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2018-04-20 00:00:00

Cine mexicano: Del género ranchero al cine urbano orientado al espectador

Mirada sociológica de la transición en la producción cinematográfica mexicana (primera mitad del siglo XX)

Por Carlo Américo Caballero Cárdenas

El cine es una expresión artística que es posible a partir del diálogo entre el medio material y social que circunscribe la experiencia del espectador con la composición lograda de sus creencias (hay todo un universo simbólico de por medio), la forma económica que da coherencia a su vida (desde representar el trabajo rutinario hasta las más mínimas maneras de subsistencia con el dinero y el consumo), y los protocolos creativos que reproducen en la pantalla la cultura de diversos grupos de personas de la vida común (se ven identidades y clasificaciones de sujetos) que el director planea representar. Si no en una regla de canon (pues los géneros de vanguardia suelen ser excepciones revolucionarias del arte), al menos con una tendencia de lo que se quiere comunicar y dentro de un cierto nivel de remuneración que se esperaría del logro de un filme, los estilos cinematográficos son adaptados por los directores y productores a aquello que en la Etnometodología de las ciencias sociales se conoce como “el conocimiento profano” del actor social común para dar sentido a los asuntos del orden práctico cotidiano (Coulon, 1987: 31-52).

Todo esto para decir, en menos palabras, que desde la industria del cine se gesta un tipo de orientación para la acción artística basada en la expectativa de una determinada respuesta de los espectadores: apelando a la simpatía y proximidad con que los argumentos reflejen el mundo de vida de ellos mismos. En esta acción análoga al efecto reflejante de un espejo, la cámara hace las veces de espejo de la sociedad; sin embargo, con la cámara, la historia recreada de la vida cotidiana incorpora también una determinada visión de valores y normas.

El resultado del trabajo de la cámara, la actuación, organización de todo un equipo de rodaje y del arduo labor de montaje y edición, no es solamente una retroalimentación de dimensiones circunstanciales, físicas, sociales y psíquicas del ser humano, que determinan una manera de interpretar el mundo mediante la reconstrucción audiovisual para producir sensaciones con un determinado fin, lo que sale a relucir para la reflexión social del cine; es principalmente la comunicación entre el relato artificial de la película y la semejanza consciente que el espectador realiza con su propio “mundo de experiencias” lo que aquí resulta de mayor soporte nutritivo para pensar el cine en un umbral de análisis desde las ciencias sociales. Es la objetivación idealizada de ese mundo social lo que interesa.

Es evidente que, ante el fenómeno demográfico de una paulatina urbanización de la población mexicana, la construcción simbólica de lo representado en las películas debía ajustarse al cambio histórico. Y no únicamente adaptarse, sino que también podía ser utilizado políticamente como un mecanismo de aculturación de cierto tipo de sistemas de ideas y valores. La relación de ajuste en el cine de México debió ser doble: actualizado a lo urbano, pero prescriptor al mismo tiempo de lo que al orden establecido convenía como el mejor comportamiento moral de lo urbano. Un medio, si se quiere, de civismo en la conducta a emular… pero, naturalmente, también de pautas de consumo, moda, lenguajes, ideales afectivos, ideales de las instituciones sociales como la familia.

Siempre bajando los pies a tierra, son necesarios los ejemplos. Y aunque desde esta crítica no se plantee transgredir el enorme valor cultural de “un ADN del ser mexicano” que se quiso poner en escena para un momento particular de nuestra historia fílmica, con desbordante contenido cómico que le dio renombre internacional, talentosos actores-estrella y una picardía histriónica que lo hiciera por demás digerible al público, por su parte está expuesto, en la mítica trilogía de Ismael Rodríguez con las películas populares urbanas “Nosotros los pobres” (1947), “Ustedes los ricos” (1948) y “Pepe el Toro” (1952), o en “Maldita ciudad” (1954), y también en otras cintas como “Una familia de tantas” (Alejandro Galindo, 1948), “Puerta Joven” (Miguel Melitón Delgado, 1949) y en consiguiente una buena parte de los filmes de Cantinflas de la década de 1950, así como en “Retorno al quinto patio” (José Díaz Morales, 1951) o  “El Suavecito” (Fernando Méndez, 1951) esa sugerencia del DEBER SER para el espectador que aprende desde las intrincadas lecciones de vida lo que implica moralmente vivir en una caótica y “peligrosa” ciudad; como un nuevo escenario típico dentro del cual hay que adscribirse al comportamiento individual más “honorable”.

