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2019-04-02 00:00:00

«El gran silencio blanco:»: el asombroso testimonio fílmico de la expedición de Scott al Polo Sur

Por Pedro Paunero

18 de enero de 1912, el capitán Scott acompañado de Evans,
Wilson, Bowers y Oates, alcanza el Polo Sur. Pero fracasa en la
hazaña de ser el primero, sobre el punto de latitud 0 ondea ya
la bandera noruega del explorador Amundsen. Exhaustos y
fracasados emprenden el regreso.

Mecano. Héroes de la Antártida
Letra: José María Cano, según relato de Stefan Zweig
Álbum: Descanso dominical. Año 1988

El fracaso de Robert Falcon Scott (1868-1912), oficial de la Marina Real Británica, y explorador de la Antártida (Polo Sur), constituye uno de los más gloriosos, debido a las condiciones naturales extremas a las que él y sus hombres se vieron sometidos. Es común considerar que, tanto Scott como su rival y vencedor, el experimentado explorador noruego Roald Amundsen (1872-1928), y la épica expedición de supervivencia a bordo, y posteriormente a través de los hielos, del barco “Endurance” de Ernest Shackleton (1874-1922), son los puntos culminantes de la “Edad heroica de la exploración de la Antártida”, que consistía en la carrera para alcanzar el Polo sur geográfico y magnético, continuación lógica de la “Era de los descubrimientos” que se diera a partir de los viajes de Cristóbal Colón y las expediciones al continente africano, que pronto se vería opacada por la Primera Guerra Mundial y sus exploradores arrinconados a un discreto olvido.  

El capitán Scott lideró dos expediciones, la Discovery (1901-1904) y la Terranova (1910-1913), esta última en la que perdería la vida, al lado de sus cuatro compañeros, Edward Wilson, Henry Bowers, Lawrence Oates y Edgar Evans, cuando los trineos tirados por perros y con cargamentos de ayuda, que esperaban con ansias, jamás llegaron hasta ellos.

30 de marzo
aquí acaba el diario
de Bowers, Wilson y Scott
que las ayudas que nunca nos llegaron
vayan a los que quedaron
nuestros hijos, nuestras viudas
como un inglés
mueren tres.

Agotados, vencidos moral y físicamente, por el triunfo de Amundsen, cuya bandera encontraron, clavada en el punto geográfico que marca el Polo sur, deciden regresar, no sin sus muestras geológicas (fósiles de plantas que probaban que el polo fue una selva prehistórica), pero una suerte de accidentes los va poniendo mortalmente a prueba. Sería una vieja herida de guerra, que aquejaba a Oates, la que le llevaría a salir fuera de la tienda, en sus propias palabras (transcritas por Scott en su diario): “Voy a salir fuera, y puede que por algún tiempo”. En este gesto último de Oates se reconoce una de las actitudes más extremas del arte del Caballero inglés (el “Gentleman”), que sale de la tienda para perderse en los hielos, y morir solo, preocupado en no convertirse en una carga o un estorbo para sus compañeros, ya de por sí agobiados por sus propios males.

6 de marzo y Oates no puede más
son sus pies dos cuchillas de cristal
de arrastrarse en algunos tramos
tiene heladas también las manos
pero nadie le quiere abandonar
y mientras duermen
sale al paso de la eternidad.

El capitán Scott y sus hombres, al fallecer, dejaron entre su equipo el diario, la cámara y las fotografías que había tomado Bowers quien tirara de un hilo para hacerla, con lo que se reconstruyó la historia. La tripulación del barco Terranova, una vez que diera con el último campamento de Scott, les dio sepultura cristiana y en la cruz que se erigió sobre esta, se inscribió un verso del poema “Ulises” de Lord Alfred Tennyson que resumía la vida y alcances de estos hombres: “Esforzarse, buscar, encontrar y no ceder”. En Inglaterra el fracaso de Scott se tornó en victoria, impulsado por los afanes de su viuda Kathleen Scott, incluso opacando la hazaña de conquista de Amundsen y convirtiéndolo, en un afán propagandístico y en incontables ocasiones desde el punto de vista revisionista, en un indigno competidor de Scott o, al contrario, poniendo a Scott como un insensato que acarreó su muerte y la de los que lo acompañaban. Con ellos daba por finalizada, también, la Era de los caballeros y amanecía la de las guerras de exterminio, con una maquinaria puesta al servicio de los totalitarismos. 

