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2019-03-27 00:00:00

Silencio absoluto: La búsqueda de perfección del cine mudo (2): de Chaplin a Dziga Vértov

Por Pedro Paunero

No es cierto que al principio, el cine fuera sólo imagen. Sabemos que las cintas podían ser musicalizadas en vivo, algunas con sus propias partituras (para disimular el ensordecedor sonido del proyector), escritas exclusivamente para estas. Pero, lo que poco se ha sabido es que, antes del cine mudo, hubo un cine sonoro, muy primitivo (o muy avanzado, para la época), sincronizado, que unificaba las imágenes de la pantalla con las voces de los actores, previamente grabadas en discos de cera. Esos intentos primordiales hacían coincidir, de manera muy efectiva, los movimientos de la boca con los sonidos de los discos, emitidos por el aparato de sonido, por lo general un gramófono.

William Kennedy Dickson (1860-1935), en octubre de 1889, creó para Thomas Alva Edison la cabina Kinetofónica o Kinetófono. Dickson aparecía y ¡hablaba!:

“Buenos días, señor Edison. Encantado de verle de nuevo. Espero que le guste e Kinetófono. Para que vea la sincronización alzaré el sombrero y contaré hasta diez”.

La compañía francesa Gaumont había desarrollado el Cronomegáfono, que sincronizaba las películas con gramófonos. Para 1904 había llegado al Cronófono perfeccionado. En uno de los números del periódico especializado en gramófonos y sus discos, “Talking Machine News and Cinematograph Chronicle” se pudo leer:

“El Cronófono de Gaumont se exhibió en el Grand, Fuham, recientemente, en un acto al que se entraba por invitación. El púbico le dispensó una calurosa acogida. Una canción negra chistosa encontró un auditorio numeroso. Otros ejemplos de éxito fueron la canción de Lohengrin, interpretada por Carl Nebes y la instrucción de un escuadrón de soldados alemanes. Esta última era excelente, pues las voces de mando del oficial se sincronizaban perfectamente con los movimientos de los soldados. La multitud contemplando las carreras de caballos constituyó también un éxito humorístico que provocó muchas risas. En todos los casos los movimientos de los actores se sincronizaban, con la mayor perfección posible, con los sonidos de las voces. Anticipamos el mayor éxito del Cronófono una vez introducido en gran escala. Tenemos entendido que los discos y aparatos han sido cedidos por la Compañía del Gramófono”.

El historiador cinematográfico John Montgomery, en su libro “La comedia en el cine”, describe su tecnología:

“La producción era bien sencilla. Se impresionaba previamente un disco en cera, tras lo cual se fotografiaba al actor cantando la canción, haciendo coincidir los movimientos de la boca con el sonido de la misma. Poco después los discos de gramófono de George Robey, Max Darewski, R. G. Knowles, Clarice Mayne y Will Evans se añadieron a la lista. Mr. Oswald Stoll describió el proceso como “la perfecta ilusión de la vida”. Para las multitudes que se congregaban deseosas de ver la novedad, evidentemente constituía un placer”.

En 1902 la compañía inglesa Walturdaw presentó el Cinematófono, que consistía en un gramófono eléctrico, colocado en una cabina con un receptáculo de aire comprimido que accionaba un altavoz. Un interdicto prohibió que dicha compañía proyectara los seriales de películas musicales del dueto Gilbert and Sullivan lo que ocasionó que el invento fuera arrinconado y saliera de circulación.

En la pantalla hizo su aparición un actor cómico, que llevaría el arte del silencio a su más alta expresión, Charles Chaplin. Y sería en el cine de comedia, como se apuntó arriba, en el cual se producirían los mejores ejemplos del arte silente. Montgomery escribe sobre el cine de Chaplin, visto hoy, desde la distancia de un siglo:

“La generación moderna raramente ve una película de Chaplin según se realizó. Hay secuencias cortadas y títulos originales que han desaparecido. La adición de comentarios, sin interés alguno, explicando lo que Chaplin va a hacer en el momento siguiente estropean frecuentemente la película. Se añaden efectos sonoros que no aumentan en absoluto el valor de la misma. Pero lo peor de todo son los comentarios, demasiado frecuentes, que explican la comedia, en desdoro de la película”.

