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2021-02-07 00:00:00

El acervo y sus demonios: Un eslabón perdido en la obra de Gabriel Figueroa y Raúl Martínez Solares

Por Eduardo de la Vega Alfaro

Como de alguna manera lo anotamos en nuestra anterior colaboración para esta sección, la plataforma digital “Miradas al acervo” accesible en la página web de la Cineteca Nacional, es una ineludible caja de sorpresas para el cinéfilo. Constituida por todo tipo de filmes restaurados en el Laboratorio “Elena Sánchez Valenzuela”, la mentada plataforma nos ha permitido también tener acceso directo a “Los honores póstumos a los preclaros autores”, cortometraje documental producido por Luis Manrique para la entonces Secretaría de Educación Pública y Bellas Artes (SEPBA). La cinta, testimonio fílmico de las dos fases de que constó una ceremonia cívica, cobra un inusitado valor cuando en sus créditos se lee que los directores de fotografía fueron Gabriel Figueroa y Raúl Martínez Solares, dos de las máximas figuras de la estética fílmica nacional y nacionalista.

Antes de intentar hacer el desglose del documento cinematográfico en sí, primero conviene dar a éste su respectivo contexto para después ubicar la trayectoria de los elementos humanos que intervinieron en su parte creativa. La idea de sepultar en la entonces “Rotonda de las Hombres Ilustres” al catalán Jaime Nunó Roca (1824-1908), autor de la música del Himno Nacional mexicano bajo la convocatoria lanzada en 1853, tenía al parecer larga data pero se había consolidado en 1932, fecha en la que la osamenta de Francisco González Bocanegra (1824-1861), creador de la letra de la misma obra musical, había sido inhumada en el mencionado sitio de honor. El hecho de que los restos de Nunó Roca estuvieran enterrados en Nueva York hacía muy complicado su traslado, principalmente por aquello de las gestiones que tenían que hacerse ante representantes del gobierno de Estados Unidos. Una cosa sí parece clara: que el estallido de la Segunda Guerra Mundial y, sobre todo, la declaratoria bélica del régimen de Manuel Ávila Camacho contra las potencias del Eje Berlín-Roma-Tokio en mayo de 1942 tras el hundimiento de buque “Potrero del Llano” en aguas de la Florida, debieron precipitar las gestiones para que aquellos restos del músico de origen catalán vinieran a reposar a México. Y ello porque sin duda alguna se trataba de uno de los primordiales gestos de nacionalismo frente a las amenazas provenientes del exterior en un momento en el que también era necesario establecer una alianza con los opositores al nazi-fascismo, ya para entonces encabezados por Estados Unidos, Inglaterra y la Unión Soviética.

Un acuerdo oficial debió establecer que la osamenta de Jaime Nunó arribara al país el domingo 11 de octubre de 1942, lo cual daría la pauta para que la SEPBA contratara a Luis Manrique en calidad de productor para la realización de un documental en el que quedaran registrados “para la posteridad” la sucesión de acontecimientos derivados de ese traslado. Hasta ese momento, la experiencia de Manrique en el medio fílmico se ceñía a haber financiado la primera versión fílmica de “Los de abajo” (“Con la División del Norte”), el clásico de Mariano Azuela dirigido en 1939 por Chano Urueta, y a verse convertido en el secretario de la Academia Cinematográfica de México (ACM), área de capacitación fílmica fundada en abril de 1942 a instancias de Benito Coquet, el entonces flamante Jefe de Educación Extraescolar y Estética de la SEPBA. Así las cosas, resulta lógico suponer que fue Coquet quien solicitó a Manrique que se hiciera cargo de la producción de la película realizada aquel 11 de octubre.

Ya fuera por iniciativa propia o por alguna sugerencia venida desde la dirigencia de la Unión de Trabajadores de los Estudios Cinematográficos de México (UTECM), la otra instancia que había participado en la creación de la ACM, el caso es que Manrique debió convocar al equipo que se haría cargo de la parte creativa del mencionado filme. Quizá por falta de presupuesto idóneo, la cinta careció de director (o Manrique decidió asumir parte de esa tarea), pero para levantar las imágenes se pidió la principal colaboración del fotógrafo Gabriel Figueroa, quien luego de su consagración internacional gracias a su trabajo en “Allá en el Rancho Grande” (Fernando de Fuentes, 1936) venía acumulando una considerable experiencia, lo que incluía su participación en la antes referida “Los de abajo” además de haberse convertido en uno de los principales promotores de la ACM. Lo más probable es que para complementar las tareas del complicado rodaje de un solo día, Figueroa haya recomendado o solicitado a su viejo amigo y colega Raúl Martínez Solares quien, entre otras muchas participaciones como fotógrafo en el periodo de expansión industrial, lo había asistido en el rodaje de “Ni sangre ni arena” (Alejandro Galindo, 1941), comedia taurina protagonizada por Mario Moreno “Cantinflas”. También es posible que en ello pesaran consideraciones de orden sindical. El caso es que cuando ambos camarógrafos filmaron durante un fin de semana los materiales para “Los honores póstumos a los preclaros autores”, Figueroa se encontraba en sesiones intensivas de lunes a viernes, en pleno rodaje de “La virgen que forjó una patria”, drama histórico realizado por Julio Bracho a partir de un guion de René Capistrán Garza, otrora ideólogo del movimiento cristero y escritor ultra conservador para quien la génesis de la Nación Mexicana se encontraba en las apariciones de la Virgen de Guadalupe, asunto que transmitió sin recato de ninguna especie a la trama de ese filme, que lo mismo haría eco al discurso de la “Unidad Nacional” en tiempos bélicos, que propagaría la perspectiva derechista de Capistrán Garza acerca de los orígenes del nacionalismo mexicano.

