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2021-03-31 00:00:00

Terry Gilliam o el triunfo de lo fabuloso

Por Pedro Paunero

Si uno pone debida atención a tres, de las varias películas de Terry Gilliam, “Las aventuras del barón Munchausen” (The Adventures of Baron Munchausen, 1989), la mejor de las inspiradas en la farsesca vida del auténtico Barón de Münchhausen, aunque con un notorio pero autocomplaciente precedente, “Münchhausen” (Josef von Báky, 1943), filmada bajo el régimen nazi, “Pescador de ilusiones” (aka. El rey pescador; The Fisher King, 1991), tomado del más enigmático personaje perteneciente al Ciclo Artúrico, el Rey Pescador, y la malhadada “El hombre que mató a Don Quijote” (The Man Who Killed Don Quixote, 2018), notaremos que todos estos personajes funcionan como fuerzas desatadas de la imaginación que, súbitamente, irrumpen para perturbar primero, y rescatar después, a los seres que habitan un mundo desilusionado.

Así tenemos al ya de por sí quijotesco Barón (John Neville) que interrumpe en una representación teatral sobre su vida –mientras la ciudad es atacada a fuego de cañón por los turcos–, alegando que lo que se representa son patrañas y ha llegado para contar la verdad, al suicida Jack (Jeff Bridges), a cuya vida llega Parry (Robin Williams), un loco que se cree caballero medieval y le rescata de sus pretensiones de muerte, o al viejo que se cree Don Quijote (Jonathan Price), y que poco a poco va envolviendo a Toby Grisoni (Adam Driver) en su propia fantasía –como hiciera el Quijote con Sancho Panza–, ofrecen sendas vías de escape del mundo real a uno pleno de fantasía, mejor que aquél en el que, en el preciso momento en el que estos entes arriban, se desenvuelven el resto de las personas.

La confirmación de este supuesto la podemos localizar en los comentarios que, sobre “Doce monos” (Twelve Monkeys, 1995), una de las dos películas sobre las que no tuvo injerencia en el guion, hizo para el DVD de la misma, y en la que Gilliam confiesa que aceptó el proyecto porque “la historia es desconcertante. Habla del tiempo, la locura y la percepción de lo que el mundo es o deja de ser. Es un estudio de la locura y los sueños, de muerte y renacimiento, ambientado en un mundo que está destruyéndose”. Gilliam, que había sido considerado el director más idóneo para llevar a la pantalla un guion de David Peoples (responsable del guion de “Blade Runner”), adaptación del legendario cortometraje “La Jetée” (1962), de Chris Marker, consideró que Cole, el desubicado y sorprendido personaje protagonista de estas peripecias en el tiempo (e interpretado por Bruce Willis), en su intento inútil de detener una pandemia que ha reducido drásticamente la población humana del futuro, siendo enviado al pasado para ello, era un ser arrojado en un mundo confuso –el nuestro– en apariencia normal, por lo que consideramos que sería Cole, y no nosotros y el caos en el que nos desenvolvemos, el ser “anormal”. Gilliam había fagocitado la historia, impregnándola de sus propias obsesiones, de su visión de un mundo desangelado en el que no caben los desvíos hacia lo “extraño”, con lo que exponía, así mismo, de manera más poderosa, aquella crítica hacia la autoridad que ya aparecía en su película “Jabberwocky” (aka. La bestia del reino; Jabberwocky, 1977), con la cual inauguró –y se desvinculó de los populares “Monty Phyton”, grupo al que perteneciera– una cinematografía siempre propia, cuya naturaleza es el cuestionamiento incesable de lo establecido y aceptado. 

Si Gilliam tenía una clara intención de establecer una “trilogía de la imaginación”, en la cual esta misma tomara una posición de rebeldía en un mundo que se le opone, iniciada con “Los ladrones del tiempo” (aka. Los héroes del tiempo; Time bandits, 1981), con su suerte de puentes Einstein–Rosen ganados para la maravilla y que conectan lo “real” con el mundo de Fantasía, como un lugar de geografía inconcreta pero tangible –alegorías de la imaginación del protagonista que tienen un paralelismo con la metáfora de que la fantasía, para existir, exige un lector o un “creyente”, que se presenta en “La historia sin fin” (aka. La historia interminable/Never End Story; Die unendliche Geschichte, 1984), de Wolfgang Petersen–, la distópica “Brasil” (Brazil, 1985) –inspirada en la novela de Orwell, y más efectiva que la misma adaptación oficial, “1984” (Nineteen Eighty–Four, 1984), dirigida por Michael Radford–, y la citada “Las aventuras del Barón Munchausen”, es con títulos como “Doce monos” y “El hombre que mató a Don Quijote”, que estos elementos se vuelven en verdadero sello propio, en auténticas constantes autorales.

Time Bandits.

