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2020-08-03 00:00:00

Sobre las fuentes culturales de «Allá en el Rancho Grande», en su aniversario de rodaje

Por Eduardo de la Vega Alfaro

1.

Convoquemos al lugar común: 1931 es una fecha clave en la historia de la cinematografía mexicana. A lo largo de ese año el gran cineasta soviético Sergei M. Eisenstein recorrió varias regiones del territorio nacional para utilizarlas como escenarios privilegiados de la realización de “¡Que viva México!”, su gran proyecto finalmente frustrado y, hacia fines del mismo periodo, concretamente el 3 de noviembre daría principio el rodaje de “Santa”, película largometraje  que vino a incorporarse a una serie de títulos que desde algún tiempo atrás venían intentando desarrollar un cine “parlante” propio. La diferencia entre el caso de “Santa” y los demás filmes mexicanos de argumento que se ostentaron como sonoros (“Dios y ley”, de Guillermo “Indio” Calles; “El águila y el nopal”, de Miguel Contreras Torres; “Más fuerte que el deber”, de Raphael J. Sevilla, etc), consistió en que dicha cinta, dirigida  por el español Antonio Moreno, vino a ser la primera de ellas filmada con sonido integrado a la imagen y, al mismo tiempo, la única que obtuvo un considerable éxito en taquilla durante su estreno, efectuado en marzo del año siguiente.

Segunda versión fílmica de una novela naturalista de don Federico Gamboa (ya en 1918 se había realizado una cinta sin sonido  basada en el mismo texto), “Santa” logró que, luego de muchos intentos, finalmente se sentaran las bases para el eventual desarrollo de una industria cinematográfica mexicana, toda vez que a lo largo de periodo artesanal iniciado hacia 1897 esos  intentos habrían resultado infructuosos debido, principalmente, a la constante y abrumadora invasión de productos fílmicos provenientes de Francia, Italia, Alemania y Estados Unidos. Ya es muy conocido que, a partir de 1917, luego de concluida la fase armada de la Revolución Mexicana, varios productores y realizadores se habían planteado la posibilidad de cimentar un industria fílmica que, al tiempo que pudiera responder a la demanda local, distribuyera por todo el mundo una imagen del México moderno, opuesta a la visión racista y denigrante que Hollywood venía difundido sobre el país y sus habitantes, ello como resultado de la serie de confrontaciones permanentes que se remontaban al siglo XIX y que se habían recrudecido en la etapa revolucionaria.[1]

No está de más volver a señalar que ese incipiente cine mexicano con sonido había surgido como reacción inmediata a la serie de películas producidas en Hollywood y habladas en español con las que los empresarios cinematográficos estadounidenses pretendían mantener su pleno dominio en los mercados de España y los diversos países de América Latina. Ciertamente, tan sólo entre 1929 y 1931 se realizaron en la llamada “Meca del cine” alrededor de 82 largometrajes y 67 cortometrajes de ese tipo, mientras que en el mismo periodo se habían exhibido en las salas de la ciudad de México 963 películas estadounidenses, es decir, el 89% de todos los filmes estrenados a lo largo de esos tres años.[2]

Sin embargo, ese panorama comenzaría a cambiar rápidamente. Entre 1932 y 1935 el cine mexicano se esforzará por transformarse en una industria capaz de cubrir la demanda de un vasto mercado fílmico conformado por los públicos de los países de habla hispana  y de algunas áreas del sur de los Estados Unidos, habitadas, ya desde entonces, por crecientes núcleos de emigrados que hablaban español. Ese esfuerzo adquirió más sentido en vista de que el cine “hispano”producido en Hollywood no tuvo la repercusión deseada ya que, desde 1932, las cifras de producción de ese tipo de filmes habían comenzado a disminuir de manera evidente: si en dicho año se realizaron 5 largometrajes, en los tres siguientes se filmaron 11, 14 y 14, respectivamente. Mientras tanto, a lo largo de ese mismo periodo, la cinematografía mexicana logró producir un promedio anual de 22 largometrajes.

En su intento por ganarse los mercados de habla hispana, el incipiente cine  mexicano con sonido comenzó a cultivar diversos temas y estilos. Pero con la excepción de algunos filmes como “Juárez y Maximiliano”, “Chucho el Roto”, “Monja y casada, virgen y mártir”, y “Luponini de Chicago”, que sí lograron llamar la atención del público local y aún internacional, la mayoría de las cintas de la época fracasaron como productos comerciales. Los grandes logros en taquilla fueron obtenidos por los cineastas mexicanos dedicados a explotar todas las formas del melodrama, género en el que destacaría Juan Orol, cuya cinta “Madre querida” (1935) no sólo obtuvo amplios beneficios comerciales sino que dio origen a una especie de sub género, el de la “exaltación maternal”.