En cierta ocasión, invitado a la casa del gran novelista H. G. Wells, uno de los padres de la Ciencia ficción, se reunió con varias otras personalidades de Inglaterra, entre estos el autor St. John Greer Ervine, con quien discutió la posibilidad de producir películas sonoras. Chaplin opinó que la palabra era innecesaria y que estropearía la pantomima. Hablaba el mimo, por supuesto. Todos sabemos que, cuando Chaplin habló, lo hizo para pronunciar un discurso trascendente, en “El gran dictador” (The Great Dictator, 1940), su crítica a los totalitarismos:

“Me gustaría ayudar a todo el mundo, si fuera posible, judíos y gentiles. Bancos y negros. Deberíamos todos desear ayudarnos, vivir para la felicidad del prójimo, no para su miseria”.

La película mostraba cómo Chaplin se negaba a abandonar el silencio en pos de conseguir la perfecta pantomima, en seguir empujándola más y más allá. Antes, en 1936, en otra divertida cinta, que reflexionaba sobre los peligros de la maquinización, “Tiempos modernos” (Modern Times, 1936), el vagabundo Charlot seguía habitando en su mundo que carecía de sonidos, pero sí había cantado, hacia la mitad de la cinta, una versión de “Je cherche après Titine”, conocida en español como “la Titina”, de Léo Daniderff, en una lengua inventada llamada “Charabia”, que sonaba a italiano. Chaplin conjugaba, así, silencio y música, mímica y canciones, en busca de sus objetivos.

“Luces de la ciudad” (City Lights, 1931), una dulce metáfora de la ceguera, con su protagonista, una florista invidente (Virgina Cherrill), que confunde a Charlot con un millonario (por el sonido –inaudible- de una puerta de auto y el aroma del perfume caro, cuyo dueño es un hombre adinerado, que coincide en el mismo espacio urbano con la muchacha y Charlot), representa, según el citado Montgomery:

“Probablemente la cúspide de lo que las películas mudas pudieron alcanzar en cuanto a perfección, que para entonces era tal que puede decirse que poseía un método para contar una historia sin necesidad de palabras”.

En 1926, durante las cíclicas amenazas de quiebra de las compañías productoras de Hollywood, la Warner Bros. produjo “Don Juan” (Alan Crosland), cinta sincronizada por la técnica Vitaphone que, aunque muda en esencia (se ayudaba de intertítulos, o rótulos, para las escenas dialogadas), introducía, por primera vez, una banda sonora con sus efectos de sonido. La siguiente película, “El cantante de jazz” (The Jazz Singer, Alan Crosland, 1927), entraría en los anales de la historia como la primera película auténticamente sonora. Al Jolson, un cantante muy popular de la época, interpretaría esta curiosidad sin grandes méritos estéticos pero significativamente histórica. Los Warner se embolsaron más de un millón de libras con el éxito de este título, y de inmediato se abocaron a otro proyecto, “El cantante tonto” (The Singing Fool, Lloyd Bacon, 1928) con el mismo Jolson como protagonista. Hollywood, que creía asistir a una más de las recurrentes oleadas de películas sonoras, con sus momentáneos sistemas que parecían lo último en tecnología, que tanto aparecían como desaparecían a lo largo de la era del cine silente, se encontró con un público exigente que pugnaba por escuchar mucho más. Pronto la cantidad de producciones sonoras cedió a la calidad. Surgieron noticieros cinematográficos, de la casa Fox, que no sólo incluían noticias, sino “ruido”. La realidad, contaminada por el ruido, alcanzó al cine.

La Warner-Vitaphone tenía una rival en la Fox-Movietone. El sistema de sonido impreso en la cinta, no en discos, se extendía y era aceptado masivamente. Phonofilms, del inventor Lee de Forest, a quien se considera el “padre de la electrónica”, patentó su propio sistema. En Inglaterra “British Acoustic” perfeccionó su sistema a través del Dr. O. K. Kolh, sobre un sistema creado por los daneses A. Petersen y A. Poulsen. Las largas colas a la entrada de los cines pregonaban el éxito arrollador del cine sonoro.

