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2018-03-07 00:00:00

Crítica: «El hilo fantasma»: tejidos de obsesiones y masoquismo

Por Miguel Ravelo

Parece ya una constante que las películas de Paul Thomas Anderson se ganen los elogios de la crítica y se hagan acreedoras a multitud de nominaciones en las principales categorías de los premios cinematográficos más prestigiosos en el año de su estreno. Ocurrió con “Petróleo Sangriento” (There will be blood, 2008), nominada a 8 premios Oscar, incluyendo Mejor Película y Mejor Director y con la que el realizador se alzó con el Oso de Oro para el Mejor Director en el Festival de Cine de Berlín; “Noches de Placer” (Boogie Nights, 1997), “Magnolia” (1999) o “El maestro” (The master, 2012), con 3 nominaciones al Oscar cada una, o “Embriagado de amor” (Punch Drunk Love, 2002), cinta que le conseguiría el premio al Mejor Director en el Festival de Cine de Cannes. Más allá del apoyo que las preseas puedan significar para la carrera de un autor, es innegable que Paul Thomas Anderson es ya una de las más contundentes voces en el panorama cinematográfico actual, dueño de un formalismo que recuerda a lo más selecto del cine clásico y cuyo estilo gana contundencia con cada una de sus películas. “El hilo fantasma”, su más reciente cinta, no es la excepción.

Nominada a seis premios de la Academia y habiéndose alzado con el Oscar al Mejor Vestuario para Mark Bridges, “El hilo fantasma” cuenta la historia de tres de los personajes más complejos dentro de la filmografía de Anderson: Reynolds Woodcock (Daniel Day Lewis, con la interpretación que marca el punto final de su trayectoria actoral), reconocido y selecto diseñador de modas que viste a las clases más privilegiadas del Londres de los años cincuenta; su hermana Cyril (Lesley Manville), quien ha asumido un papel que va de la administradora del taller de alta costura de su hermano, hasta ser casi la nueva madre de Reynolds luego de la muerte de ésta; y Alma (Vicky Krieps), personaje en el que es necesario detenerse ya que representa el elemento que llega a alterar la extremadamente contenida existencia de los hermanos Woodcock.

Anderson desarrolla su historia haciendo énfasis en la constante evolución de sus personajes y las relaciones que van generándose entre ellos. Inicialmente nos presenta a Reynolds Woodcock como un hombre extremadamente sobrio, apasionado por su trabajo y que no vacila en desechar con la mayor frialdad a sus parejas cuando éstas ya no le suponen novedad o atractivo alguno, siempre apoyado por la presencia silenciosa y dominante de su hermana. En un forzado viaje al campo, Reynolds conoce a Alma, una mesera con la que coquetea y a quien el director utiliza para establecer las relaciones de poder que definirán la naciente relación. Luego de un intercambio de miradas y coqueteos, Reynolds consigue una cita con la joven a la que, después de cenar,  invita a su casa para que conozca su trabajo.

La técnica de seducción de Reynolds, como si se tratara de un pausado pero contundente hechizo tanto para ella como para los espectadores, consiste en tomar delicadamente las medidas del cuerpo de Alma para confeccionar un vestido. La joven cede sin mayor resistencia y aprovecha las etapas iniciales de la relación para advertirle a Reynolds que cualquier cosa que pretenda hacer, la haga con cuidado; una advertencia que tomará especial resonancia cuando la relación comience a transformarse y el verdadero yo de los involucrados vea la luz. Alma se convierte en la nueva modelo la casa Woodcock, y si hasta este momento la película sugería una historia de amor exquisitamente narrada y fotografiada (por el propio Anderson, ni más ni menos), poco a poco cada uno de los personajes establecerá su carácter, obsesiones y los mecanismos de poder que harán que la triada Cyril-Reynolds-Alma se vea sacudida en los cimientos que hasta ese momento se habían mostrado inamovibles.

El carácter juvenil y las costumbres campiranas de Alma chocan desde el primer momento con la excesiva corrección y disciplina de Reynolds y Cyril, que casi imperceptiblemente y siempre mostrando un autocontrol que raya en lo obsesivo, comienzan a mostrar comportamientos crueles disfrazados de la mayor sobriedad y elegancia. La inicial historia de amor va tomando matices cada vez más retorcidos, y Anderson muestra un pulso envidiable al jamás permitir a sus personajes abandonarse a exabruptos que habrían ido en contra del carácter establecido desde un inicio. Siempre en un tono moderado, como si el alzar la voz fuera a provocar el desplome de sus costumbres y tradiciones, los tres personajes van conociéndose, atacándose, aliándose, entendiendo la fuerza de los otros.

Si inicialmente Alma parecía tímida, pronto mostrará que tiene más ases bajo la manga que los que pudieron suponerse. “El hilo fantasma” explorará minuciosamente quién es ella, qué significa para Reynolds y cómo entenderá de qué forma puede volverse indispensable para el hombre al que, en su muy peculiar estilo, es evidente que ama. Anderson analiza los límites a los que pueden llegar las relaciones afectivas; primero las familiares, entre Cyril y Reynolds, en la que ella es capaz de amenazar de la forma más despiadada a su hermano mientras elegantemente da unos sorbos a su taza de té; por otro lado, la relación amorosa/abusiva que desarrolla entre Reynolds y Alma. Si Reynolds desprecia los gestos y detalles amorosos de Alma, al mismo tiempo se muestra la contraparte, en la que ella va desmenuzándolo y encontrando la forma de volverlo vulnerable y someterlo hasta voltear los papeles de hombre dominador y mujer agredida.

La historia se vuelve más oscura e inquietante a cada minuto, y Anderson explorará cómo a veces las relaciones conflictivas pueden sobrevivir justamente gracias al acuerdo implícito entre los involucrados, valiéndose de los mismos juegos de poder que en un momento someten a uno y vuelven poderoso al otro. En conjunto con la banda sonora de Jonny Greenwod, frecuente colaborador de Anderson, un diseño de arte que quita el aliento y una dirección majestuosa, “El hilo fantasma” propone una de las historias de amor más inquietantes y corrosivas dentro del cine actual. Sin dejar jamás de ser cautivadora, con una mirada cínica y mordaz hacia sus protagonistas, Anderson lleva a Alma y Reynolds de momentos de complicidad absoluta a otros tan inesperadamente hirientes que terminan convirtiendo a los espectadores en inesperados e incómodos cómplices de la relación.

La destreza de Anderson en los varios aspectos en los que se desarrolla tras la cámara es indiscutible.  Con momentos que recuerdan a obras del nivel de La edad de la inocencia (Scorsese, 1993) o Rebecca (Hitchcock, 1940), Anderson nos muestra que con su más reciente cinta es capaz de mirar frente a frente a los autores que lo formaron como cineasta. No es un logro menor. Y considerando la firmeza que ha demostrado en cada una de sus propuestas, es solamente cuestión de tiempo para que sea abiertamente reconocido -si no es que ya lo es- como uno de los autores más importantes de su generación.