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2021-06-26 00:00:00

Una cuestión de colmillos: ¿Qué vampiro fue el primero en tenerlos en el cine?

Por Pedro Paunero

En un momento dado se hizo célebre considerar que el conde vampiro Karon de Lavud, interpretado por el actor hispano mexicano Germán Robles (1929–2015), que se hiciera célebre al trasladarse de Europa a la hacienda mexicana de “Los Sicomoros”, en la película “Weird Hacienda”, “El vampiro” (1957), de Fernando Méndez, fue el primer vampiro representado en la pantalla con colmillos para ayudarle en sus necesidades alimenticias. El dato cobró celebridad a nivel internacional, entre los aficionados al cine de terror –que lo han venido repitiendo una y otra vez, sin investigar más a fondo–, y se convirtió en motivo de orgullo para los fanes del Fantastique Mexicano.

Karol de Lavud, cuyo apellido, por cierto, es un anagrama de Duval, se habría adelantado al colmilludo, sensual, y con ojos inyectados de sangre, “Drácula” (1958), que Christopher Lee interpretara, como poseído por una manía resueltamente sexual, para la legendaria casa británica Hammer, bajo la dirección de un Terence Fischer desplegando su máximo poder. Pero ¿Cuál fue, realmente, el primer vampiro en mostrar los colmillos en la pantalla? Sin restarle mérito a ese dechado de atmósfera, y vuelta de tuerca Mex–Folk, que representa un título como “El vampiro” de Méndez, encontramos que, antes del estilizado Lavud, hubo algunos colmilludos en otros lares, no precisamente situados en las zonas rurales mexicanas.   

El argumento de “El reno blanco” (Valkoinen peura, 1952), película finlandesa dirigida por Erik Blomberg, se fundamenta en las leyendas que el folklore, la mitología y el chamanismo del pueblo Sami de Laponia, ha trasmitido por siglos, y bien puede reclamar, con todas las de la ley, su registro en el listado de películas selectas que se engloban en el subgénero del “Folk Horror”. “El reno blanco, la historia del amor de una bruja en Laponia”, como se traduciría su título completo, nos sitúa en los paisajes bellos, abiertos y helados de una Finlandia –tan improbable para albergar vampiros como la campiña mexicana– en la cual el folklore se cuenta a través de canciones –cantadas en finlandés, por cierto, como el resto de los diálogos, aunque se supone que la historia transcurre entre el pueblo Sami–, y narra el nacimiento de una niña (cuya vida se enmarca en la que nos contará después la película) “con zapatos de heno”, y de quien “no sabían en casa de su padre que, una vez desposada, despertaría una maldición, un espíritu maligno en su estómago”. La muchacha sacrifica en un altar un reno blanco, para adquirir sus cualidades y correr libre por la nieve. Cuando da a luz muere –“un rayo atravesó el blanco”–, con un “manto helado por encima y una almohada de nieve bajo su cabeza”.

Años después, una muchacha de fuerte carácter, Pirita (interpretada por la hermosa Mirjami Kuosmamen, coautora, así mismo, del guion y esposa del director), es invitada, como única participante femenina, a una carrera de trineos tirados por renos. Pirita ganará, seguida muy de cerca por Aslak (Kalervo Nissilä), que expresará “un reno es rápido, pero un lobo lo es más”. En esta película de hermosa fotografía (debida a la labor como cinefotógrafo de Erik Blomberg), en la que los pinos aparecen cubiertos de nieve, cual si fueran olas marinas blancas y petrificadas, o esculturas antropomorfas derritiéndose, y el viento riza en olas la nieve, Pirita, una vez casada y sufriendo los efectos de la soledad (Aslak sale de caza por varias semanas), visitará la cabaña del chamán Tsalkku–Nilla (Arvo Lehesmaa), para pedirle una poción de amor.