“El movimiento en la pantalla y la acción en el desarrollo de un argumento se consideraban menos importantes que las palabras de un diálogo o la letra de una canción. Durante horas la multitud esperaba impaciente bajo los carteles que anunciaban la llegada de películas “sonoras”, en un cien por cien…, películas cantadas…, películas habladas…, películas bailadas. La industria cinematográfica se apresuró a producir para llenar la creciente demanda y produjo una fantástica selección de cintas cortas y largas, en las que se cantaban innumerables canciones de todas clases, destrozándolas en muchas ocasiones. Actores y actrices que hubiesen sido más convincentes callados comenzaron a hablar y siguieron hablando carrete tras carrete, con el pensamiento puesto en los dólares”.  

En los espectadores se despertó la curiosidad por escuchar la voz de sus actores favoritos. Conocemos las consecuencias de este paso. Varias estrellas y divas del cine mudo, principalmente por no poseer una gran voz, fueron olvidados y permanecen postergados en el metraje del glorioso celuloide silente. Pola Negri es uno de los ejemplos paradigmáticos. Actriz polaca que apenas dominaba el idioma inglés, tuvo la oportunidad de hacer historia, interpretándose a sí misma, con la invitación que le hiciera Bily Wilder para el papel de Norma Desmond en “El ocaso de una vida” (Sunset Boulevard, 1950), que finalmente recayó en otra diva del cine silente, Gloria Swanson, que no se ofendió cuando se lo ofrecieron, como hiciera Pola Negri. La historia es conocida y arquetípica sobre una forma de arte que desaparecía, y una auténtica reflexión sobre Hollywood mismo: Norma Desmond se niega a creer que su gloria ha quedado en el olvido, y está dispuesta a matar por ello. El personaje era modélico en cuanto representaba a todas las famas de antaño, venidas a menos, recluidas en sus mansiones, arranciándose –y enloqueciendo en sus particulares mausoleos- con el tiempo. Actor nacido para el cine mudo, Buster Keaton también descubrió que el diálogo resultaba superficial para su arte de la pantomima. La etapa sonora borró del escenario a este genio de la comicidad, a veces reconocido como el mejor de entre los grandes actores cómicos de aquellos años, por encima de Chaplin.

El género fantástico aprovechó la nueva corriente. “Tarzan the Tiger” (Henry MacRae, 1929), fue un serial –basado en la obra “Tarzán y las joyas de Opar” de Edgar Rice Burroughs- producido por la Universal, compuesto por quince episodios, que se lanzó en dos versiones, una muda y otra parcialmente sonorizada. Tenía efectos de sonido, música y el primer “grito” de Tarzán.

También el suspenso, en manos de Alfred Hitchcock, con “Chantaje” (aka. La muchacha de Londres, Backmail, 1929), nos daba la primera cinta británica sonora. Proyecto que comenzó como película muda, derivó naturalmente hacia el sonido. Hitchcock aprovechó ambas corrientes y expresiones en este melodrama negro, usando imágenes como parábolas sexuales y juega ingeniosa, y atrevidamente, con el sonido pionero. Innovaciones que llegarían al paroxismo con la banda sonora de “Psicosis” por parte de Bernard Herrmann, en 1960 y los siniestros y amenazantes efectos electrónicos de las aves –el batir de sus alas, los graznidos-, en “Los pájaros” (The Birds, 1963).

En “Chantaje”, Hitchcock disminuye el diálogo, durante una comida, hasta ser inaudible, para reemplazarlo con la palabra “cuchillo”, que su jovencísima protagonista (Anny Ondra), acuciada por el temor, no cesa de escuchar, tras asesinar al hombre que intentara violarla. Hitchcock sería, así, el primero en llamar la atención sobre el poder del sonido y sus efectos en el espectador y, por ende, en el arte del cine. Otro dato: Anny Ondra hablaba checo y muy poco el idioma inglés. Hitchcock experimentó con otra técnica, hoy considerada arriesgada e ineficaz (lo que resalta el carácter experimental, bastante osado, que marcó la carrera de Hitch), cuando dobló la voz de la actriz en vivo, mientras Joan Barry leía sus diálogos en inglés y Anny movía los labios.    