Pero a pesar de sus primeros logros artísticos y comerciales, el primitivo cine nacional ya sonorizado parecía no estar capacitado para dar el salto cualitativo y cuantitativo que lo convirtiera en una verdadera industria. Y es que ese cine no sólo competía contra las películas “hispanas” hollywoodenses, sino que también disputaba los mercados potenciales  con las cinematografías de Argentina y España, mismas que por entonces estaban llevando a cabo estrategias de comercialización más o menos similares que las emprendidas por los productores fílmicos mexicanos.

Tal situación llevaría al historiador pionero José María Sánchez García a señalar que 1936 fue “el año de la gran crisis en la que llegó a temerse la desaparición del cine nacional, debido a que los públicos de habla hispana, tanto nacionales como extranjeros, rechazaban las películas mexicanas. Numerosas empresas productoras, antes florecientes, tuvieron que abandonar el campo, y sólo quedaron en pie  algunas compañías particulares y de poco capital, que seguían confiando en mejores tiempos. Vino entonces la película que salvó a la industria de una ruina inminente y que probó que en México somos capaces de producir un cine de calidad. Aquella película fue ‘Allá en el Rancho Grande’”.[3]

Pese a lo exagerado de algunas de esas afirmaciones (salvo el caso de la Compañía Nacional Productora de Películas, que entre 1931 y 1936 había financiado “Santa” y seis películas más, todavía no existían en México empresas “florecientes” y mucho menos podía hablarse que hubiera una industria fílmica nacional), Sánchez García tuvo razón al advertir la singularidad del caso de “Allá en el Rancho Grande”, cinta basada en el cuento “Cruz”, de la escritora Luz Guzmán Aguilera de Arellano, y filmada por Fernando de Fuentes a partir del 3 de agosto de 1936 en los estudios México Films y en locaciones de la hacienda del Rosario, cercana al pueblo de Tlalnepantla, estado de México, que por cierto parece haber sido la misma, o una muy parecida, a aquel sitio homónimo en el que el mismo cineasta había filmado, al alimón con su amigo Juan Bustillo Oro,  su obra maestra: “El compadre Mendoza”.

El proyecto de trasladar a la pantalla el mencionado relato de Luz Guzmán Aguilera de Arellano (hermana de Antonio Guzmán Aguilera, quien era conocido en el medio artístico por su seudónimo de Guz Águila), venía gestándose desde varios meses atrás. De acuerdo con una nota publicada por Hugo del Mar en Revista de Revistas de abril de 1936, Guz Águila ya tenía un argumento fílmico adaptado a partir de Cruz y se lo había ofrecido a Raphael J. Sevilla para que fuera él quien lo dirigiera; a su vez, el cineasta anunció que la película sería interpretada por Juan José Martínez Casado (quien había sido uno de los actores principales de "Santa"), y por la joven Victoria Blanco.

Tito Guizar y Esther Fernández.


Según la breve información contenida en una edición publicada después de la realización de “Allá en el Rancho Grande” y que por tanto ya se ilustraba con stills de la cinta, el cuento de Guzmán Aguilera había sido concluido el 26 de febrero 1933, época en que, según parece, la escritora vivían en el poblado de Laguna de Palomas, municipio de Jiménez, estado de Chihuahua. En esa misma edición de tan solo 32 páginas se decía que el relato, concebido “sin pretensiones literarias”, era “fruto de la observación que, de la vida campesina en nuestras grandes llanuras, hizo la autora, quien radica en [la población de Rancho de] las Salinas [Satevó, Chihuahua], donde se desarrolla la acción y conoce varios de los protagonistas, algunos de los cuales aún viven”. Si nos atenemos a esta información, eso quiere decir que Luz Guzmán Aguilera de Arrellano había escrito su relato en un poblado de Chihuahua (Laguna de Palomas) y luego se mudó a otro (Rancho de las Salinas), situado a 90 kilómetros de distancia. 

El hecho es que la producción de la versión fílmica de “Cruz” quedó finalmente en manos de Antonio Díaz Lombardo, quien tenía alguna experiencia previa en el medio fílmico ya que, en 1935, asociado con el estadounidense Paul H. Bush, había financiado “María Elena”, cinta de ambiente tropical dirigida por Raphael J. Sevilla, precisamente. Es probable, entonces, que los verdaderos promotores de la idea de llevar a la pantalla el relato de Guzmán Aguilera hayan sido tanto Guz Águila como Díaz Lombardo y que, en algún momento, éste último haya decidido que Fernando de Fuentes supliera a Sevilla como director de la película en ciernes. Era esta una decisión lógica en vista de que, para entonces, De Fuentes había ganado fama como uno de los mejores y más capaces realizadores de cine en México: una brillante carrera iniciada poco antes de los albores de la cinematografía sonora mexicana daba fe de ello.