 

Tenemos, de esta manera, que las criaturas de la leyenda, del mito o de la irrealidad, deben –exigen, mejor dicho–, de un prosélito, un personaje convencido de su existencia para que aquellos mismos lleguen a existir. En “Bandidos del tiempo” será Kevin (Craig Warnock), quien dé paso a la pandilla de enanos que pasan el “portal”; en “Las aventuras del Barón de Munchausen”, Sally Salt (Sarah Polley), que se presenta como una decidida y ferviente seguidora, dispuesta a creer que el viejo y patético narrador es, de verdad, el Barón; en “Pescador de ilusiones”, el rescatado Jack, que vive una suerte de resurrección y, en “El hombre que mató a Don Quijote” Toby quien, como Sally, se deja embaucar por un anciano imaginativo por pura necesidad de evasión. Una excepción será el inestable mundo onírico de Sam Lowry (Jonathan Pryce), tránsfuga de la opresiva hiperrealidad en que vive, asfixiante y arquitectónicamente descomunal (un emblema de lo opresor y ubicuo de la “Thought Police” orwelliana, pero también kafkiana), que no requiere de un discípulo, siendo él quien tenga que imaginar para escapar. Los antecedentes del complejo arquitectónico absolutista de “Brasil” pueden rastrearse hasta el cortometraje “Seguros permanentes Crimson” (The Crimson Permanent Assurance, 1985), en el cual la imaginación, personificada como una banda de piratas, arremete –en medio de la ciudad misma, con los edificios modernos levantándose a los lados, mientras el barco navega entre estos– contra la burocracia, disparando sus cañones al edificio de la aseguradora del título, haciendo volar por los aires los archivos. 

La imaginación es insuficiente para rescatar a alguien del abismo de las drogas en sus dos películas más crudas, “Pánico y locura en Las Vegas” (aka. Miedo y asco en Las Vegas; Fear and Loathing in Las Vegas, 1998), adaptación del libro de Hunter S. Thompson (pub. 1971), autor de culto del Periodismo Gonzo, con sus protagonistas perpetuamente colocados y que parece fuera de lugar en la filmografía de nuestro director, y “Tierra de pesadillas” (Tideland, 2005), su filme más oscuro, que narra la historia de la pequeña Jeliza–Rose (Jodelle Ferland), cuyos padres drogadictos Noah (Jeff Bridges) y Gunhilda (Jennifer Tilly) mueren por sobredosis, mientras ella se entrega a fantasear, jugando con las cabezas decapitadas de muñecas Barbie. Las escenas más duras en esta película –adaptación de la novela de Mitch Cullin, que incursionaba con esta en el subgénero del Gótico Sureño, de por sí escabroso–, son aquellas en las cuales la niña les prepara las jeringuillas con las dosis a sus padres, mientras estos se ligan el brazo.

Una película que ya estaba muy lejos de los descacharrantes disparates iniciales de “Los caballeros de la mesa cuadrada y sus locos seguidores” (aka. Los caballeros de la mesa cuadrada/Monty Python y el Santo Grial; Monty Python and the Holy Grail, 1975) que dirigiera al lado de Terry Jones; en “Tierra de pesadillas” la maquinaria de la imaginación, anteriormente desplegada en una cortina ingenua –aunque la guerra, la muerte, o la falta de atención al ser de la infancia en el mundo real la provoquen– cede a un escenario amargo, sexual –que no se atreve a ir más allá, empero, como en la escena en la que Jeliza–Rose casi besa “de lengua” al idiota Dickens, interpretado por Brendan Fletcher– que lo acercan tanto como separan del horror domesticado de las criaturas de un Charles Addams (creador de “The Addams Family”) o de un Tim Burton. Gilliam va más allá, al grado que la película provocó cierto rechazo en algunos sectores.

La historia, –la del teatro, en “El imaginario mundo del Doctor Parnassus” (aka. El imaginario del Doctor Parnassus; The Imaginarium of Doctor Parnassus, 2009)– y los autores históricos entregados a la imaginación –“Los Hermanos Grimm” (aka. “El secreto de los Hermanos Grimm”; The Brothers Grimm, 2005)–, interesan a Gilliam siempre y cuando pueda exagerarlos al grado de convertirles en seres de la fantasía; de esta forma es que los hermanos Grimm pasan a ser de folkloristas a una suerte de Cazafantasmas, viviendo en un Tiempo–No tiempo que es, a la vez, la Confederación del Rin napoleónica, y una geografía en la cual las entidades de las leyendas populares (que ambos se encargarían de plasmar, ya reelaboradas en sus antologías feéricas) cobran autenticidad y realidad, mientras en “El imaginario mundo del Doctor Parnassus” el teatro es elogiado, y homenajeado, en la medida en que el trampantojo, la maravilla y la belleza de la puesta en escena captura al espectador y lo traslada, como a través de ese espejo mágico de la película, a otros mundos posibles.

Nunca taquillero (con excepción de “12 Monos”, su película más recaudadora), erigido como director de culto, Gilliam no cede a la complacencia del público a la que el cine de la segunda década del Siglo XXI está entregándose, por lo que se convierte, automáticamente, en una de las pocas voces originales, en medio de un cine políticamente correcto, e inofensivo –en el sentido prístino del término: que “no ofende”–, y en uno de los autores más atrevidos que todavía llevan sus inquietudes a la gran pantalla.