Herbert G. Ponting (1870-1935), era explorador, fotógrafo, cineasta e inventor de artilugios cinematográficos. Uno de los últimos románticos del Siglo XIX que desobedeció a su padre, al rechazar un empleo como banquero -como hiciera Paul Gauguin en la Casa de bolsa para convertirse en pintor y escapar a los Mares del Sur-, y experimentar con la fotografía estereoscópica, hecho que le valió un puesto en la editorial Underwood & Underwood, decisión por la cual pudo viajar por el mundo. Sus trabajos –y esfuerzos artísticos- en Asia, vieron la luz en un libro, “In Lotus-Land Japan”, publicado en 1911 (Macmillan and Co., Londres). Elegido miembro de la Royal Geographical Society, para el año siguiente, encontrándose en Nueva Zelanda, se vio reclutado por la Expedición Terranova de Scott, a la que no dudaba poder aportar sus conocimientos, en el área educativa, a través de su pericia fotográfica y para la cual, debido a su carácter de fotógrafo experimental, ideaba toda clase de artefactos, como plataformas de madera, para lograr la foto perfecta, impresionando sus tomas en las, para entonces, ya anticuadas placas de vidrio. Y es en este punto en el que se debe hacer hincapié. Las cámaras de entonces, engorrosas para trasladar y montar, eran el único medio tecnológico que estos precursores tenían para captar, incluso manipular, la realidad que los envolvía. Después de ingeniárselas para situar sus cámaras fotográfica y cinematográfica en las mejores posiciones, muchas veces en lugares peligrosos, demostrando lo audaz y hasta temerario que era como cineasta, Ponting trabajó en el cuarto oscuro del refugio en el Cabo Evans, tras haber tomado alrededor de mil setecientas fotografías, incluyendo una muy afamada titulada “Grotto Berg, Terra Nova in Distance”, que mostraba a los expedicionarios Taylor y Wright a la entrada de una gruta localizada en un iceberg (a la que denominan como “la Cueva de Aladino”), y al barco “Terranova” en el mar de hielo, a lo lejos, tomada muy desde el interior de dicha gruta, fechada el 5 de enero de 1911 y de la cual podemos ver la secuencia cinematográfica completa en la película, que también dirigiera, “The Great White Silence”. Pues Ponting también llevaba una de aquellas primitivas cámaras de cine, tan difíciles de transportar, y se convirtió en pionero al usarla en los inhóspitos territorios de la Antártida.

Después de permanecer catorce meses en Cabo Evans, de tomar esas asombrosas fotografías y filmar la fauna y las faenas de los expedicionarios e, incluso, sobrevivir a un ataque de orcas que quebraron el hielo sobre el que se encontraba situado, y que casi lo arrojan al mar helado de McMurdo Sound, Pontig volvió en el Terranova a Europa en 1912, por lo cual no participó (y de esta manera sobrevivió) en la malhadada y última expedición de Scott. Pontig, que pretendía convertirse en una celebridad al exponer su trabajo y sus tomas cinematográficas por Europa, se vio de repente como el autor de un material sombrío, cuyo tono científico, y triunfal, inicial, había virado por completo, al convertirse en el testimonio de una auténtica tragedia. Publicó el libro “The Great White South: Traveling with Robert F. Scott's Doomed South Pole Expedition” en 1921, que narraba su testimonio de la aventura de Scott y los suyos y produjo “The Great White Silence”, la película muda de 1924 y la cinta sonora “Ninety Degrees South: With Scott to the Antarctic” en 1933, pero su inquietud en los avances técnicos del cine no se vieron disminuidos; inventó un “Distortógrafo variable” (Distortograph Variable) que distorsionaba las fotografías de las personas, a través de la cámara, al ser proyectadas como caricaturas. Uno de sus trabajos más famosos fue el efecto de distorsión que aplicó en las fotos de William Hale “Big Bill” Thompson (en 1927), el corrupto alcalde de Chicago que protegía a Al Capone e, incluso, experimentó con dicho aparato para los efectos especiales de la película “Emil and the Detectives” (Milton Rosmer, 1935). 

Olvidada injustamente por décadas, la cinta fue rescatada en 2011, año en el que el British Film Institute (BFI), que había adquirido los negativos originales en 1944, restauró la película, con los tintes que Pontig le diera originalmente, relanzándola con gran éxito de crítica en DVD y Blu Ray, y musicalizada por  Simon Fisher Turner quien musicalizara la hermosa cinta “Caravaggio” (1986) de Derek Jarman y, bajo el proyecto “Música para películas que deberías de ver”, el ejercicio de cine puro rodado por Jean Genet, “Un Chant D'amour” (1950) y responsable de musicalizar otra cinta silente, “The Epic of Everest” (1924) del fotógrafo John Noel, que narra otra heroica tragedia británica, la ascensión y muerte, en la montaña más alta del mundo, de George Mallory y Andrew Irvine.