Nacido el 13 de diciembre de 1894 en el puerto de Veracruz e hijo de un empleado bancario, Fernando de Fuentes Carrau hizo estudios inconclusos de ingeniería, y, después, de Filosofía y Letras en la Universidad de Tulane, Nueva Orleáns. De vuelta a México,  obtiene por un tiempo el puesto de secretario auxiliar del general don Venustiano Carranza, líder de la facción “constitucionalista”, misma que, tras derrocar al gobierno reaccionario de Victoriano Huerta y vencer a los ejércitos populares de Francisco Villa y Emiliano Zapata, terminaría por instaurar un nuevo orden político y social. En 1917, interesando en diversas manifestaciones artísticas (sobre todo la literatura, la música y la pintura), De Fuentes gana un concurso de poesía organizado por los diarios Excélsior y El Universal. Dos años después de triunfar en el mencionado certamen poético, el artista, entonces recién casado, se traslada a Washington para trabajar en la embajada de México ante el gobierno de los Estados Unidos.

Fernando de Fuentes.
 

Después de un nuevo retorno a la ciudad de México, De Fuentes ejerce el periodismo político y, hacia 1925,  comienza a trabajar en la exhibición cinematográfica, primero como gerente de la cadena llamada Circuito Máximo y, luego, en calidad de responsable del Cine Olimpia, una de las salas más modernas e importantes de aquella época. Ya en los inicios del cine con sonido, implanta en la sala Olimpia la modalidad de subtitular al español las películas ahí exhibidas y, seducido por el mundo de las imágenes en movimiento, logra ser llamado por una productora hollywoodense para colaborar en la realización de cintas “hispanas”. Como el viaje rumbo a “La Meca del cine” se cancela debido a que la citada empresa bajó mucho su ritmo de producción, De Fuentes aprovecha sus relaciones con el medio fílmico mexicano y logra convertirse en uno de los asistentes de dirección en Santa. A esa experiencia inicial seguirán  dos colaboraciones más en otras tantas cintas financiadas en 1932 por la Compañía Nacional Productora de Películas: “Águilas frente al sol”, de Antonio Moreno, y Una vida por otra, de John H. Auer, cineasta de origen húngaro formado en Hollywood. En la primera de ellas, De Fuentes fungió como editor y en la segunda tuvo el crédito de “director de diálogos”.[4]

Eso fue  más que suficiente para que en ese mismo año de 1932 De Fuentes fuera contratado por la Compañía Nacional Productora de Películas para que dirigiera “El anónimo”,  melodrama basado en un argumento y guión escritos por él mismo a partir de una ignota obra teatral francesa. Gracias a las notas periodísticas posteriores al estreno puede inferirse que, a pesar de una trama convencional, El anónimo reveló el potencial creativo de su director. Ese potencial quedaría demostrado plenamente por un hecho digno de resaltarse: de las 21 películas de largometraje producidas en México durante 1933, De Fuentes logra realizar 4, es decir, una quinta parte de ese total. Pero, más que la cantidad, fue la calidad de esos filmes la que perfiló a su director como figura clave del naciente cine mexicano con sonido ya que “El prisionero trece”, “La Calandria”, “El tigre de Yautepec” y “El compadre Mendoza” resultaron todas ellas obras excepcionales en su respectivo contexto.

Las siguientes películas emprendidas por el cineasta no harían sino confirmar su gran talento narrativo. Tanto “El fantasma del convento” (1934) como “Cruz Diablo” (1934), “La familia Dressel” (1935) y, sobre todo, “¡Vámonos con Pancho Villa!” (1935), excelente adaptación de la novela homónima de Rafael F. Muñoz, son auténticos clásicos en sus géneros respectivos. Lo mismo puede decirse de “Las mujeres mandan” (1936), una muy lograda sátira contra los valores provincianos y conservadores.

Cuando fue convocado para dirigir “Allá en el Rancho Grande”, De Fuentes se encontraba, pues, no sólo en el mejor momento de su carrera sino en plenitud de facultades para mantenerse a la vanguardia de un cine que todavía pugnaba por encontrar las fórmulas redituables que lo convirtieran en industria.


2.

