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2019-06-07 00:00:00

«Targets»: De cómo, hace 51 años, cambió el cine de terror

Por Pedro Paunero

“Estos son los monstruos que dan miedo…”
Boris Karloff en “Targets”
 

Con poco más de veinte años, Peter Bogdanovich (n. 1939), tenía un empleo en el que volcaba su amor total por el cine, el de programador de películas para el New York Theater. Actor y crítico de cine, escribía sus artículos para Esquire, profundamente influenciado por los maestros franceses de la Nouvelle Vague. Se había casado con Polly Platt, hippie y diseñadora de vestuario, con quien haría mancuerna para sus mejores, y futuros, guiones. Y, como el azar es lo que rige en el universo, siempre y cuando nos sorprenda preparados, ocurrió que, en Hollywood, durante la exhibición de la película de Jacques Demy, “La baie des anges” (1963), Roger Corman, el legendario rey del bajo presupuesto, que se había sentado en la butaca detrás de Bogdanovich, lo reconoció como a uno de los escritores para la citada revista. Se pusieron a conversar. Casi de inmediato Corman le ofreció un trabajo, como ayudante de dirección, en su película “Ángeles salvajes” (aka. "Los ángeles del infierno"; "The Wild Angels", 1966), que Peter no pudo rechazar. Corman, célebre por ofrecer su primer trabajo a actores y directores, a la larga más importantes que él, no demoró en invitarlo a rodar una película. Bogdanovich se lo tomó a broma, pero Corman hablaba muy en serio. 

“Ya sabes cómo filma Hitchcock, ¿verdad? Planifica cada toma, va totalmente preparado. Ya sabes cómo filma Hawks, ¿verdad? No planifica nada, reescribe el guion en el plató”, le comentó su majestad, el amo y señor del cine barato pero rentable. “Exacto”, respondió Bogdanovich. “Bueno, en esta película quiero que seas Hitchcock”.

Basada libremente en los recientes asesinatos de agosto de 1966, perpetrados por Charles Whitman, situado como francotirador en lo alto de una torre en el campus de la Universidad de Texas, desde la que disparara, valiéndose de un Remington, contra varios estudiantes, la película contaría con un presupuesto de $125 mil dólares. El rodaje comenzó en abril de 1967 y, veintitrés días después, ya estaba terminada. El aclamado crítico de cine Peter Biskind, en su afamado libro “Moteros tranquilos, toros salvajes (La generación que cambió Hollywood)”, cuenta cómo fue Samuel Fuller, el director de culto y gran amigo suyo, quien le sugirió a Peter que “economizara, para gastárselo todo en un gran final”. Bogdanovich tomó prestados elementos de aquí y de allá, en especial del final de “Bonnie y Clyde” (1967), la película de Arthur Penn y Warren Beatty, que se considera, con “Easy Rider” (1969) de Dennis Hopper, la cinta que cambió el cine de Hollywood y que barriera, a balazos y bajo efectos psicotrópicos, con las viejas tramas melodramáticas y los culebrones románticos de una era caduca. 

La película se tituló “Targets” (estrenada en los Estados Unidos el 13 de agosto de 1968), es decir, “Objetivos” (los objetivos vistos a través de la mira telescópica de un rifle, por parte de un francotirador), conocida en México como “Pequeños asesinatos” durante su exhibición en cines, y “Antes de morir”, en su lanzamiento en DVD (en España su título fue “El héroe anda suelto” y en Sudamérica “Míralos morir”). La película fue un fracaso en taquilla y Bogdanovich lo atribuiría al estado de sensibilidad en la atmósfera, debido al asesinato del querido líder negro Martin Luther King cuatro meses antes. A pesar de ello la película llamaría la atención de otros productores y realizadores, y le granjearía el respeto como director, al grado de encargársele poco después la que sería su obra maestra, la cinta titulada “La última película” (The last Picture Show, 1971), que también retrataba un estado social y mental de la juventud americana, y alcanzando el status de director de una cinta de culto como “Targets”, precisamente. 

En la película Boris Karloff se interpreta a sí mismo, pero bajo el nombre de Byron Orlok, es decir, usando el mismo apellido que el misterioso actor Max Schreck usara en la Nosferatu (1922) de F. W. Murnau, el “Conde Orlok”. Y, realmente, Orlok-Karloff no dice gran cosa además de resaltar, una y otra vez, a lo largo del metraje, que su cine, sus actuaciones y él mismo, ya son una reliquia, que su terror ya no asusta, que es un dinosaurio en un mundo en el que, según lee en un titular de un periódico: “Un joven mata a seis en un Súpermercado”, mientras Orlok y el guionista y director Sammy Michaels (interpretado por el mismo Bogdanovich, en un homenaje a Samuel Fuller, cuyo nombre completo era Samuel Michael Fuller), miran por televisión “Código criminal” (The Criminal Code, Howard Hawks, 1931), en la que Orlok-Karloff interpretara uno de sus papeles más importantes, a la vez que trata de convencerlo de actuar en una última película. La cinta no carece de humor, sobre todo cuando corre a cargo de Karloff quien, tras despertar de una borrachera (se ha dormido al lado de Michaels que, al despertar se asusta porque “ha despertado al lado de Orlok”), se encuentra con un espejo, de frente y sufre el susto de su vida.