El segmento histórico al que me aboco aquí (con este marco de referencia) es una elección de interés en que confluye la última parte de la Época de Oro del cine mexicano (1939-1951), particularmente aquel que se aventuró a contenidos alternativos al del exitoso género de las comedias y melodramas rancheros, con el advenimiento de la industrialización del país y el establecimiento de sólidos consorcios de empresarios cinematográficos de élite con el Estado (Vidal Bonifaz, 2010: 24-25 y 63-67). No en vano la industria fílmica mexicana formalmente constituida experimentó un fuerte crecimiento gracias a la coyuntura de la Segunda guerra mundial y se convirtió con un espíritu nacionalista en unos de los principales focos de producción comercial de cine para consumo nacional y de exportación; sin exentar la mención del periodo de crisis iniciado desde 1939, en el cual tras la conquista del mercado iberoamericano, el cine mexicano se topó con los límites de una producción “subdesarrollada” en que las cintas estadounidenses hegemonizaban siempre más de la mitad de la distribución y exhibición nacional, se dependía del financiamiento del Estado y no se podía operar sin la importación de la tecnología-técnica del exterior (Ibídem: 228-231). Fue cuando los productores más destacados concentraron el mercado nacional cinematográfico y empezaron a urdir las manos estilísticas y empresariales de las productoras extranjeras.

La revisión del cine como una industria cultural y de representación de lo social son las dos propuestas teóricas de Francesco Casetti que quiero aquí argumentar brevemente desde el recurso del contexto; conexión en la concepción científica del cine y la realidad. Puntualmente, con la propuesta de André Bazin del cine como participación en el mundo (Casetti, 2000: 41-46) y del cine como oficio ambiguo creador-portador de marcos culturales que han sido internalizados por la gente (Bourdieu, 1990), es posible dilucidar las consecuencias u objetivos esperados (en el sentido de sistemas de Talcott Parsons, como “funciones manifiestas”) de la institución cinematográfica como un agente activo de las emociones culturalmente normadas hacia determinadas formas estratégicas de acción social: emulación, cánones morales, expresivos y de control (Parsons, 1999 [1951]: 6-76).

Una vez suscitado el punto álgido de la fiebre por las películas de la comedia ranchera y su éxito en los mercados internacionales a fines de la década de 1930 y toda la de 1940 (Vidal Bonifaz: 187-209), las productoras y los directores consolidados bajo sus anteriores creaciones apostaron por una no tan novedosa inmersión en la dramaturgia de receta hollywoodense y los géneros que en Estados Unidos y en Europa se estimularon comercialmente después de la gran guerra. Para salir de la crisis de la industria de tamaño intermedio, habría que diversificar las temáticas con las cuales dar una propuesta cultural para un país que se encontraba social y políticamente en transición; máxime en el viraje turbulento en la industria del cine suscitado entre 1939 y 1940 por los trabajadores cinematográficos al final del régimen de Cárdenas y en miras al mandato de Manuel Ávila Camacho. Si bien la comedia, el drama-misterio y el realismo (aproximado y escaso para la producción nacional) no eran géneros nuevos (ni siquiera del cine sonoro), su utilización con el musical, el baile, la sugestión propagandística o el ingenio lingüístico de los guiones con las imágenes fue detonadora de un hito del cine como industria cultural del siglo XX.