En un afán de precisión historiográfica habrá que decir que la trayectoria de Figueroa hasta principios de octubre de 1942 incluía destacados trabajos para una buena cantidad de documentales. Como lo demostrara con rigor el crítico e investigador Arturo Garmendia (1), el camarógrafo había hecho escasas pero notables contribuciones a ese género comenzando con su participación al lado de Alex Phillips, Ross Fisher, Antonio Fernández y Alfonso Sánchez Tello en la filmación de “El vuelo glorioso de Barberán y Collar” (1933), caso al que se agregaron “Cuernavaca” (Rolando Aguilar, 1935),  “Desfile deportivo” o “Desfile atlético del 20 de noviembre de 1936 conmemorando el XXVI aniversario de la iniciación de la Revolución Mexicana” (Fernando de Fuentes, 1936), en la que compartió tareas con Jack Draper, Alex Phillips, Álvaro González y Agustín Porfirio Delgado, y “Petróleo. ¡La sangre del mundo!” (Fernando de Fuentes, 1936), cinta que expresó a las claras las ambigüedades ideológicas de sus realizadores frente a los prolegómenos de la Expropiación Petrolera que se decretaría más adelante. Si bien ninguna de esas cintas alcanzó la duración de largometraje, sí permitieron que Figueroa puliera el estilo de densidad plástica que, al vincularse en su primera etapa con directores como el mismo De Fuentes y Chano Urueta, le permitirían llegar a plenitud al momento de hacer mancuerna con Emilio “Indio” Fernández en “Flor silvestre” (1943) y obras subsecuentes.

Con duración de poco más de 10 minutos, “Los honores póstumos a los preclaros autores” inicia con imágenes de una añeja partitura del Himno Nacional y, tras los créditos, se documenta la llegada vía aérea de los restos de Jaime Nunó al aeropuerto capitalino, donde fueron recibidos por el Lic. Octavio Béjar Vázquez, Secretario de Educación, en representación del Presidente de la República. Desde ese momento, el discurso de la voz en “off” comienza a teñirse de patriotismo y de desmedidos elogios al Jefe de Estado, quien, seguramente porque se encontraba atendiendo problemas derivados de la complicada situación nacional e internacional, nunca hizo acto de presencia en el resto de la ceremonia cívica. Al acto principal llevado a cabo en el Zócalo capitalino, llegan también los despojos mortales de Francisco González Bocanegra, extraídos de su original tumba en la “Rotonda de los Hombres Ilustres” del Panteón Civil de Dolores, para ubicarlos en la sepultura dual ubicada en el mismo cementerio para que quedaran junto a los de Nunó. El “pathos” se despliega primero con el desfile de cadetes del Colegio Militar que se unen al homenaje de los creadores del “Himno más hermoso de todos los himnos”, frase chovinista que resuena mientras la cámara registra la fachada de la Catedral Metropolitana. Ya luego se resaltará que “todas las clases sociales” se habían reunido en la plaza principal del país “llevadas por un mismo impulso, guiadas por un mismo sentimiento de patriótica unidad”. Los féretros de los homenajeados son ascendidos a una especie de templo provisional colocado en la plancha del “Corazón de México”, lo que da la pauta para el discurso pronunciado ni más ni menos que por Alejandro Gómez Arias (1906-1990), ex dirigente de la lucha en Pro de la Autonomía Universitaria y apasionado líder juvenil del Movimiento a favor de la candidatura de José Vasconcelos a la Presidencia de la República, hechos ocurridos en el mismo año de 1929 (2). Ante un público expectante, el orador oficial, que en 1937 había fundado Radio UNAM, destaca los valores del Himno Nacional (“¡Cuando lo escuchamos, oímos la voz de la Patria!”) y remite sus verdaderos orígenes al periodo prehispánico (“¡Hay en sus estrofas y en sus notas algo de los roncos cuernos de la ventura de las tribus salvajes! ¡Hay un eco de las civilizaciones indígenas! […] ¡Es también la aventura de luz de Quetzalcóatl!”). Mientras vemos los más variados aspectos de la congregación humana en el Zócalo (alumnos de escuelas oficiales, soldados, policías en motocicleta, funcionarios, altos jerarcas militares, etc.), finalmente se escuchan, estruendosas, las estrofas de Boca Negra musicalizadas por Nunó.