El chamán toca su tambor ritual y lee los signos escritos en el cuero, sobre el que ha arrojado un hueso animal que bailotea sobre los signos y las figuras. Ella deberá sacrificar ante el Gran Altar al primer ser vivo que encuentre de camino a casa para, así, que ningún hombre pueda resistírsele. Pirita pone la mano sobre el cuero del tambor, y este comienza a tocar solo, hasta que se rompe, ante la mirada aterrada del chamán, que comprende la naturaleza sobrenatural de la muchacha. El primer ser vivo que se cruzará con ella resultará ser el ciervo joven que Aslak le ha dejado como animal de compañía, así que procede a entregarlo ante el dios, en un paraje blanco, en donde la nieve aparece cubierta de cornamentas de renos. Pirita alcanza al grupo de cazadores del cual forma parte Aslak, pero estos le indican que ha salido con otro compañero, a la caza del reno, así que pasa la noche en el campamento. Despierta con las voces del chamán, repitiéndole en la cabeza “entonces ningún hombre podrá resistirse”, y se convierte en reno blanco, que los cazadores preferirán atrapar a matar. Uno de ellos, al someterlo sobre la nieve tras lazarlo, ve con asombro cómo se vuelve mujer. Pirita ríe, y atrae al hombre entre sus brazos.  

Emanada de los mitos escandinavos de los Berserker (guerreros que portaban pieles de lobo u oso, y que ingerían drogas alucinógenas antes de enfrentarse en batalla), mismos que darían origen a las leyendas sobre licántropos (hombres lobo) y “cambia pieles” (como aquel mito recuperado por Tolkien en el personaje de Béorn, el último beórnida, de su novela “El hobbit”, acaso más antiguo que el de los “loup–garou”, como se les conoce en francés a los hombres lobo), Pirita asume el don –o la maldición, según se vea–, de mutar en reno blanco, emblema del bien que subyace en su cuerpo, y el de una mujer vampiro, como emblema de su contraparte maligna que, al prometer sexo a los hombres, abre con malignidad los ojos claros y la boca, en la cual podemos apreciar unos caninos desarrollados que, si bien no son tan largos y afilados como los del Conde Lavud, sí se cierran sobre el cuello masculino.

Como mucho del cine sustentado sobre mitos y leyendas, “El reno blanco”; que soporta varias lecturas, desde la actual mirada feminista hasta el de una tergiversada interpretación antropológica –acaso necesaria para un guion de película de terror–, se estrenó en un año en el cual el cine finlandés apostó por el folklore como propuesta de horror metafórico. En otro título, “Noita palaa elämään” (aka. The Witch/Return of the Witch/The Witch Returns to Life), dirigido por Roland af Hällström, un equipo de arqueólogos recupera el cuerpo de una mujer (una bruja), cuyos restos datan de hace trescientos años de los terrenos pantanosos de un aristócrata, La mujer vuelve a la vida, envolviendo en su aura erótica la vida de los habitantes de la mansión (en la película, Mirja Mane, la actriz que encarna el personaje, hace un desnudo frontal). “Noita palaa elämään” se trata de la adaptación de una obra de teatro (escrita en 1947), por el famoso Mika Waltari, el autor de “Sinuhé, el egipcio”, que reflejaba la situación psicológica de la posguerra del país, bajo una forma literaria. El cambio de una nación agrícola, con sus cuentos de brujas, a un país urbano, en el cual la amenaza –si la ha habido en realidad–, de la sexualidad femenina no puede verse sino bajo el aspecto de una metáfora que ya se va quedando atrás: los hombres enloquecen, las mujeres se ven rebasadas por la Súper Hembra, y padecen tanto del odio como del desconcierto de la situación.

