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2018-06-14 00:00:00

«La ciudad perdida de Z» y «Un viaje extraordinario»: Contradicción y corrección política

Por Pedro Paunero

La búsqueda de trascendencia, de la aventura, la valentía convertida en temeridad rayana en insensatez, la tristeza y, sobre todo, la mentira, caracterizan las películas “Un viaje extraordinario” (aka. “Un océano entre nosotros”, The Mercy, James Marsh, 2017) y “La ciudad perdida de Z” (The Lost City of Z, James Gray, 2016), que narran las vicisitudes que vivieron sus protagonistas reales, y que comenzaron con entusiasmo para culminar en la más pura tragedia.

El cine es el medio idóneo para la aventura. Lo supo, y lo supimos desde entonces, Georges Méliès al rodar su obra maestra “Le Voyage dans la Lune” a los siete años de haber nacido el cine quien, con este corto, hacía nacer no sólo el cine de ciencia ficción, sino el de aventuras basando el guion en las novelas de dos maestros de la aventura literaria, Julio Verne y H. G. Wells.

“Un viaje extraordinario”, cuyo título original en inglés revela su significado hacia el final, cuenta la historia de Donald Crowhurst (Colin Firth), inscrito en la carrera náutica convocada por el “Sunday Times Golden Globe” en el año de 1968. Para Crowhurst, veterano de la Real Fuerza Aérea Británica y dueño de una modesta empresa de aparatos electrónicos al borde de la ruina, le parece atractiva la idea de circunnavegar el globo y ganar las 5,000 libras del premio. Hipoteca su casa para comprar y rediseñar un trimarán, el “Teignmouth Electrón”, al que personalmente equiparía con sus propias invenciones. Una serie de contratiempos fueron aplazando la fecha de su salida, mientras el resto de los competidores ya habían partido. El 31 de octubre, fecha límite para salir, sin haber logrado su propósito de mejorar su yate, parte apresuradamente hacia alta mar. Pero Crowhurst no sólo no cuenta con una embarcación idónea sino que, él mismo, no es un verdadero navegante. El trimarán hace agua, las juntas de los escotillones no sellan y los mareos constantes lo mantienen prácticamente pegado al suelo. Mediante transmisiones, por su defectuosa radio, se entera que sus contrincantes le llevan una ventaja asombrosamente considerable. Es cuando, enfrentado al dilema de perderlo todo si regresa, consultando los mapas, decide mentir sobre su ubicación real. Mantiene un silencio radial dramático para hacer tiempo. Llama la atención de los medios de comunicación, que no tienen empacho en mentir, exagerar los hechos y convertir a Crowhurst y su malhadada aventura precisamente en un “viaje extraordinario”. Mientras tanto, en casa, su esposa Clare (Rachel Weisz), mantiene una angustiosa fe en su esposo. La película de James Marsh (director de “La teoría del todo” en 2014) revela el estado mental de este navegante improvisado en una escena aterradora: Crowhurst cree ver las patas de un caballo que deambula por cubierta.

En la película se procura que el espectador cobre empatía, a lo largo de la trama, por el atormentado Crowhurst, lejos de pintarlo como un charlatán y buscar reacciones de ira en el público, e inclinándose del todo por la misericordia sentida por un alma perdida, cuyo cuerpo colapsado no encuentra otro camino que el aparente suicidio.

Una de las mayores epopeyas de supervivencia jamás experimentadas fue la que el explorador británico Ernest Shackleton, y sus hombres, vivieron durante la llamada “Edad heroica de la exploración de la Antártida”. Su don de liderazgo mantuvo a su equipo unido a través de los hielos, en un extraordinario viaje a pie y en bote, sin perder apenas hombres, hasta alcanzar rutas civilizadas, después que los témpanos destruyeran el barco que los transportaba y los obligara a andar por el desierto helado. La Primera Guerra Mundial, y la fama de su rival, el Capitán Scott, opacaron sus hazañas y sepultaron aquella edad dorada de caballeros exploradores hasta hace pocos años en que su figura se ha visto revalorada.