La parte concluyente del documento fílmico capta algunos de los momentos del doble sepelio de los artistas homenajeados y el letrero que cancela el relato señala: “Y así descansan, reunidos para siempre en tierra mexicana, los despojos mortales de quienes nos dieron uno de los símbolos de la Patria, frente al cual, como ante los otros dos, la bandera y la figura del Jefe de Estado, en estas horas de Unidad Nacional, nos inclinamos respetuosamente”. No casualmente, la frase puede leerse teniendo como fondo un cielo diáfano y la bandera nacional; pero, por unos instantes, una sobreimpresión hace aparecer en pantalla la imagen del General Manuel Ávila Camacho leyendo un discurso, seguramente el que se había difundido el 13 de junio de ese 1942 en todo el país declarando la guerra al amenazante bloque que conformaban Alemania, Italia y Japón.

Aparte de ser uno de los eslabones perdidos en las respectivas filmografías de Gabriel Figueroa y Raúl Martínez Solares, “Los honores póstumos a los preclaros autores” es un clarísimo ejemplo del cine documental que reforzaba la retórica oficial de la “Unidad Nacional”, para lo cual, como ocurriría con sus participaciones en el cine de ficción del resto de la década, el primero de ambos fotógrafos debió ensayar bastante sus nociones relativas al hieratismo y la limpidez de la imagen, muy evidentes sobre todo en los momentos en que los asistentes al Zócalo interpretan, con fervor, las notas del Himno Nacional. La situación local e internacional así lo ameritaba y Figueroa supo entenderlo e interpretarlo así, un tanto al margen del elemental patriotismo que se pretendía difundir por medio del filme.

Pero, al menos en términos cinematográficos, no paró ahí la cosa. La atmósfera a que dio lugar el homenaje póstumo a Nunó y González Bocanegra propició que, al año siguiente, la empresa de los hermanos Rodríguez Ruelas financiara “Mexicanos al grito de guerra” (“Historia del Himno Nacional”), película promovida y realizada por Álvaro Gálvez con el apoyo de Ismael Rodríguez, obra que también hizo eco a las ideas de unión de todos los sectores sociales ante la posible agresión del Eje. De acuerdo a un apunte de Emilio García Riera (3), “Este drama patriótico hubo de vencer ciertas dificultades para ser exhibido. Según el Diario Fílmico Mexicano (9 IX 43), ‘el decreto presidencial del cuatro de mayo de 1943 impone que las cintas que se hagan con el tema del Himno Nacional, deberán tener fines educativos y prohíbe, por consecuente, su explotación comercial’. Sin embargo, la cinta se estrenó comercialmente [el 21 de octubre de 1943 en el cine Alameda] y no tuvo mal éxito de su público”.

Interpretados por Carlos Riquelme y Salvador Carrasco, los autores de la melodía oficial por excelencia aparecían mostrando sus respectivas fuentes de inspiración para poder alcanzar la hazaña cultural de ganar el concurso respectivo.  Luego, justo en el momento más acuciante de la batalla del 5 de mayo de 1862, cuando el ejército comandado por el General Ignacio Zaragoza requería de un estímulo extra para ganarle al poderoso ejército francés, quien se lo brindaba era Pedro Infante, entonces en irrefrenable ascenso rumbo al estrellato, al ponerse a tocar el Himno Nacional con su trompeta. No podía pedirse más patriotismo fílmico que eso. En ese sentido, el documental fotografiado por Gabriel Figueroa y Raúl Martínez Solares tuvo su eco, y su digno complemento, en “Mexicanos al grito de guerra” (“Historia del Himno Nacional”), por lo que no es difícil suponer que ambas películas hayan sido exhibidas en funciones “normales”, la primera como preámbulo de la otra.

Notas:
(1). Cf. Garmendia, Arturo, “El cine documental de Gabriel Figueroa”, en “Luna Córnea”, número 32, IMCINE-Centro de la Imagen, 2008, pp. 59-79.
(2). En las mismas épocas en que Gómez Arias participaba en el ceremonial en homenaje a Nunó-González Bocanegra, otro destacado dirigente estudiantil del movimiento vasconcelista, Adolfo López Mateos, primo hermano de Gabriel Figueroa, ya militaba en el Partido de la Revolución Mexicana (PRM), antecedente inmediato del actual PRI, y, promovido por su pariente, fungía como Secretario y asesor legal de la mencionada ACM. Cf. Skirius, John, “José Vasconcelos y la cruzada de 1929” (Siglo XXI Editores, México D. F., 1978, 244 pp.) y “Gabriel Figueroa, Memorias” (UNAM-El Equilibrista, México D. F., 2005, p. 113 y ss.)
(3). En el volumen 3 de su “Historia documental del cine mexicano” (Universidad de Guadalajara, et. al, Guadalajara, Jalisco, 1992, p. 59).

*El autor agradece el apoyo de Hugo Lara en la selección y reproducción de los fotogramas que ilustran este texto.
*Las fotos que acompañan el presente artículo se incluyen únicamente como apoyo al contenido del texto, cuyo cometido es de difusión cultural y sin fines de lucro.