Es de suponer que una vez que fue contratado para realizar el que sería su onceavo largometraje en apenas unos cuantos años de carrera como director, De Fuentes comenzó a pensar en un casting que fuera más adecuado para sus peculiares objetivos. Su ya muy desarrollada intuición para el cine lo llevó a contratar como protagonista a Tito Guízar, por entonces un joven cantante de origen jalisciense que, radicado por varios años en Estados Unidos, se había convertido en un exitoso intérprete de música folclórica mexicana difundida por la radio desde Nueva York.

Además, Guízar, primo del compositor José “Pepe” Guízar, contaba con alguna experiencia fílmica dentro del ambiente hollywoodense ya que en 1935 había aparecido brevemente en “Bajo la luz de las pampas” (“Under the Pampas Moon”), cinta producida por la Fox y dirigida por James Tinling, en la que sólo interpretó una canción, y asimismo había protagonizado un corto “hispano” intitulado “Milagroso Hollywood”, dirigido por Allen Watt para la Royal Films del argentino Raúl Gurruchaga. El intérprete musical jalisciense propondría a De Fuentes modificar el título original del filme por el de “Allá en el Rancho Grande”, uno de los temas que mayores triunfos le había proporcionado en su vertiginosa carrera artística.[5]

Aparte de Tito Guízar y del compositor veracruzano Lorenzo Barcelata, De Fuentes integró a su proyecto a otros actores como el cubano René Cardona (que también tenía antecedentes en el cine “hispano” hollywoodense: entre 1929 y 1931 fue intérprete de cintas como “Sombras Habaneras”, “Del mismo barro”, “Cuando el amor ríe” y “Carne de cabaret”); la joven Esther Fernández (que sólo contaba con experiencia como “extra” y actriz secundaria en la cinta “El baúl macabro”); el cómico Carlos López “Chaflán” (que ya había trabajado con De Fuentes en “El compadre Mendoza”, “Cruz Diablo”, “La familia Dressel”, “¡Vámonos con Pancho Villa!” y “Las mujeres mandan”), Emma Roldán, quien tenía entre sus apariciones previas el espléndido papel de sirvienta sordomuda en “El compadre Mendoza”, y Dolores Camarillo, que también había trabajado en la mencionada versión fílmica de la novela de Rafael Felipe Muñoz. El cineasta confió la labor de fotografía al entonces joven Gabriel Figueroa, que había debutado en la cinematografía mexicana como fotógrafo de fijas (Still man) para después trabajar como iluminador y operador de cámara en “¡Vámonos con Pancho Villa!”, “María Elena” y algunas cintas más, esto último luego de haber permanecido en Hollywood tomando un curso informal impartido por Gregg Toland, quien  alcanzaría fama mundial como camarógrafo de “El ciudadano Kane” (“Citizen Kane”, 1940), la obra cumbre de Orson Welles.

El rodaje de “Allá en el Rancho Grande” se llevó a cabo sin mayores contratiempos. Sólo se sabe que las limitantes de producción no alcanzaron para filmar algunas secuencias como la carrera de caballos ganada por el personaje interpretado por Tito Guízar, hecho que sólo se aludía a través de los gritos estentóreos del personaje encargado en pregonar la noticia de tal triunfo. Concluida hacia principios de septiembre 1936, la cinta, cuyo costo definitivo fue de alrededor de $ 100, 000.00 pesos de la época, quedó lista para ser estrenada en alguna de las 39 salas que existían por ese entonces en la capital de la República Mexicana. Cabe aquí advertir que  Allá en el Rancho Grande no fue un fenómeno aislado en aquél año de 1936: poco antes y poco después de que el filme de De Fuentes fuera realizado, se produjeron otras dos películas nacionales que también exaltaron de manera muy evidente el folclore musical mexicano de corte conservador: “Cielito lindo”, de Roberto O’Quigley y Roberto Gavaldón, y “¡Ora Ponciano!”, de Gabriel Soria. Si se toma en cuenta la situación socio-política imperante en el país, puede decirse, entonces, que la realización de las tres cintas mencionadas no fue del todo casual: todas ellas formaron parte de la reacción, conciente o inconsciente, que algunos sectores sociales tuvieron ante el intenso y controvertido proceso de Reforma Agraria implementado por el gobierno federal que encabezaba Lázaro Cárdenas del Río.

Antes de analizar algunos de los factores que confluyeron para que ocurriera el colosal e inesperado éxito de “Allá en el Rancho Grande” es necesario detenerse en las características propias del filme, cuya trama puede sintetizarse de la siguiente manera.