Hemos de ubicarnos aquí en un cine específico que encontró sus referentes temáticos, estilísticos y prescriptores de valores occidentales de “civilidad” más importantes desde una década antes, en el extranjero; en Inglaterra con “Pygmalion” (Anthony Asquith, 1938) y los filmes de Alfred Hitchcock como “El hombre que sabía demasiado” (1934), “Treinta y nueve escalones” (1935), “El agente secreto” (1936) o “Sabotaje” (1936); en Estados Unidos con “Luces de la ciudad “(1931) y “Tiempos Modernos” de Charles Chaplin (1936), “The Front Page” (Lewis Milestone, 1931), el famoso filme gansteril “Scarface, el terror del hampa” (Howard Hawks, 1932) con Paul Muni y Vince Barnett , o su contemporánea “Soy un fugitivo” (Mervyn LeRoy, 1932) en que Paul Muni es nuevamente el protagonista, “La Ciudad de los muchachos” (Norman Taurog, 1941) o con la famosa dupla cómica de Laurel y Hardy (o El gordo y el flaco) en toda una década en que fueron populares con un caricaturesco humor citadino palimpsesto del American Way of Life, desde “They go boom!” (James Parrott, 1929) a “Block-heads” (John G. Blystone, 1938) o “A chump at Oxford” (Alfred J. Goulding, 1939); o en el mismo trabajo fílmico de los soviéticos como Pudovkin con “La vida es bella” (1932) o “El desertor” (1933), Nikolai Ekk con el “Camino de la vida” (1931), Dziga Vertov con “Canción de cuna” (1937) y el mítico Sergei Eisenstein, que además de sus reconocidas cintas de “El acorazado Potemkin” (1925) y “Octubre” (1928) fue fundamental en la experiencia técnica-metodológica-estética de la producción fílmica mexicana, con su aventura truncada de “¡Qué viva México!” (1930-1932), marcando un antes y después de la industria fílmica nacional. Estos por mencionar algunos dechados que configuraron la semántica de la industria cultural del cine que fue imitada en México, Argentina, Brasil o España (Jeanne y Ford, 1979 [1974]: 37-220).

Su elemento narrativa y estratégicamente común fue la construcción gradual de un imaginario cinematográfico a partir del cual eran representados moral y conductualmente los sujetos de la cotidianidad citadina. El elemento clave para la identificación del público a un símbolo cultural creado desde la industria del cine no podía ser otro que el de verse reflejado en la rutina y lo físico, en los ritos, en las costumbres, en las formas de desplazarse en la ciudad, en la manera de ser “héroe” o “villano” de la vida real o en la incorporación de arquetipos para juzgar y sobrevivir. “La oposición entre el bueno y el malo nos dice que el conflicto entre los seres humanos es inevitable y que tiene raíces morales; la huida y el retorno nos dice que la maduración de las personas exige pasar por el distanciamiento y la reconciliación, etc. Precisamente por su raíz arquetípica, el relato nos ofrece explicaciones y nos sugiere líneas de conducta” (Casetti, 2000: 298) donde el relato cinematográfico se convierte en una vía sutil para la didáctica de aquello que nos quiere decir la épica, el romance, el [melo]drama y/o la sátira en la literatura (pero más finamente constituida y seleccionada), partiendo de una estructura narrativa básica: protagonista o héroe, un ambiente cronológico social, político y supraestructural, y finalmente una transgresión o conflicto que dé como producto una enseñanza fácilmente somatizable. Desde “claves interpretativas” (idea de Warsow sobre la reconstrucción de la mentalidad de un pueblo, de la década del sesenta) con las que se lee el mundo, “la idea es que el cine puede encarnar […] las inquietudes y los problemas típicos de toda [o de una] sociedad; […] [las cuales] se traducen en la pantalla en historias que constituyen momentos de autoconciencia y a la vez de evasión” (Ibídem: 300).

En el caso del cine mexicano, la explotación de un imaginario de lo popular ligado a las crecientes clases medias en la demografía nacional fue un recurso riquísimo para proponer (como desde sus inicios se había hecho con el cine de propaganda) el habitus de dichas clases; es decir, ese marco de disposiciones propias de pensar, actuar y sentir en el ámbito citadino, en concreto de la Ciudad de México, con una impronta estructurada del “deber ser” no transgresor en lo moral y la “buenas costumbres”, cívico, afectivo, familiar, jurídico, político, cultural y económico hacia el proyecto de desarrollo planteado por el sistema político partidista-clientelar que estaba en auge; así como amigable a un conducta propicia a la propiedad privada (Vidal Bonifaz, 2010: 242). Se creó una representación del citadino popular “honesto”, “diligente”, religioso y “trabajador”, en constante conflicto para no caer en los vicios y las “patologías sociales” de la azacanada vida de urbe: sin dudas, en un proyecto moralizante que no podía evitar permear su característica conservadora (desde el nivel ideológico hasta un nivel psíquico).


