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Reporte de la semana

2018-02-06 00:00:00

Diez películas y diez formas de amar para el Día de San Valentín

Por Pedro Paunero

Existen unos cuantos temas recurrentes al momento de contar historias, tanto literarias como en el cine, entre estos se cuentan el viaje iniciático, la rivalidad entre hermanos, la búsqueda de trascendencia, y algunos otros, pero las historias de amor deben llevarse las palmas por ser el tema más socorrido a la hora de narrar. Hemos escogido diez títulos, otorgando importancia relevante a las distintas formas de amar, recurriendo a una amplia gama de títulos importantes que, por una u otra causa, han sido reconocidos en la filmografía mundial. Como siempre, no pretendemos, con esta lista, ser exhaustivos.


Amanecer (Sunrise, F. W. Murnau, 1927)

El amor y la casi muerte. Conocido entre los aficionados al cine de terror por su magistral “Nosferatu” (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, 1922), Murnau, a quien la crítica no duda en situar como al mejor director de la era silente del cine, conservaba toda su pericia como indiscutible líder del movimiento expresionista alemán cuando el productor William Fox lo llamó a Hollywood para filmar. Le prometió libertad total y un sueldo excepcional. Murnau dirigió esta obra maestra absoluta del cine de todos los tiempos, que despliega un cúmulo de trucos de cámara y de sonido muy avanzados, antes de la aparición del cine sonoro, que la erigieron como ganadora del primer Óscar de la historia en la categoría de “producción artística excepcional”. La historia es sencilla: la pareja formada por George O´Brien y Janet Gaynor se ve amenazada por una mujer que seduce a George, interpretada por una vampírica y casi sobrenatural Margaret Livingstone (influencia del cine gótico del cual provenía Murnau), cuyo amor obsesivo lo convence de asesinar a su esposa. Hay un viaje en bote por el río y el espectador no puede evitar sentir conmoción y una tristeza profunda al asistir a los intentos, en un dramático jalonamiento entre el arrepentimiento y la decisión, de matarla. Pero él es un hombre bueno y, acaso, así, cuando amanezca, el amor sea redimido y se cumpla el subtítulo que lleva esta cinta, “Una canción de dos seres humanos”, una muestra perfecta de por qué el cine mudo fue una forma de arte en sí misma, trascendente y, por lo tanto, vigente hoy y mañana.   


La amargura del General Yen (The Bitter Tea of General Yen, Frank Capra, 1933)

El amor interracial. Con “Lirios rotos” (Broken Blossoms, 1919), dirigida por uno de los padres fundadores del cine, D. W. Griffith, que mostraba el amorío entre un chino (interpretado por Richard Barthelmess, al que se llama en la película “el hombre amarillo”) y una tierna Lilian Gish, bajo el concepto supremo del “estilo blando” que, a través de trucos fotográficos resaltaba la belleza de las actrices y de los escenarios, transformando la cinta en verdaderas pinturas de puro goce estético, “La amargura del General Yen”, se convirtió en una de las primeras películas en mostrar una relación amorosa interracial. La recatada misionera americana Megan Davis (Barbara Stanwyck), de viaje en Shangai, planea casarse con el amor de su infancia, Robert Strike (Gavin Gordon), pero es secuestrada por el general Yen, Señor de la guerra, interpretado por Nils Ashter.

La historia de amor que se desarrolla a partir de entonces, por improbable que parezca, convierte, a esta película del grandioso Frank Capra, en una de las mejores cintas de amor de la historia y contiene una secuencia excepcional, muy recordada: Megan sueña que “la amenaza amarilla” (que en la película no solo la constituye Yen, sino la célebre aversión que los estadunidenses sienten hacia el comunismo chino, mantenido de forma agresiva en la Era Trump) se cierne sobre ella, cuando es rescatada por un enmascarado vestido como un occidental. Entonces, el supuesto americano se despoja de la máscara para revelarse como Yen. Jamás se han visto retratados, de manera tan sutil, los deseos sexuales de una mujer en la pantalla, sino a través del sueño de esta misionera que, con esta secuencia, revela su amor, imposible e hiriente a través de la metáfora, la elipsis. La película, por mostrar este “chocante” amor entre individuos de dos razas, fue prohibida en algunos países.


La Atalante (L´ Atalante, Jean Vigo, 1934)

