí resulta del montón dentro del estándar de Hollywood. Es verdad que tiene algunas escenas rescatables y es visualmente deslumbrante (y técnicamente impecable), pero queda tan atrás de su referente primigéneo que hace que se cuestione su nacimiento, fruto de la avaricia de unos productores que buscan arriesgar lo menos posible con fórmulas sin alma y poco creativas que les garanticen imán en taquilla aunque sea sólo el primer fin de semana de estreno, antes de que se corra la voz de su futilidad.
La trama sigue así: K (Ryan Gosling) es un replicante Blade Runner, un agente dedicado a eliminar indeseables replicantes (androides), es decir, aquellos seres creados por el hombre con apariencia humana que tienden a ser rebeldes, insumisos y peligrosos. En una misión, K descubre la osamenta de una replicante femenina que en apariencia dio a luz a una nueva criatura, lo que supone toda una revolución. Esto da pie a que la influyente corporación que maneja el villanazo de Niander Wallace (Jared Leto), fabricante de los replicantes, lo comisione para encontrar a la persona que nació de aquel suceso.
Inevitablemente, hay que hacer una comparación entre el “Blade Runner” de Rdiley Scott de 1982 y esta secuela de Villeneuve. La original, por mucho, es asombrosa porque propone un universo futurista muy particular que no se había visto antes de ese año en el cine: el caos incontenible, la diversidad cultural, la tecnología sofocante, el existencialismo en medio de ello. Esa amalgama le daba sentido a esa película en un momento —los tempranos años ochenta— en que el planeta aun vivía la Guerra Fría, un contexto donde aun se debatían y confrontaban dos grandes ideologías de la humanidad sin saber cuál se habría de imponer. Scott acudió, para ello, a los referentes del film noir: su historia es la de un detective con aires de Sam Spider o Phillip Marlow, un rudo representante de la ley que se topa con una mujer en apuros y una trama mucho más compleja detrás de ella que lo involucra sentimentalmente.
La secuela de Villeneuve, eficaz director de “Sicario” (2015) y “Arrival” (2016), es fría y sin compromiso con respecto a su visión del futuro. De hecho, no hay una visión del futuro, sino que sigue el molde trazado por el género desde los escritorios hollywoodenses en años recientes. Repite lo que ya está dicho con anterioridad, en sus ambientes (las abigarradas calles de Los Ángeles) y consigue, si acaso, pequeñas aportaciones (la pelea con hologramas en un viejo casino, que vale la pena).
Uno de los graves errores de este filme es que trata de recompensar a los viejos fans a como dé lugar, y para ello rescata sin sentido situaciones y personajes del filme original, como al de Edward James Olmos con todo y sus ya ridículas figuras de origami, o al de Sean Young, dos personajes a quienes debió dejar morir en paz. Lo mismo sucede con Rick Deckard (Harrison Ford), quien ciertamente hace que la película levante hasta casi la mitad del metraje, porque todo lo anterior es plano y aburrido. Aunque se agradece la aparición de Deckard, al final el platillo es fallido: los creadores de este filme tuvieron que echar mano de los viejos ingredientes para recomponer un guisado rancio e insípido que ni Ryan Gosling consigue aderezar con suficiencia.
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