El portal del cine mexicano y mas

Desde 2002 hablando de cine



Noticias

2018-03-04 00:00:00

Salvando la memoria: “Rostros y lugares” de Agnès Varda y JR

Por Pedro Paunero

Al principio del más reciente documental de Agnès Varda, “Rostros y lugares” (aka “Caras y lugares”, “Faces Places”; Visages Villages, 2017), nominado al Premio de la Academia 2018, realizado en colaboración con el artista de la lente JR, vemos a un par de espíritus comunes que se divierten contándonos dónde no se conocieron. Ambos pasean por la carretera, en direcciones opuestas, acentuando el sentido del azar que rodea a todo encuentro y a toda colaboración artística. La octogenaria cineasta y el treintañero fotógrafo se encuentran en una parada de autobuses y luego en una panadería. Pero no se dirigen la palabra. Luego será el carácter fortuito de la vida lo que los embarque en este viaje terrestre. La anciana realizadora señala su admiración por el trabajo fotográfico de JR, este autodenominado “fotógrafo clandestino” que hace fotografías que son, al mismo tiempo, historia, máscara y geografía humana. JR no se quita jamás los anteojos oscuros. A Agnès este hecho de timidez o de ocultación le recuerda a Jean-Luc Godard que, el día que se quitó los anteojos oscuros para ella, cuando Varda tenía 33 años, la misma edad que tiene JR a la hora de rodar el documental, mostró un rostro cubierto de lágrimas, como si la realidad meta cinematográfica le doliera.

Les sorprende no haberse conocido antes. Agnès es una amante de la imagen (recordemos su pasado inicial como fotógrafa, allá por los años cuarenta) y JR un fotógrafo que sorprende a los pueblos de Francia pegando sus collages gigantescos sobre superficies amplias, enormes, como asombrosos murales hiperrealistas. Viaja en una van que es, aparte de vehículo, un laboratorio cuyas portezuelas y toda su superficie, tiene aspecto de cámara fotográfica. Un “Fotomatón ambulante”. Las personas entran tras una cortina negra. Su foto sale por una ranura a un costado, en gran formato.

Los miles de rostros tomados por JR y expuestos en el Panteón. Los libros que exponen su trabajo, realizado en Cuba o esas expresivas arrugas en los rostros de las ancianas. JR va al encuentro de Varda en la ya legendaria calle Daguerre, escenario de su película “Daguerréotypes” (1975), situado en París, en el distrito 14, donde se citara con sus vecinos, aquél peluquero, el tendero, aquella panadera, haciéndolos partícipes de una cotidianidad rescatada para la memoria del celuloide. JR le hace varias fotos, incluyendo una con su gato posado sobre el hombro, que después servirá para crear uno de los dummies que Varda, al no poder asistir en persona, enviará -a través de JR- a la fiesta de los nominados a los Premios de la Academia, los codiciados “Oscar” de este año.

La idea de enviar estas figuras de cartón de tamaño natural de la directora ha resultado tan original, y popular, que todos han querido fotografiarse con los dummies durante la comida, entre estos Guillermo del Toro, nuestro nominado como mejor director, Doug Jones y J. Miles Dale y cumplen con la función de suplir su falta y de subrayar la naturaleza de su documental, en la que la ausencia es, a la vez, presencia, imagen y recuerdo. 

El periplo comienza. Una mesera tímida, cuya fotografía sedente, posando con una sombrilla blanca, la sorprende e intimida ante los “millares” de paseantes que, a la vez, se detienen para contemplarla y que la fotografían con el teléfono celular. Un cartero, que también es un pintor naif (que le regala a Varda su obra: un cartero y, quizá, una niña o una mujer pequeña, recibiendo una carta, ¿la misma Agnès, el mismo cartero, un recuerdo indeleble, quizás un memorable secreto o un deseo?), cuya foto se exhibe en una vieja casa, al lado de cuyo enorme rostro se abre una ventana al exterior, como otro ojo y otra cara. Criadores de cabras que les queman los cuernos. Una criadora de cabras que no se los quema, pues las cabras han nacido con cuernos por algo, según ella. La foto de una cabra sobre un granero, a la manera de gigantesco dios Pan. La visita a la abuela centenaria de JR que apenas recuerda las cosas y los eventos y la manera con que esta llamaba cariñosamente a su nieto. La foto de Janine, última de las habitantes de toda una cuadra de casas de mineros, que se niega a abandonar la suya y que se conmueve ante su foto sobre toda la fachada. Un búnker alemán caído sobre la arena, con la apariencia de una excrecencia meteórica, sobre la que pegan la foto de Guy Bourdin, fotógrafo y, a la vez, modelo de desnudo de Agnès, fallecido en 1991, que la marea se encarga de destruir en pocas horas. JR reflexiona sobre la fugacidad, lo efímero, lo temporal de su arte, a lo que ya se ha acostumbrado, aunque notemos la tristeza debajo de la aseveración. La visita a la “finca” de Pony, un viejo artista de la basura que vive con el mínimo y lleva rastas, hecho que conecta al personaje con aquellos aparecidos en anteriores filmes de Varda, como el inolvidable “Los cosechadores y yo” (aka. Los espigadores y la espigadora; Les glaneurs et la glaneuse, 2000), en donde capturaba la vida alrededor del hecho de “recolectar” basura, enseres domésticos y excedentes de cosechas y que la identificaba a ella misma como a una “recolectora” de imágenes y anécdotas. El acto mexicano de “pepenar” se revelaba, así, universal y democrático. 