“The Great White Silence” es un documento de época en todos los sentidos. No carece de la conciencia estética de su autor, como gran fotógrafo que era, pero adolece, a la vez, de un buen sentido narrativo, lo que lleva al filme a ser tedioso por momentos. Vemos al mismo Pontig ante la cámara, poco después de comenzar, al Terranova navegando lentamente y, al poco tiempo, en el muelle, mientras izan a bordo los diecinueve ponis que servirán para tirar de los trineos, a la tripulación divirtiéndose, bailando y tocando el banjo, compitiendo en boxeo, al Capitán Scott despidiéndose desde el puente de la nave (era el 29 de octubre), a las inmensas multitudes aglomeradas en el muelle (incluso en botes), para ver zarpar al Terranova, trece perros de raza siberiana y, por supuesto, la cámara de Pontig, a quien se ve paseando entre los perros para filmarlos. Luego, los hombres son sometidos a una “epidemia” de cortes de cabello; todo esto narrado con intertítulos festivos, hasta que dos de los ponis mueren y dos perros caen sobre la borda y se ahogan, perdiéndose, a la vez, algunas toneladas de carga, durante un temporal.

Diez días después de alejarse de las verdes costas de Nueva Zelanda, atisban a lo lejos el primer Iceberg, una muralla impresionante de hielo que, como imagen, forma parte de esas tomas de gran belleza que logra Pontig, a las que acompaña con mapas animados sobre la ruta que siguieron y una serie de fotos fijas, como cuando el barco quedó atrapado en el hielo, y otras escenas del mismo barco (construido con madera de roble, como se nos dice en los intertítulos), quebrándolo con su quilla, escenas que, para conseguirlas, Pontig tuvo que arrastrarse y atarse a un par de tablones, suspendidos directamente sobre el mar cubierto por fragmentos de hielo quebrado. El Terranova alcanza la Barrera de hielo de Ross (descubierta por James Clark Ross en 1841), la masa de hielo más extensa sobre el planeta. Ante nuestros ojos se despliegan paisajes espectrales, montañas “alucinantes” (parafraseando a Lovecraft, por lo extraño y ajeno que nos parece ese paisaje), como el Monte Erebus, y los glaciares con sus gigantescas astillas de hielo emergiendo del mar. Vemos el establecimiento del campamento (con el Monte Erebus al fondo, ese volcán activo, exhalando humo), el desembarco de los ponis y cómo estos, alegres de pisar hielo firme, se restriegan sobre la superficie, así como a los lentos tractores mecánicos de hielo (que avanzan a tres millas por hora) transportar la carga (dos toneladas). Conocemos a “Nigger”, el gato, hacer sus suertes y saltos. Conocemos la fauna de aquellos lares, focas, pingüinos, gaviotas y ballenas asesinas y sus métodos para obtener comida, cuidar de las crías, empollar, eclosionar o simplemente jugar. Nos sorprendemos con el arponazo con el cual, sobre una Orca, la tripulación del Terranova “salva” a una madre foca con su cría. Con los expedicionarios somos testigos del “Humo de mar”, que se produce cuando un viento, más frío y seco que el agua marina, roza su superficie, con la consiguiente evaporación del agua en el aire. Se nos comunica que soportan temperaturas de 20 a 50 grados bajo cero durante la larga noche polar. Vemos a los perros trabajan, con “Osman”, el líder canino, a la cabeza. Escenas, como las de Bowers, del que sabemos morirá próximamente, entristecen al mirarle posar con los ponis ante la cámara, sonriente y orgulloso. En otras, Pontig, que no era naturalista, invade el territorio de anidación de los pingüinos, con muy poco sentido común, por cierto, y es atacado por algunas de las aves, mientras él intenta colocar la cámara y quitárselos de encima con la mano, hincarse luego sobre una rodilla y acariciar a una hembra pingüino, que no se muestra muy amigable. Al ver esta escena uno no puede dejar de recordar el pasaje, aún más violento, del gran Alfred Russell Wallace en su libro “Archipiélago malayo”, cuando describe cómo disparaba, a diestra y siniestra, a los orangutanes para conseguir ejemplares. Actitudes poco científicas, muy de la época, que hoy resultan chocantes o perturbadoras. Vemos gaviotas robando los huevos de los “pobres pingüinos indefensos porque no pueden volar” y a un ejemplar macho “buscando a su esposa”. De repente, el documental da un giro hacia las escenas, fotos fijas y mapas animados, que muestran el material rescatado de la expedición de los cinco, su tumba, su cruz y sus palabras póstumas.             

Aunque “The Great White Silence” carezca de la fuerza expresiva, y sobretodo narrativa, del justamente celebrado documental “Nanook, el esquimal” (Nanook of the North, 1922) de Robert J. Flaherty, a quien se reconoce como al padre del género documental, una vez que hemos conocido el destino de la Expedición Terranova y del capitán Scott y sus hombres, resulta tremendamente perturbador y conmovedor a la vez. “The Great White Silence” es un documento de época, un documento y un retrato de la dignidad humana, y un glorioso testimonio de las hazañas que el ser humano es capaz de realizar, hermoso por sí mismo y atemporal en sus alcances.

No hubo lápidas
no hubo pláticas
no hubo Dios
ni hubo reina
sólo nieves eternas
en la Antártida.
¿Quién se acuerda del capitán Scott, de Evans, Wilson, Bowers y Oates?
¿Quién se acuerda del capitán Scott?