En los tiempos del cine mudo, los espectadores que sabían leer los labios se enteraban fácilmente si un diálogo, aparecido en los intertítulos, había sido reamente expresado por el actor, coincidiendo ambos. Llegado un momento, a los intertítulos se les empezó a otorgar un valor literario. En “Cabiria” (Giovanni Pastrone, 1914), cinta madre de todos los “Péplums”, se recurrió al autor decadentista Gabriele D'Annunzio para escribir el guion y los diálogos. Pero los intertítulos de las comedias apuntaron, estos mismos, a constituir chistes en sí mismos, contratando escritores con chispa para idearlos. Los siguientes pertenecen a “El mimado de la abuelita” (Grandma´s Boy, 1922, Fred C. Newmayer), con Harold Lloyd, e ideados por H. M. Walker:

“El pueblo, Blossom Bend: uno de esos pueblos tranquilos en los que el tren exprés del martes por la mañana llega el miércoles. Siempre que el tren del lunes le dé paso.

“El chico, a la edad de once meses y cuatro dientes. Le tiene miedo hasta a su sombra”.

Montgomery cita algunos otros en su libro:

“Todos los domingos comían cerdo y Charlie se puso hecho un cerdo”.
“Tan desesperado que podía saltarse la tapa de los sesos… si hubiera tenido sesos”.

“Tan mudo que supo guardar silencio”

A veces los intertítulos llevaban dibujos, o imágenes, que “aderezaban” las frases y diálogos, pero estos terminaron por cansar al espectador, por distraerlo, y se dio un fenómeno que, hoy, nos parece curioso, y que consistía en que, una película americana, exhibida en Inglaterra, por ejemplo, cuyos intertítulos expresaban el “Slang” estadounidense, resultaba ininteligible o, por lo menos, pesado, para el espectador británico. Curioso, por lo que tiene de antiguo, pero que no lo es tanto cuando vemos la reciente controversia por la decisión de la plataforma Netflix de subtitular la película “Roma” (2018) de Alfonso Cuarón, hablada en español mexicano, al español de España, porque en aquél país no se comprenderían ciertos términos. “Nihil novum sub sole. Stultorum infinitus est numerus”.

Hacia 1929 –apunta Montgomery-, América y Europa se adaptaron al nuevo medio. Pero los propietarios de muchos cines, acostumbrados al ir y venir de las modas del cine, no adaptaron sus inmuebles para la tecnología de las películas sonoras. No estaban del todo convencidos de que el sonido ganaría la partida. No será hasta 1930 que todos los cines de Europa y América adoptaran el sistema. La pauta la dio una producción de la Universal, “Sin novedad en el frente” (All Quiet on the Western Front) dirigida por Lewis Milestone, en la que se adaptaba la novela anti belicista del autor alemán Erich Maria Remarque, a la pantalla. En esta joya del cine bélico se abandonan, por primera vez, las peroratas habladas y la melcocha musical en aras de obtener unos efectos de sonido más reales, como en la secuencia de ataque a lo largo de las trincheras, en la que escuchamos los tableteos de las ametralladoras y las explosiones de las bombas. La película sirvió de modelo a seguir, con lo que el cine sonoro accedió, por fin, a la madurez expresiva.

"La última carcajada".
 

Pero el cine mudo había entregado al mundo varias obras maestras, que se valían del silencio absoluto, apelando a la naturaleza puramente visual del joven Séptimo Arte. Sería F. W. Murnau, el mejor director de la etapa muda del cine, quien, a través de “La última carcajada” (aka. El último hombre, Der letzte Mann, 1924), la sencilla historia de un anciano conserje de hotel (un “Hotelportier”, el portero del Hotel Atantic), interpretado por el grandioso Emil Jannings (el primer actor en ganar el Óscar), degradado a ayudante de lavabos y a quien se ha despojado de su lujoso uniforme, exploró por primera vez, ingeniosa y sofisticadamente, todo tipo de movimientos de cámara, a través del camarógrafo Karl Freund y un guion de Carl Meyer, otros dos de los grandes nombres de la corriente del expresionismo alemán.

Lastrada por un final optimista, obligado a rodarse por los productores de la UFA, comienza con los movimientos giratorios de una puerta. Es el destino. La cámara subjetiva sigue al viejo, situándolo en su contexto urbano, cotidiano, social, humano y deshumanizante a la vez. Aunque no se trata sino de un empleado de baja categoría, el portero luce y presume su uniforme con sus vecinos, quienes le siguen, también orgullosos, porque uno de ellos ha ascendido en la escala social. O eso creen. Pronto, la vejez del portero lo coloca en la última fila de los empleados y al límite con la muerte. Pero el uniforme también advertía sobre otra derrota: la de la misma Alemania en la Gran Guerra que acababan de pasar y su precipitación en la súper inflación de la deschavetada y escapista, sexual y mentalmente, República de Weimar.