“La ciudad perdida de Z” (James Gray, 2016) narra las expediciones de Percy Fawcett (Charlie Hunnam), tardío explorador romántico, en la vena de un David Livingstone o un Henry Stanley, a las riberas del Amazonas, en busca de una hipotética ciudad perdida, erigida por los indígenas sudamericanos, y de quien, se dice, inspiró a Steven Spielberg su personaje de Indiana Jones.

Se trata de la adaptación del libro de David Grann, “The Lost City of Z: A Tale of Deadly Obsession in the Amazon” (2009), en cuyas páginas permea el aura de romanticismo y misterio que rodean la desaparición de dicho explorador. Fawcett, tras ser enviado, en 1906, como observador y cartógrafo imparcial para trazar un mapa de la frontera entre Brasil y Bolivia, había encontrado restos de cerámica entre la hojarasca de la selva y su imaginación se había disparado. La leyenda española de la ciudad de El Dorado, cuyos edificios estarían construidos en oro, sería la base sobre la que construyera su fantasía. La Real Sociedad Geográfica de Londres, cuyos miembros se dividieron entre quienes lo apoyaron y quienes constituyeron sus detractores, financió al principio sus viajes. Y fue, de hecho, un explorador veterano de las expediciones de Shackleton, James Murray (Angus Macfadyen), quien lo apoyaría y lo acompañaría en su segunda expedición y quien terminaría siendo su enemigo cuando, debido a enfermedad, Fawcett se vio en la necesidad de obligarlo a regresar en muy malas condiciones.

Es cierto que Fawcett participó, en el ínterin de sus aventuras selváticas, en la Primera Guerra Mundial. Pero la película se empeña en olvidar todos sus informes de criaturas fantásticas por las cuales fue ridiculizado, a saber, perros-gato, arañas gigantes y anacondas colosales, sin contar sus descubrimientos de supuestos artefactos de origen atlante. Y no sólo eso. Si ignoramos una escena forzada, metida con el calzador de la igualdad de género tan recurrente en el cine actual de Hollywood, en la que Nina Fawcett (Sienna Miller) le pide acompañarlo en su próxima expedición porque es una “mujer independiente”, es curioso que la película, como en el caso de “Un viaje extraordinario”, en plena era de la corrección política, no señale los defectos de este personaje de la vida real, sino que se empeñe en resaltar sus supuestas virtudes. Fawcett era, realmente, un europeo racista, un británico imperialista que, en la versión de Gray se convierte en defensor de los indios y que cree, decididamente, en la capacidad de los indígenas para erigir una civilización aun cuando sus compatriotas duden o lo nieguen por completo, y los consideren simples salvajes caníbales, incapaces de detentar cultura.

La tragedia real de este mediocre explorador, convertido en héroe de barro en esta película que, como tal resulta buena a pesar de sus grandes defectos, ocurrió cuando Jack (Tom Holland), su hijo, en un intento de conciliación con su padre, decide acompañarlo en el que sería su último viaje el año 1925. Ambos se perdieron en la selva y jamás se volvió a saber de ellos. Y es aquí donde, tanto en el libro como en la pantalla, solo cabe la especulación. La tristeza de Nina Fawcett se contagia y uno, como espectador, se conmueve con ella. Se enviaron docenas de hombres, que también perdieron la vida, tras las pistas de los Fawcett, sin resultado alguno. Y en el film su final resulta, más bien, apoteósico dentro de su horroroso contexto sacrificial.

Nosotros tenemos un libro, una película y algunos datos sobre su insensatez. También sabemos que fue amigo de Henry Rider Haggard, el padre literario de ese subgénero llamado “Mundo perdido”, ni más ni menos, con su serie de novelas sobre Allan Quatermain, que se inicia con “Las minas del rey Salomón” (1885) y que gozó de la amistad de Sir Arthur Conan Doyle, padre de Sherlock Holmes, pero igualmente de esa novela primordial sobre dinosaurios vivientes “El mundo perdido” (1912), inspirada en las aventuras del propio Fawcett. Realidad y fantasía se entrecruzan fuera y dentro de la pantalla.

“Un viaje extraordinario” y “La ciudad perdida de Z” resultan títulos contradictorios en la marea actual de películas correctamente políticas. Mentirosas y superficiales si se las toma, temerariamente, como fuentes de datos verídicos. Buenas si se las considera como mero entretenimiento y es esta la única forma en que el público debe acercarse a ellas.