Jalisco, 1922. El pequeño Felipe (Gaspar Núñez), hijo único de don Rosendo (Manuel Noriega), dueño de la próspera hacienda Rancho Grande, crece junto a los huérfanos José Francisco (Armando Alemán)  y Eulalia, que han quedado al cuidado de sus padrinos, la lavandera Ángela (Emma Roldán) y el flojo y alcohólico Florentino (Carlos López Chaflán). Éstos últimos, que viven en amasiato, han tenido que aceptar bajo su protección a la pequeña Cruz (Lucha María Ávila), quien había sido adoptada por Marcelina (Dolores Camarillo), la difunta madre de José Francisco y Eulalia. En 1936, ya muerto don Rosendo, Felipe (René Cardona) ha heredado Rancho Grande y nombra a José Francisco (Tito Guízar) caporal o ayudante principal. José Francisco compite con su amigo Martín (Lorenzo Barcelata) por el amor de la guapa y asmática Cruz (Esther Fernández), que ha venido siendo objeto de explotación y malos tratos por parte de Ángela. Cruz corresponde en secreto a José Francisco, quien, junto con Martín, acompaña a Felipe a dar serenata a su prometida Margarita, que vive en un pueblo cercano. Al celebrase una pelea de gallos en el palenque del pueblo, José Francisco resulta herido cuando intercepta el balazo que un gallero rival dispara sobre Felipe. Gracias a los cuidados de Cruz y a que Felipe dona su sangre, José Francisco logra recuperarse pronto. Empeñada en casar a Eulalia con Nabor (Alfonso Sánchez Tello), mayordomo de la hacienda de Rancho Chico, Ángela ofrece a Felipe la virginidad de Cruz a cambio del dinero necesario para los preparativos de la boda. Con engaños, Ángela lleva a Cruz a la hacienda; al quedar sola con Felipe, la joven sufre un nuevo ataque de asma y se desmaya; él la deja ir cuando se entera de que es novia de José Francisco, pero unos veladores de la hacienda, Emeterio (Carlos L. Cabello) y Gabino (Juan García), los ven salir juntos. Regresa José Francisco triunfador de una carrera de caballos disputada en Rancho Chico, lo cual le ha permito obtener el dinero suficiente para casarse con Cruz. Durante las celebraciones por el triunfo, Emeterio y Gabino comienzan a propagar las murmuraciones acerca de supuesta relación de Cruz con el patrón; José Francisco se entera de ello al contestarle Martín unas coplas en la cantina. José Francisco va a buscar a Cruz  y al no encontrarla se dirige a matar a Felipe; éste le sale al paso y lo convence ante todos de que no ocurrió nada entre él y Cruz. José Francisco, que pensaba irse de Rancho Grande, decide seguir viviendo ahí. Florentino obliga a Ángela a pedirle perdón a Cruz. Todo termina con boda múltiple: José Francisco se casa con Cruz al mismo tiempo que Felipe con Margarita, Nabor con Eulalia, y Florentino con Ángela.

Del cuento de Guzmán Aguilera de Arellano se respetaron la anécdota principal así como los nombres de la mayoría de los personajes. Los hechos narrados se trasladaron de la región salitrosa del poblado de  Rancho Salinas, Chihuahua, a un sitio impreciso del estado de Jalisco, una de las zonas con mayor riqueza folclórica vinculada a la vida de ranchos (pequeñas propiedades agrícolas) y haciendas, lo que a su vez justificó plenamente el uso de muchas canciones y de un bailable típico (“El jarabe tapatío”, interpretado por Emilio “Indio” Fernández y Olga Falcón). Se trastocaron o eludieron algunos aspectos realistas y por lo tanto con posibilidad de ser prohibidos por la censura de la época: la muerte de Marcelina, que fallecía víctima de un “mal parto”, se trasformó en fallecimiento por alguna enfermedad grave; el personaje de Florentino cobró mucha mayor relevancia, lo que incluso permitió convertirlo en objeto de escario al calificarlo de “comunista por vago” (en realidad es alguien con escaso conocimiento de su situación de clase pero su vagancia, como la de la figura de Chaplin, es potencialmente perturbadora para el statuquo agrario de la época); en contraste de lo ocurrido en el palenque, en el texto original Felipe era salvado por José Francisco de la furia asesina de Martín luego de saberse despreciado para ocupar el puesto de mayordomo que creía tener seguro para él; el marcado intento de violación de Felipe a Cruz, hecho que la autora del cuento describió con lujo de detalles (“Él empezó a besarle los ojos, la boca, la garganta, el pecho y en un loco arrebato desgarró su blusa, dejando al descubierto un seno pequeñito”), quedó reducido en la cinta a unos cuantos escarceos previos al malestar de la joven, víctima de un ataque de asma. El final, que en el relato era de signo trágico (José Francisco y Cruz preferían huir para evitar más murmuraciones pero ella moría al ascender las escarpadas montañas y quedaba sepultada bajo un montón de piedras para evitar que las aves de rapiña devoraran su cadáver), se modificó para que el filme concluyera con los alegres festejos de cuatro bodas simultáneas mientras se escuchaba, por tercera y última vez, el tema de la canción que le dio título a la obra de De Fuentes. Y aunque obra literaria y película se ubicaban en el inmediato periodo postrevolucionario, no hubo alusión alguna a la convulsa situación política de ese momento histórico, lo que de ahí en adelante, salvo muy contadas excepciones, se convertiría en una convención genérica.