La película está impregnada de una poesía de la imagen. Una majestuosa puesta en escena. Esta obra maestra del cine, no sólo de la era muda, prescinde totalmente de los intertítulos a favor de la historia. La cámara se distorsiona, cuando el anciano se precipita en la depresión y se sumerge en el alcohol (Freund se colocó la cámara al pecho, con ayuda de un arnés, para lograr el efecto), o se vuelve compañera de las desgracias del portero. Fluye. Murnau llevó, con esta película, al culmen su justamente elogiado trabajo en la indagación del espacio, como digno representante del expresionismo alemán.

Podemos criticar ingenuamente el final que obligaron a filmar a Murnau, si no somos capaces de ver la profunda ironía con que este lo presenta. Murnau no creía en soluciones fáciles, o finales felices, y el que rodó es risible, tragicómico, acentuando su propia absurdidad. Fue la película que llamó la atención de Hollywood, hacia la persona de Murnau, que pronto daría otra obra de arte al cine, “Amanecer” (Sunrise, 1927), producida por la Fox, a la que se añadieron novedosos efectos de sonido, antes de morir, pocos años después, trágicamente, en un accidente de auto.

“Ménilmontant” (1926) del estonio, violonchelista e impresionista Dimitri Kirsanoff, filmada como un mediometraje experimental de bajo costo, y que tomaba su título del barrio parisino del mismo nombre, prescindía, al igual que “La última carcajada”, de los engorrosos intertítulos. Sus bellísimas y muy jóvenes protagonistas (Nadia Sibirskaïa, esposa de Kirsanoff, y Yolande Beaulieu), se convierten repentinamente en huérfanas, cuando sus padres, asesinados en una vertiginosa sucesión de cortes de cámara furiosos, en un montaje dinámico, que se adelanta a la escena de la ducha de “Psicosis”, caen bajo el filo de un hacha y migran hacia París, en busca de trabajo. Se podría catalogar a “Ménilmontant” de cine poema, impresionista (como “Lluvia” (“Regen”, Joris Ivens, 1929), que capta las sensaciones que la lluvia produce en las cosas y en las personas), pero esta película, una de las más bellas jamás filmadas, no es otra cosa (una grande, por cierto) que un logro del cine en estado puro.

Kirsanoff, miembro de “L’Ecole du Cinéma”, filmó cámara en mano, aprovechando la técnica de la doble exposición y los, cada vez, más cercanos primeros planos, en busca del efecto –pero no del efectismo- dramático, adelantándose a casi todos, tomando calles, carros, ruedas, tranvías, árboles, agua y esos hermosos primeros planos de su esposa, a la vez que contrasta lo visto con la impresión de la caída de las muchachas, en la pobreza (la maternidad y la prostitución), en un contrapeso entre lo percibido y lo sentido.

Murnau y Kirsanoff ejemplifican, en sus etapas finales, la grandeza y alcances a los que el cine silente había llegado. La búsqueda esencial de estos realizadores había sido echar hacia delante el arte del silencio. Acelerar su evolución natural, logrando “esculpir el tiempo”, en palabras de Andréi Tarkovski.

Películas como “Lirios rotos” (aka. La culpa ajena; Broken Blossoms; D. W. Griffith, 1919) y “Gorriones” (Sparrows, William Beaudine, 1926) cinta a la que Ernst Lubitsch llamó “la octava maravilla del mundo”, mostraron que las cumbres del “estilo blando” (iluminación especial, lentes con filtros, incluyendo aceites, para resaltar la belleza de las actrices y de las cosas y que, en este título, acentuaba la hermosura de Lilian Gish como en un cuadro, y la materia de que están hechos los cristales de las lámparas, la niebla o las calles), ya se habían alcanzado. “Lirios rotos” presentaba a un Griffith más íntimo, que había hecho de lado sus épicos melodramas decimonónicos (tan victorianos), tremendamente aumentados, que contaba la historia de un amor prohibido entre una americana y un chino (Richard Barthelmess, al que se llama “el hombre amarillo” en la película), y concentraba su poder en una sola escena: la de Lilian Gish, como Lucy, en un armario, encerrada mientras se la intenta asesinar derribando la puerta a hachazos. El poderío visual del cine silente funciona aquí como un hechizo. Creemos escuchar los golpes del hacha quebrando la madera, astillándola, mientras sostenemos el aliento pero, sabemos de antemano, que esto no es así. No es posible. El paralelismo de esta escena mítica con la de “El resplandor” (The Shining, Stanley Kubrick, 1980), con una Shelley Duvall/Wendy encerrada en el baño, y su marido Jack Nicholson/Jack Torrance, abriéndola a hachazos, no es casualidad.