El lado feminista de la directora surge cuando decide que JR les haga fotografías a las esposas de los estibadores de los muelles de Le Havre, mismas que son pegadas en una torre de contenedores, “a la manera de tótems”, en este mundo de hombres. Agnès y JR visitan la tumba de Henri Cartier-Bresson (quien, al parecer, odiaba que lo encuadraran como creador del concepto del “momento decisivo”) y su esposa Martine (Frank), muy apartadas, muy solitarias, cubiertas de lavanda, en un minúsculo cementerio de unas ocho tumbas, el casi secreto panteón de Montjustin. Colocan piedritas, primero sobre la lápida de Henri, luego sobre la de Martine, en conmemoración de memoria e imagen. Varda recuerda a su esposo difunto, el grandioso director Jacques Demy, responsable de aquel musical fascinante titulado “Los paraguas de Cherburgo” (1964). JR le pregunta si piensa en la muerte. Ella contesta que siempre. Pero la desea, para estar ahí tan sólo por el hecho de que, así, todo habrá terminado. 

Agnès está perdiendo la vista. JR no se quita jamás las gafas oscuras. Ambos están inmersos en este juego de luz y sombra, cuando, para complacer a la realizadora, JR accede a quitarse los anteojos y vemos una imagen borrosa de su rostro. Tal como la ve Varda. Los ojos, pero también los pies, de la cineasta, viajarán en tren, a donde ella jamás irá, en palabras del fotógrafo, adheridos a la superficie de los carros, enormes, vigilantes y andantes sin dar un solo paso.

Ante este viaje que JR provoca con los significativos miembros y órganos de Varda, esta le propone otro a su amigo de peripecias. Le muestra un cortometraje en el que actúan Godard y Anna Karina, inserto en la película “Cleo de 5 a 7” (1962) de Agnès. En el Museo del Louvre rinden homenaje a la secuencia de “Banda aparte” (Bande à part, 1964), una de las más divertidas películas de Godard, mientras JR lleva a Varda en una silla de ruedas, a toda velocidad, por los pasillos y ella va asombrándose, exclamando ante los cuadros hasta parar ante los rostros hechos de frutas, verduras y flores de Arcimboldo. Visitarán a Godard. Agnès se expresa de su colega -a quien no ha visto en cinco años y mucho menos en su nueva casa- en términos admirados. El impredecible Godard ha sido, según ella, “un filósofo solitario” que “creó el cine”, “lo cambió”, así mismo “un realizador de películas hermosas, inventor e investigador cuya personalidad es necesaria en el cine”. JR comenta que el genio de la Nouvelle Vague es, para Agnès, “un viejo amigo”. Ella se molesta un poco, “no un viejo amigo” sino “un amigo de toda la vida”, lo que suena “más respetuoso con las personas mayores”. “Siempre lo he amado”, continúa Varda, “pero nos alejamos”. Nerviosa, Agnès, acompañada de JR, entra a un restaurante en lo que dan las nueve treinta de la mañana, hora de la cita con Godard. Está de más narrar lo que acontece a continuación con el inasible genio francés. En la casa de Godard se topan con una nota escrita a plumón sobre el vidrio de la ventana y los recuerdos de un restaurante a donde iban a comer Agnès, Jacques Demy y Jean-Luc, en la Villa de Douarnenez, en el bulevar de Montpanasse. Lo que importa es verlo a través de la nostálgica lente de Agnès Varda. Jean Luc Godard, a través de un mensaje cifrado, en palabras de JR, probablemente ha desafiado la estructura narrativa de la película de Agnès. Quizá no. Quizá sólo sea un “impresentable” que, como quiera, le agrada a Varda, su amiga de sueños y su cómplice en la hechura de una novedosa forma de hacer cine y pensar el cine.

Con “Rostros y lugares”, la casi nonagenaria Agnès Varda y el joven JR, van salvando lugares para la memoria, van rescatando de la ruina, del olvido, a las personas, incluyendo a la amistad (la viaja amistad de Godard y la naciente con JR) y a la memoria misma, arropados por la música de Matthieu Chédid, conocido como “M”, que pone la nota melancólica cuando debe y crean, juntos y con todos sus colaboradores, uno de los más compenetrados dúos cinematográficos, en complicidad y unicidad, de todo el cine reciente y, quizá, de todo el cine de siempre.