En ambos casos, tanto la bruja de Waltari, encarnada en la cinta de Hällström, como la mujer–reno de Blomberg, no son sino materializaciones de un erotismo desbocado (vampírico), incomprendido por los guardianes de la moral (que carece de género), en una Escandinavia que jalona entre dos tiempos. No pasarían muchos años para que la revolución sexual, esta sí descarnada y aún más provocativa, sacudiera el polvo de las consciencias en aquellos países donde el Sol de Medianoche provocara sueños lúbricos, que sólo podían esconderse bajo las criaturas del folklore, hasta ofrecernos cintas como el documental sueco y meta cinematográfico “Soy curiosa, amarillo” (Jag är nyfiken – en film i gult, Vilgot Sjöman, 1967) y su continuación “Soy curiosa, azul” (Jag är nyfiken – en film i blått, 1968), con su personaje femenino, adolescente, de Lena, descubriendo, entre otras “maravillas” de la modernidad, la sexualidad en la ciudad o el sexploitation “Thriller–A Cruel Picture” (Thriller–en grym film, 1973), de Bo Arne Vibenius, con su joven prostituida y, después, convertida en furia vengadora. Los monstruos habían mutado, como lo supo Hollywood, cambiando al viejo vampiro por el vampiro adolescente, en una serie de fantasías para nada sutiles que representaban a los jóvenes como poseedores de una personalidad salvaje, pronta a emerger. Los colmillos, para entonces, se habían tornado en cliché.

El más antiguo predecesor vampírico, tan célebre como portentoso, en mostrar, en este caso no los caninos, sino los larguísimos incisivos centrales, fue el “Nosferatu” (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, 1922), de Friedrich Wilhelm Murnau, que se nos presentó como uno de los varios “clanes” existentes de vampiros –en este caso, físicamente el más horrible–, en el juego de rol “Vampiro: la mascarada”, creación de Mark Rein–Hagen, llevado a la televisión en la serie “La hermandad: los abrazados” (Kindred: The Embraced, 1996), así como en el bellísimo remake “Nosferatu: el vampiro” (aka. Nosferatu, vampiro de la noche; Nosferatu: Phantom der Nacht, 1979) de Werner Herzog: calvo, con unas cuantas cerdas de pelo animal, lívido, y con orejas e incisivos largos como de ratón. El nosferatu, en estas encarnaciones, se nos antoja un ser apestoso –y apestado, capaz de liderar ejércitos de ratas que transmiten la peste– bestial, cuya boca roe (como ratón, rata o murciélago) pero que no clava los colmillos en los cuellos de sus víctimas. Sus incisivos sobresalen, centrados, de entre el labio superior, siempre abierto, y lo acompañan uñas largas –garras– en unas manos de dedos afilados e inquietos.

La diferencia es abismal entre este ser monstruoso, la elegancia del Conde Lavud, y el inmediato erotismo del que hace gala el Drácula de Cristopher Lee. Los colmillos de este último se descubren, a la vez, en un beso y en una penetración sexual, mientras situamos la de Pirita en la mordida carnívora, que arranca el trozo de carne, y no deja el par de agujeritos sutiles y tímidos de sus contrapartes masculinas.

La literatura, antes del cine, ya nos había dado imágenes de hambre –sexual y sanguínea–, en poemas como “La bella dama sin piedad” (La belle dame sans Merci), de John Keats, publicado en 1818, en particular en los siguientes versos, hipnóticos y sugestivos:  

En el crepúsculo,
vi sus labios hambrientos,
abiertos en horrorosa advertencia.
Desperté, y me encontré aquí.
En la fría ladera de la colina.

Y es por esto que permanezco aquí,
solo, y vagando desmayadamente.
aunque el junco del lago esté marchito,
y no haya pájaros que canten.

Si bien en el poema de Keats no se mencionan los colmillos, en esa boca hambrienta, “abierta en horrorosa advertencia”, para nosotros, espectadores nacidos después del revival gótico iniciado por la Casa Hammer, y Cristopher Lee, y los vampiros colmilludos que llegaron en tropel después, no es difícil imaginar que, entre los labios de la “Bella dama sin piedad”, asoman unos largos caninos, blancos, relucientes, prontos a cebarse sobre el cuello del narrador.