En esa misma concepción (de silencio “escuchado”), se sitúa “La rueda” (La roue, 1923), que su realizador, Abel Gance, llenó de imágenes y secuencias en las que las máquinas (el tren) casaban con el movimiento pictórico del cubismo y su montaje con ritmos musicales. Gance llevaría sus experimentaciones al punto de la alucinación con la gigantesca “Napoleón” (1927), para la cual montó cámaras sobre caballos y trapecios y creó la “polivisión”, una suerte de pantalla dividida, valiéndose de tres proyectores, adelantándose, con mucho, al espectacular “Cinerama” de los años cincuenta.

Sería con “El hombre de la cámara” (Chelovek s kinoapparátom, 1929), de Dziga Vértov, miembro del movimiento “Kino-Glaz” (Cine-Ojo) que preponderaba el “ojo” de la lente sobre el ojo humano (gran opositor teórico de otro coloso, Eisenstein), en el que, a través del documental, el cine reflexionaba sobre sí mismo, pasando por todos los métodos a la hora de filmar (cámara lenta, imágenes múltiples, incluyendo animación y congelado de imágenes), sobre la declaración de principios con que se abre el filme: “Una película sin intertítulos, sin guion, sin actores o escenarios. Dirigido a lograr un auténtico lenguaje internacional absoluto del cine sobre la base de su completa separación del lenguaje del teatro y la literatura”. No cabía duda, Vértov apostaba por un nuevo lenguaje en el que la cámara, indagadora, testigo y reafirmadora de la historia soviética (y el borrado del antiguo régimen por el advenimiento del nuevo), incluso se sitúa en un plano ginecológico, entre las piernas de una parturienta, para atisbar un alumbramiento. El bebé-cine había alcanzado la mayoría de edad, despertando a su propia conciencia.   

El cine mudo como tal, es decir, muchas veces un espectáculo, otras veces mucho más, alcanzó a convertirse en un tipo de arte en sí mismo. Como fenómeno es irrepetible, divertidos tropiezos como “La última locura de Mel Brooks” (Silent Movie, 1976), que pretendía ser un homenaje a aquellos tiempos, y en la que todos los actores no emiten una sola palabra, a excepción de Marcel Marceau, en una escena divertidísima que, esa sí, casi salva la película, prueban que esos gloriosos tiempos del celuloide jamás volverán, a pesar de la aparición, cada tanto tiempo, de anomalías recientes como “El artista” (The Artist, Michel Hazanavicius, 2011) o “Blancanieves” (Pabo Berger, 2012), que tan sólo reafirman que esa forma de arte refinada, que tuvo en el silencio y en la expresión corporal su fortaleza, se extinguió.

Y eso, la extinción, es un hecho para siempre.


REFERENCIAS

Léanse otras reflexiones, del autor, sobre el cine mudo en:

-Jean Genet: El voyeurismo como acto violatorio:
http://www.correcamara.com.mx/inicio/int.php?mod=noticias_detalle&id_noticia=3570
- Seis visiones silenciosas, audacias narrativas del cine:
http://www.correcamara.com.mx/inicio/int.php?mod=noticias_detalle&id_noticia=6260
-«Límite». Desinhibición gay y arte trascendente:
http://www.correcamara.com.mx/inicio/int.php?mod=noticias_detalle&id_noticia=6851

Bibliografía:
“La comedia en el cine”. John Montgomery. Editorial A. H. R. Barcelona. Primera edición. 1955.
“Los escritores frente al cine”. Edición de Harry M. Geduld. Editorial Fundamentos. Madrid. Segunda edición. 1997. Col. Arte. Serie Cine.

LEE LA PRIMERA PARTE: Silencio absoluto: La búsqueda de perfección del cine mudo (1): La decepción de Gorki