Aparte del relato en que la película basó su argumento, las raíces culturales de que se nutre “Allá en el Rancho Grande” y, por extensión, la comedia ranchera, género al que daría origen formal, son múltiples y variadas. Otras fuentes literarias del filme podrían ser las novelas, cuentos y  obras teatrales costumbristas de escritores jaliscienses como José López Portillo y Rojas (“La parcela”, 1898), Carlos Federico Kegel (“En la hacienda”, 1908) y Mariano Azuela (“De mi tierra”, 1903; “En derrota”, 1904; “Mala yerba”, 1909). Los conflictos derivados del “derecho de pernada”, pivote dramático de “Allá en el Rancho Grande” poseen, en efecto, resonancias de los temas descritos por dichos escritores. Para Aurelio de los Reyes, el argumento de “Allá en el Rancho Grande” tiene raíces en la literatura mexicana del siglo XIX, particularmente en Astucia, la gran novela costumbrista de Luis G. Inclán.[6]

Por su lado, Jorge Ayala Blanco comenta que la cinta de De Fuentes “es la versión libre y chusca de una obra teatral de Joaquín Dicenta”[7] y por lo tanto su procedencia puede remitirse a “la parodia del drama español de principios del siglo [XX]”. De acuerdo con el mencionado crítico de cine, la influencia de la dramaturgia española “es también perceptible por lo que respecta al sainete madrileño y a la zarzuela. A través del primero, la comedia ranchera incorpora el gusto por el asunto jocoso, por la complicación fútil, por las temperaturas de superficie, por los enredos a base de malentendidos, por la resolución arbitraria de los conflictos sentimentales y cierta gracia verbal [...] De la zarzuela, la comedia ranchera tomará tres de sus elementos fundamentales: la desenvoltura de personajes celosos de su intimidad, los intermedios cantados como incentivo y la explosión anímica proyectada en la música alegre”.[8]

Otra vertiente literaria que confluye en la cinta de De Fuentes es la del Teatro Mexicano de Revista de la década de los veinte del mismo siglo XX. Derivado de la “Tonadilla” (cuya raigambre se extiende hasta la época misma de la colonia española), dicho género, que normalmente mezclaba la sátira social y la música vernácula, alcanzó gran éxito entre los públicos urbanos con obras como “El país de la metralla”,  “México en cinta”, “La tierra de los volcanes”, “México lindo”, “Del rancho a la capital”, “La india bonita”, “Cielito lindo”, “Esta es mi tierra”, etc. Antonio Guzmán Aguilera, que había sido autor de varias de obras de ese tipo (“La huerta de don Adolfo”, “Chaplin Candidato”, “Elecciones presidenciales”), plasmó algunas características del teatro de revista en el guión de “Allá en el Rancho Grande”, sobre todo los personajes y diálogos interpretados por Carlos López Chaflán y Emma Roldán, o por el empleo de estereotipos satirizados como los extranjeros representados, no por casualidad, claro,  por el  tendero español (Hernán Vera) y el gringo que apuesta dinero en las peleas de gallos (Clifford Carr): ambos encarnan el afán de ridiculizar a representantes de países enriquecidos a costa  de los bienes terrenales situados en la geografía mexicana y de la explotación de buena parte de sus habitantes.

En el terreno de las influencias pictóricas habrá que señalar que el filme realizado por De Fuentes trasladó a la pantalla parte de la tradición paisajista y costumbrista cultivada en el siglo XIX por artistas de la talla de José María Velasco, Luis Coto, Eugenio Landesio y Ernesto Icaza (“El charro pintor de charros”), tradición que se había extendido al arte fotográfico de Hugo Brehme, Luis Márquez, Roberto Turnbull y varios más.