¿Cómo fue que Boris Karloff aceptó este papel, tal vez el más inteligente de su mítica y alongada carrera? La leyenda cuenta que, Corman se dio cuenta que, para que cumpliera con su contrato, Karloff le debía dos días de rodaje. Este fue el tiempo que le dedicaría, y que aprovecharía muy bien, a la película de Bogdanovich.  

Al poco de comenzar vemos el rostro de perfil del viejo actor, enmarcado en la mira telescópica de un rifle, mientras un cliente prueba su más reciente adquisición. El dependiente de la armería, en la acera del frente a la que se encuentra el anciano, le hace un comentario a Bobby Thompson (Tim O´Kelly), su afable cliente, que no tardará en enloquecer y matar a toda su familia, sin motivo aparente: “ahí está Byron Orlok, sus películas se están reponiendo”.

“Pequeños asesinatos” es la más simbólica, la más significativa y la más consciente película de su momento, heredera de la “Psicosis” de Hitchcock, hermana de “La noche de los muertos vivientes” de George A. Romero y madre de “La masacre de Texas” de Tobe Hooper y “Las colinas tienen ojos” de Wes Craven, muy bien posicionada en ese instante en el que Hollywood se volvió independiente e inquietantemente real. Tan real que no dudó en asesinar a sus polvorientos y legendarios monstruos (Drácula, el monstruo de Frankenstein que interpretara Boris Karloff, por supuesto, en su papel más famoso, la momia, el hombre lobo y las posteriores, e innumerables, mutaciones atómicas del cine atómico), por unos más inmediatos, que se podían localizar en la casa del vecino, y retratara la violencia americana originada en sus calles, o en el interior mismo de sus, aparentemente, plácidos hogares. Se trata de un dechado de honestidad cinematográfica, mostrada a través de un ensayo de cine dentro de cine (todavía vemos los títulos iniciales pasar, y lo que se ve en pantalla son escenas de “El terror”, la película de Roger Corman del año 1963, con Karloff como interprete), que reflexiona sobre sí mismo y sus avatares.

Tras subir a una torre de agua, a orillas de una carretera, y disparar a cuanto vehículo se atraviesa en su mira, Bobby huye de la policía, con su bien surtido arsenal, no sin antes perder varias pistolas, cajas con balas y rifles, por el camino, y se refugia en el auto cinema “Reseda”, en donde se realizará el homenaje a Orlok. Es en este momento en el que las dos historias paralelas se encuentran, se cruzan e intentan anularse mutuamente en aras de lo impactante. Los dos monstruos, uno avejentado, reverenciado, pero ya en proceso de olvido, y el otro naciendo en sangre, se enfrentarán en ese simbólico auto cinema. La película incluye la mini ficción de Jean Cocteau “El gesto de la muerte”, que Orlok piensa contar durante su homenaje, cambiando la ciudad de Ispahán, en la que la muerte tiene una cita con el jardinero del príncipe persa, por Samara. La cita será, pues, inevitable.

El final es, por el contraste, un cumplido a la vieja guardia: el único en localizar a Bobby, que se ha quedado sin municiones al caérsele la caja con las balas, tras matar a cualquiera, apuntando desde detrás de la pantalla del cine, es Orlok. El viejo monstruo, cojo, que camina ayudado con un bastón, parece emerger de la pantalla, furioso porque un disparo ha alcanzado a su asistente por la espalda. Por un momento Bobby se asombra. ¿Qué nos puede contar la 3D después de que algo así pasara? Bobby se confunde, dispara a Orlok y le roza la cara, pero el viejo actor no se detiene. Después dispara a la pantalla, al mismo Orlok agigantado, imparable, en el celuloide. El anciano levanta su bastón, golpea con este la mano armada y la pistola cae, y le atiza en seguida varias bofetadas al joven asesino, que no hace sino un intento de protegerse la cara con las manos, encogiéndose en un rincón en posición fetal. Toda esta secuencia se compone de una gran cantidad de cortes, en la línea de la escena de la ducha de “Psicosis”, mostrando a un Bogdanovich en la cumbre de su destreza como gran alumno aventajado.

El viejo monstruo ha triunfado. ¿Pero, por cuánto tiempo, antes que la próxima matanza nos despierte de las pesadillas, con sus balaceras callejeras y nos arroje de los territorios seguros del sueño, con sus anticuados, pero queridos monstruos?

Bogdanovich, con “Targets”, aportaba uno de los títulos más significativos, apenas unos cinco (las citadas más arriba, a las que se añadiría “El bebé de Rosemary” de Roman Polanski y toda la oleada de imitaciones, avatares, mutaciones y deformaciones cinematográficas que produjeron) que definieron el rumbo que tomaría el cine a partir de dicho momento, con sus monstruos perturbadoramente reales y que, puede ser, que habiten la mismísima casa del vecino, contigua a la nuestra.