La pobreza y la marginalidad fetichizada: contracaras de la “modernidad” en la urbe

El ambiente de lo citadino a través de las películas mexicanas se presenta ante los personajes, igual que ante la identificación de cualquier sujeto urbano, como un espacio dinámico, amplio y hostil para sus propósitos didácticos en la participación creadora del juicio de valor con el cual el personaje sobrevive pero sugestiona al espectador sobre su situación en la realidad; y contradictoriamente se presenta en la ideología como el “estandarte de la civilización”: como espacio en el que reside el orden y la forma más avanzada de la técnica y la ciencia para incidir en la calidad de vida alta y el conocimiento “deseable”. La jungla de automóviles, calles, edificios, espacios transformados e individuos desplazados con celeridad bajo la máxima de sus propios asuntos inyecta como si fuere in natura sobre cada “ciudadano” la necesidad primigenia de la seguridad y el interés propio, condicionando lógicas propias para entender y comportarse en la ciudad.

Si esto se considera como el punto de partida, entonces la naturalización de la desigualdad en las condiciones de vida, el trabajo y el proceso de acumulación de capital, en las tensiones entre clases sociales, la geografía de la ciudad jerarquizada, el poder que permite realizarlo y la adopción de esquemas de consumo y vida, sería eso y tanto más una forma bien específica de hacer una enseñanza impositiva de saberes y nociones que naturalizan la marginalidad “funcional” al sistema, como algo “positivo”. Esto a través de un universo de símbolos y axiomas generalizados para la sociedad en determinado contexto (Harvey, 2012: 119-178).

La paradoja de una ciudad grande y “moderna” decanta en dos efectos característicos sobre su sociedad: 1) la marginalidad en que determinados sectores mayoritarios de su población deben vivir para adscribirse a la rutina del trabajo y la circulación mercantil, 2) la conformación de sujetos culturalmente “abigarrados” o heterogéneos en sus formas de adaptarse a dicha marginalidad social. Sin ahondar más en detalles acerca del fenómeno psicológico-social del vuelco urbanizador fetichista de la sociedad, y su caso particular en la mexicana posrevolucionaria, principalmente durante los mandatos de Lázaro Cárdenas, Manuel Ávila Camacho y Miguel Alemán Valdés (con políticas de corte desarrollista hacia el exterior, por no confundir la etapa ulterior del llamado “Milagro Mexicano”), es posible pasar en materia de cine partiendo de los recursos audiovisuales con los cuales era creado un arquetipo para representar lo urbano justamente como algo polifacético al naturalizarse el “bien” o el “mal”… con la ventaja orientada a fines de poder seleccionar lo deseable y lo reproblable en la personalidad del típico ambiente y personajes del acontecer de la ciudad en sus lugares marginales. Igual que con el proceder de las comedias rancheras, dentro del entramado artificial del rodaje fílmico se creó un mundo en que fue neutralizado el conflicto de clases latente en la realidad laboral, económica, cultural y política para mostrar otras cosas.

En su lugar se creó una especie de folclore urbano, más o menos armónico sin negar completamente la hostilidad de la ciudad y sus peligros como elemento didáctico para las historias, y se ensalzaron mediante los géneros de estilo hollywoodense los objetos y sujetos en convivencia, como si fueran parte de un cuadro pictórico de lo popular urbano: organilleros con su típico “Harmonipan” en las plazuelas, los carteros, los fotógrafos, los niños jugando en la calle y los patios, las vecinas barriendo las entradas de sus amplias casonas divididas, los porteros, las cantinas, las fiestas de patio… etc. Fragmentos de objetos y sujetos dispuestos como un rompecabezas donde fue preferiblemente matizada la realidad negadora a la cualidad del ser humano social hacinado en la demarcación política de la ciudad, creando una ética artificiosa de lo ideal para perseguirse en las motivaciones y en el sentido grupal de clases o naciones. ¿A qué me refiero cuando hablo de esa enajenación sobre la consciencia de la explotación o el dominio en la realidad urbana? Al uso, para entendimiento en esta breve reflexión, de pautas culturales a partir de un tipo específico de industria orientada hacia las masas, que pudiera hacer digerir fácilmente en la mente de esas masas, representaciones sociales ad-hoc para la armonía u orden sistémico; acorde a una racionalidad instrumental.

Fuentes de consulta:

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