Por lo que respecta a los caracteres musicales, “Allá en el Rancho Grande” recoge, y de hecho lleva hasta sus últimas consecuencias, el folclor sonoro originario de los pueblos de Jalisco, mismo que había dado lugar a la consolidación nacional e internacional del mariachi y a un amplísimo repertorio de canciones “rancheras” y bucólicas, géneros en que venían destacando o destacarían, gracias a sus éxitos en la radio y la industria discográfica, una buena cantidad de autores e intérpretes: Silvestre Vargas, Ignacio Fernández Esperón “Tata Nacho”, Emilio D. Uranga, Silvano Ramos, Ernesto Cortázar, Agustín Ramírez, Jesús “Chucho” Monge,  Lucha Reyes, Alfonso Esparza Oteo, Mario Talavera, Jorge del Moral y,  por supuesto, Lorenzo Barcelata y Tito Guízar.

La película de De Fuentes posee también antecedentes narrativos y estéticos tanto en las cintas sin sonido “El caporal” (Miguel Contreras Torres, 1921), “En la hacienda” (Ernesto Vollrath,1921, versión cinematográfica de la obra homónima de Carlos Federico Kegel), “La parcela” (Ernesto Volrath, 1921, basada en la ya citada novela de José López Portillo y Rojas) y “Del rancho a la capital” (Eduardo Urriola, 1926, inspirada en la obra teatral homónima), como en el depurado paisajismo de los rushes filmados por Sergei Eisenstein y su camarógrafo Eduard Tissé para “Maguey”, uno de los seis episodios en que iba a estar dividida la compleja  estructura dramática de “¡Que viva México!” Ese depurado paisajismo resulta muy evidente en la secuencia en que el malherido José Francisco es trasladado en camilla rumbo a Rancho Grande, momento que marca la génesis formal del portentoso estilo visual que habría de llevar a la fama internacional al todavía poco conocido Gabriel Figueroa: la procesión encabezada por Felipe avanza lentamente hacia la cámara enmarcada en un frondoso maguey y en un cielo cargado de nubes grises que anuncian el simbólico triste atardecer.

Por último, “Allá en el Rancho Grande” incluye resonancias temático-folclóricas que pueden rastrearse en varias películas “hispanas” como “Allá en el Bajío” (Arcady Boytler, 1929), “Charros, gauchos y manolas” (Xavier Cugat, 1930) y “Serenata mexicana” (de director ignoto, 1930) así como en las películas mexicanas que habían comenzado a experimentar con el uso de música y ambientes vernáculos (“Mano a mano”, Arcady Boytler, 1933) e, incluso, en la cinta española “Nobleza baturra” (1935), de Florián Rey con Imperio Argentina, que se constituyó en una apología de las costumbres rurales aragonesas y que actualizaba dos casos precedentes, ambos de gran éxito en sus respectivos países: “Nobleza gaucha” (1915), filme argentino de Humberto Cairo, y la versión carente de sonido del filme de  Florián Rey, filmada en 1925 por Joaquín Dicenta hijo y Juan Vilá Vilamala.

El mérito principal de “Allá en el Rancho Grande” consiste, entonces, en haber sintetizado, sin necesariamente proponérselo de manera consciente, todas las raíces culturales antes mencionadas. La solidez narrativa, el profesionalismo y hasta el buen gusto de De Fuentes permitieron que esa amalgama de tendencias, elementos y estilos, algunos muy dispares, alcanzara el punto de equilibrio necesario para que la cinta no cayera en el ridículo ni en otras formas de exageración propias del cine mexicano de la época y de periodos subsecuentes. Tales ingredientes resultaron suficientes para que un público que continuaba ávido por identificarse de alguna forma u otra con aquello que se le ofrecía en las pantallas, le diera al filme su pleno respaldo en taquilla.

 

Después de su estreno en la Ciudad de México, “Allá en el Rancho Grande” inició un exitoso recorrido en salas de casi todos los países de América Latina, así como de España y los Estados Unidos. A fines de diciembre de 1936 la película había recaudado una ganancia de 400 mil pesos es decir, cuatro veces más de lo invertido en ella, además de que por esa misma época se presentó en Nueva York, donde logró llamar la atención de la crítica especializada.

Gracias a su peculiar empleo del folclor y la música vernácula, la obra fílmica de De Fuentes ofreció también buenos elementos de identidad nacional e incluso latinoamericana ya que no hay que olvidar que en ese entonces el sub continente poseía algunas similares características en cuanto a la composición social y cultural de su población.

