El portal del cine mexicano y mas

Desde 2002 hablando de cine



Noticias

2019-01-13 00:00:00

«El Barón Olavo», el horror según el «Cine marginal» brasileño

Por Pedro Paunero

Los títulos iniciales nos advierten que se trata de una producción de BelAir, la productora maldita del “Cine marginal” brasileño. Se trata de “Barão Olavo, o horrível” (1970) de Julio Bressane. Aparecen en seguida los nombres de los protagonistas, Helena Ignez (¡la actriz emblemática del “cine marginal”, por supuesto!), Lilian Lemmertz y Rodolfo Arena. Una producción de Rogerio Sganzerla y el mismo Bressane, los dos directores que, con Helena Ignez, impulsaron el movimiento, obviamente. Y se nos estampa en la cara, muy a propósito, que está rodada en 35 mm, en película Kodak. Luego: “Barão Olavo”, el título cambia, “O horrivel”, se desvanece, “Horror”, otra vez, “Terror”, parece que estamos ante una declaración de principios, “BELAIR”, lo estamos, ¡Sin duda! Advertimos que asistiremos a un espectáculo iconoclasta, experimental, aunque sepamos que se trata, también, de un “hommage” al cine de terror. ¿En serio? No, claro que no es en serio.

Mientras se han sucedido los títulos ha sonado el tema “Man Seeks the Future”, de Attilio Mineo, que se publicó en una compilación titulada “Man in Space with Sounds” en 1997 por Subliminal Sounds, oscuro, inquietante, como si fuera el tema arquetípico del misterio. Seguro he escuchado este tema en alguna otra película de terror barato. Me entero que Attilio Mineo (n. 1918) compuso originalmente una serie de temas para una atracción denominada el “Bubbleator”, para la exhibición “El mundo del mañana”, que el estado de Washington ofreció en el Coliseo de la Feria Mundial de Seattle de 1962. La dichosa atracción consistía en una esfera de plástico transparente que ascendía, con 150 pasajeros a bordo, mientras se proyectaban imágenes de un supuesto y optimista futuro. El operador vestía un traje espacial plateado, como salido del cómic de Buck Rogers, a la vez que sonaban los temas de Mineo. La cosa aquella al parecer tuvo éxito ya que se dice que movilizó a dos y medio millones de visitantes a través de sus pantallas que soñaban con un mañana idílico que aún no ha llegado. Luego comprendo que el tema, más adecuado para una cinta de terror que de una de Ciencia ficción, haya sido tomado por Bressane para su película. ¿Habrán pagado derechos? Seguro que no. Una característica de las apenas siete u ocho películas que BelAir produjo en los meses de febrero a mayo de 1970, antes de ser prohibidas por la dictadura militar, fue lo paupérrimo de sus producciones.

La película comienza. Oscuridad. Sonido de grillos y ranas. Luego, el día. Uno cree, al principio y por efecto de los títulos, que la película seguirá en blanco y negro, como es el caso de “A Mulher de Todos” (La mujer de todos, 1969) de Rogério Sganzerla, al cual le venía bien a su argumento “Underground”. No es así. Veo un contrapicado de un anciano alto, flaco, desgarbado, de camisa blanca, de mangas largas, con un chaleco color crema con flores azules bordadas, bajo las ramas de un árbol que blande como arma un paraguas. Suena en off una risa enloquecida. Después asistimos a una escena en un cementerio. Sepultan a alguien. Un hombre de rojo, a la manera de un sacerdote, lee unas oraciones. Otro, vestido de rosa, llora sobre la tumba. Sonidos de truenos aunque, por la puerta, vemos el día soleado. Gritos de mujeres se superponen a los aullidos de lobos (¿en cuántas películas mexicanas no habremos escuchado la misma pista sonora?), del viento, de quejidos y de alimañas nocturnas con alaridos de locos. Se nos advierte: “¡Las cosas van mal!”¡Cuidado con el barón!” 

El anciano del paraguas es el barón, que dedica ese tiempo-no tiempo a acciones necrófilas. Lo acompañan sus mujeres, Ritinha (Lilian Lemmertz) e Isabel (Helena Ignez) que se entregan a juegos amatorios lésbicos. Aparecen, igualmente, una gitana insolente y el nervioso ayudante del barón. El barón cuenta a Isabel la manera en la que este se hizo cargo de ella, tras la muerte de su madre. El sonido de campanas, en olas sucesivas, se superpone a la voz del barón. Los clichés del género de terror son, así, nacionalizados a través de la impronta del cine de su icono nacional más sobresaliente, el salvaje José Mojica Marins.

“Por la noches, el horrible barón sale a matar cachorros.”
 