El corolario de la carrera triunfal de “Allá en el Rancho Grande” vendría a ser la obtención del premio a mejor fotografía otorgado a Gabriel Figueroa en el Festival de Venecia de 1938, es decir cuando Italia vivía el esplendor de la dictadura fascista de Benito Mussolini. Según la hipótesis de Aurelio de los Reyes, ese triunfo se debió, principalmente, al conservadurismo implícito de la película de De Fuentes, mismo que encontró plena correspondencia con el tipo de cine, evasivo y demagógico, que producía y demandaba el régimen del “Duce” italiano para auto justificarse. Sin embargo, habrá que reconocer que la calidad del trabajo de Figueroa, sin duda excepcional para su época,  debió destacar por sí mismo, es decir, un tanto al margen del contenido ultra conservador de “Allá en el Rancho Grande”, pero no por ello alejado, sino todo lo contario, a estructurales nociones clasistas, machistas y hasta racistas: “Eres morena, pero bonita”, le decía sin pudor alguno el viejo patrón interpretado por Manuel Noriega a la pequeña hija de alguno de los trabajadores bajo su supuesta protección.

La reacción ante el extraordinario triunfo comercial del filme de De Fuentes no se hizo esperar. En 1937 la producción cinematográfica mexicana alcanzó la cifra récord de 38 largometrajes, de los cuales poco más de un 50% se dedicaron a repetir, de una u otra maneras, la fórmula “Allá en  el Rancho Grande”. El propio cineasta aprovechó la veta al dirigir en ese año otras dos películas de ambiente folclórico: “Bajo el cielo de México” y “La Zandunga”, protagonizada por Lupe Vélez (de notables antecedentes en Hollywood). Con tal número de producciones fílmicas, la cinematografía mexicana se puso a la vanguardia de los cines de habla hispana y consolidó su preeminencia en los mercados abiertos gracias al éxito de “Allá en el Rancho Grande”. Y, en un proceso que parecía irreversible,  al año siguiente se realizaron 58 películas, cifra que marcó el inicio formal de la que en pocos años se convertiría, aunque no sin tropiezos, en la industria cultural más importante de América Latina. Aunque jamás superaría a Hollywood, cuando menos durante las décadas cuarenta y cincuenta esa industria seguiría surtiendo buena parte de la demanda de los mercados del sub continente americano e incluso tendría presencia en los de Europa y de algunos países de Asia.

Todo lo anterior remite a la importancia del caso de “Allá en el Rancho Grande”, cinta que, junto con no pocas de sus congéneres, de hecho permitió convertir en realidad el proyecto de aquél grupo de mexicanos que durante los últimos años de la segunda década del siglo XX se dieron a la azarosa tarea de construir una cinematografía que pudiera dar a conocer al resto del mundo una imagen del país más o menos auténtica y que, al mismo tiempo, equilibrara en el mercado interno la abrumadora cantidad de filmes provenientes de Hollywood y de otras latitudes.

Referencias

[1] En el tomo uno de su gran investigación México visto por el cine extranjero, Era-Universidad de Guadalajara, México D. F., 1987, p. 15 y ss., Emilio García Riera profundizó en las diversas aristas de ese fenómeno.

[2] Cf. Heinink, Juan B. y Robert G. Dickson, Cita en Hollywood. Antología de las películas norteamericanas habladas en español, Ediciones Mensajero, Bilbao, España, 1990, 319 pp.

[3] Sánchez García, José María, citado por Emilio García Riera en Historia documental del cine mexicano, volumen 1, Universidad de Guadalajara, et.al., Guadalajara, Jalisco, 1993, p. 211

[4] Para profundizar en la vida y obra de este gran cineasta, véase: García Riera, Emilio, Fernando de Fuentes 1894/1958, Cineteca Nacional, México D. F., 1984, 2002 pp.

[5] En el volumen 1 de Historia documental del cine mexicano (Universidad de Guadalajara, et. al., Guadalajara, Jalisco, Op, cit, 236), Emilio García Riera apunta que la mencionada melodía “se tenía por anónima”,  pero que su autoría había sido reclamada por “Silvano R. Ramos, que dijo haberla compuesto en 1915 y que vivía en 1936 en los Estados Unidos. Curioso asunto, porque ahí mismo la había interpretado ya Tito Guízar con buen éxito y sin reclamaciones de Ramos”. Al parecer aquella demanda pública no pasó a los respectivos tribunales, ni cosa parecida, lo que mueve a pensar que se trató de un simple caso de oportunismo para tratar de obtener parte de las ganancias producidas por la cinta.

[6] Cf. De los Reyes, Aurelio, Medio siglo de cine mexicano (1896-1947), Editorial Trillas, México D. F., 1987, pp. 149-152

[7] El autor no proporciona el título de ese drama pero bien pudo ser El señor feudal, publicado en España alrededor de 1900

[8] Ayala Blanco, Jorge, La aventura del cine mexicano, Editorial Era, México D. F., 1968, p. 65