El ayudante –y cómplice-, del barón, le señala con el dedo las tumbas a la izquierda, “vírgenes” y a la derecha, “viudas”. En otra escena ya han exhumado el ataúd de una virgen y el barón puede entregarse a sus juegos necrófilos. Helena Ignez presenta una de sus actuaciones histéricas, corporales, con sus semi desnudos característicos, mientras Lilian Lemmertz se rinde, sumisa, a la fuerza dominante de su compañera que, al fin y al cabo y a través de breves diálogos, sugiere que ambas se encuentran atrapadas en la casa del barón. ¿A qué otra cosa, si no, pueden dedicarse que no sea a la mutua entrega, los abrazos, los besos, o las caricias de ninfas soñolientas? Ignez, como ex esposa de Glauber Rocha, ya como mujer y actriz fetiche de Rogério Sganzerla, se transformaba en la herramienta perfecta, el instrumento gestual, físico, que el cineasta requería para impregnar de histrionismo convulsivo –y revulsivo- a sus personajes. En “Barão Olavo” está característica es patente, rozando el Soft porn intencionalmente.

En respuesta contestaría al “Cinema novo” de Glauber Rocha y sus colegas, el “Cinema marginal” oponía una ruptura conceptual del tempo cinematográfico. Las tomas, las secuencias, el montaje, la música, fragmentaban la narración en pos de una respuesta visceral en un público que nunca tuvo. Sus producciones jamás llegaron a los circuitos comerciales. Y esa era la intención. Pero tampoco se trataba de permanecer completamente invisibles. La censura se encargaría de esto. Su público se encuentra ahora, entre los intelectuales que siempre rehuyó el movimiento. Si el “Cinema novo” se apropiaba de las constantes, sobre todo en sus aspectos de denuncia, del “Neorrealismo” italiano, el “Cinema marginal” reapropiaba las técnicas rompedoras de la “Nouvelle Vague” francesa pero iba aún más allá de un “Cinéma de qualité” del cual pretendidamente se alejaba la “Nouvelle vague”. Ya lo había advertido Rogério Sganzerla, el otro gran pergeñador de bizarradas: “hacer del cine brasileño el peor cine del mundo”.

“Barão Olavo, o Horrível” fue la segunda película, de tres que dirigió, de Júlio Bressane y su primer filme en color. El uso del color obedecía, según Bressane, por haber situado la casa de su barón, venido a menos, en el hogar del pintor impresionista brasileño, de origen italiano, Eliseu Visconti (1866-1944), muerto en condiciones no aclaradas. Curioso: a los pintores impresionistas no les agradaba el mote de “impresionistas”, surgido de un artículo periodístico que tenía todas las intenciones de denostarles, como a unos farsantes, cuando sus exhibiciones causaron opiniones encontradas en el París decimonónico, finisecular. A los “cinemarginales” tampoco les agradaba el término.

Finalmente se abre la puerta. Los aburridos habitantes de la casa del barón dejan atrás el campo, sus hermosos, feraces y descuidados jardines y los caminos solitarios donde solían hacer el amor pero, sobre todo, abandonan sus tiempos muertos (el barón ora sostiene una vela y se queda ahí, por interminables segundos, ora se inclina sobre unas flores, sin moverse durante otra breve eternidad, ora se lo ve sentado a la mesa sin hacer nada más), su inmovilismo (las mujeres del barón, que suponemos cautivas, no se atreven a ir más allá de los jardines y caminos, entregándose mutuamente a jueguecillos amatorios más bien inocentes o juegan a estar muertas), y entendemos que todo ha sido una manipulación del posible espectador, si bien anti estética, encaminada hacia una intención de moral social. Esas pinceladas de terror que no asustan ni a un niño, han tenido un propósito mayor: subrayar el carácter subterráneo de toda la puesta en escena, que reflexiona sobre la naturaleza horrorosa del conformismo.

Como dijera Bressane: “Al final, todo el mundo sale de la casa como si fueran ratones de laboratorio que escapan, invaden la ciudad y contaminan el mundo".

Aquello nos recuerda la fracasada cruzada del Professor Abronsius (interpretado por un Jack MacGowran en estado de gracia, todo simpatía) en “La danza de los vampiros” (The Fearless Vampire Killers, 1967) de Roman Polanski, cuando, sin desearlo, ellos mismos llevan la plaga al mundo. Pero, al contrario de los vampiros de Polanski, a los que sabemos, de antemano, triunfantes, intuimos que el pobre barón y sus criaturas fracasarán en su intento de llevar el horror fuera de sus muros (Isabel y la gitana arengando a las personas, burlándose de estas o confrontando a una larga fila que aguarda para abordar un autobús, al tiempo que la gente, sorprendida, no deja de mirar a la cámara, en actos que mucho tienen de happening o performance), porque ellos, como la sociedad a la que acceden, están enfermos de una anomia incurable y recalcitrante.

En la escena final, que mucho tiene de simbólica, un ciego con anteojos oscuros grita en medio de la calle, advierte: “¡Cuidado con el barón! ¡Cuidado con el barón!”. Luego echa a andar por la calle, con los brazos extendidos por delante, como si jugara a la gallina ciega. Llega de repente Isabel, y le da un tremendo empujón por la espalda y le tira por el suelo, mientras el tráfico no se detiene.