La reafirmación del matrimonio heterosexual. Como en “Amanecer”, en esta película el elemento agua cumple como símbolo de las corrientes que jalonan a todos los seres humanos. Cumbre de la breve, pero excepcional, obra cinematográfica de Jean Vigo (fallecido a los 29 años), y considerada, con justa razón, una de las mejores películas de la historia, “La Atalanta” narra el viaje de luna de miel, amoroso, erótico, pleno, pero también impregnado de anhelo y separación, a través de un canal fluvial, de una pareja de recién casados. Jean, el capitán y Juliette (Jean Dasté y Dita Parlo), navegan mientras un ser luminoso, que sirve de catalizador y, al mismo tiempo, de espíritu de la fortuna, el segundo de abordo del yatecito, Pére Jules (el gran Michel Simon), vela por su amor. La pareja de amantes (en el sentido más amplio, tratándose de esposos) sufre intensamente las breves separaciones, como aquella en que Jean llama a Juliette a través de la niebla, la encuentra sobre cubierta y caen abrazados y hacen el amor o cuando ella, sin lograr adaptarse a la vida a bordo, escapa a París con un funambulista (Gilles Margaritis) y termina vagando, angustiada, por las calles y deseando la compañía de su esposo. Existen varios títulos extraordinarios de la corriente del “Realismo poético” francés, por ejemplo, la obra casi total de Marcel Carné director que, como en el caso de esta cinta de Vigo, siempre recomiendo ampliamente y cuya filmografía es abundante en películas sublimes y celebradas en su tiempo (su “Los niños del paraíso”, alguna vez se ha considerado la “mejor película jamás filmada”), que luego el público y la crítica hicieron de lado para posteriormente revalorizarse, pero “La Atalanta”, el testamento de Jean Vigo, sobresale como una muestra trascendente de verdadero lirismo hecho cine.   


Sucedió una noche (It Happened One Night, Frank Capra, 1934)

El amor y las clases sociales. Una de las más celebres películas de Frank Capra, una de las cintas legendarias de Clark Gable y una historia de amor atemporal, divertida, entretenida, que hizo olvidar de sus problemas a un Estados Unidos sumido en la Gran Depresión y que aún nos cautiva. Ellen "Ellie" Andrews (Claudette Colbert), contra los deseos de su padre millonario, interpretado por Walter Connolly, se ha casado con Westley (Jameson Thomas) y, antes que frustren sus planes, se escapa en un autobús rumbo a Nueva York para encontrarlo. La noticia de su fuga se esparce. Su padre ofrece una buena suma de dinero por obtener informes acerca de su paradero. En el autobús le toca como compañero un periodista, Peter Warne (Clark Gable) quien, de inmediato, la reconoce como la hija millonaria y rebelde y acuerdan en que Peter la ayudará a reunirse con su amado, a cambio de la exclusiva de la historia, por supuesto. Pero, el que parece un simple viaje, no sólo será accidentado sino que intuimos el romance creciente que se dará entre los carismáticos y aventureros viajeros. La película incluye una escena mítica, perteneciente al “legendarium” de Hollywood, la de “las murallas de Jericó”, en la cual Peter-Gable tiende una sábana, sobre un lazo, para separar las camas donde dormirán y ofrecerse un poco de intimidad. Peter llama “Murallas de Jericó” a la sábana y, como en la historia bíblica, sabemos que tendrá que caer. Cuando Gable se quitó la camisa, y muestra el torso desnudo, influyó tanto en los espectadores varones que provocó una caída estrepitosa en la venta de ropa interior para caballeros. O eso se dice. Capra demostraba, de manera inteligente, cómo lidiar con la censura en esta escena, o aquella otra en la que Ellie, al pedir aventón, detiene un auto enseñando una pierna.

La película ha trascendido en el tiempo en parte por incluir una serie de cuadros realistas de la época, contrastando tipos y clases sociales pero es mucho más que eso. Fundó las bases de las llamadas “Screwball Comedies”, en las cuales los personajes entablan una lucha por imponer sus personalidades mediante gags y frases ingeniosas y es, también, un obvio resumen del talento de su director y, por encima de todo, de la empatía para con ellos, y para con el público, de su pareja protagonista.  


Viaje a Italia (Te querré siempre; Viaggio in Italia, Roberto Rossellini, 1954)

El drama del “segundo matrimonio”. Se ha considerado que el genio de Rossellini parió la modernidad del cine con este título, así lo veía, por citar a otro cineasta y, aparte teórico, y miembro de la Nouvelle Vague, Jacques Rivette, que escribió sobre este: “Abre una grieta en la historia del cine respecto al dolor por la muerte, que debía quedar atrás” y Francois Truufaut que lo denominó así en Cahiers Du Cinéma.

Una pareja inglesa madura, Alexander “Alex” Joyce y Katherine, interpretada por Ingrid Bergman y Georges Sanders, viaja a Italia para intentar vender una villa heredada. Los silencios, los gestos, los actos diarios, los diálogos, sus lánguidos paseos entre las ruinas romanas y sus paisajes, Nápoles, Capri, Pompeya, narran un matrimonio que finaliza. El dolor es evidente, traspasa cada escena, nos abruma, y nos identifica con el agitado mundo interno de los protagonistas, que no quieren incidir sobre su final como esposos. Ella desea perderse en la contemplación de la cultura antigua, visitar museos, caminar entre las ruinas; él prefiere pasar el tiempo con amigos y prostitutas. Los vestigios de la civilización romana funcionan como símbolos de ese matrimonio que termina. Cuando los arqueólogos exponen a un par de víctimas del Vesubio, que se supone perecieron abrazadas, y se habla de que fueron amantes, Katherine sufre una crisis. Cuando son sorprendidos por una procesión religiosa, Alex critica el fervor del pueblo italiano como de algo infantil. Siendo Rossellini italiano sorprende su desapego universal, pero también sitúa el carisma británico de su personaje, que se ve contrastado por las palabras de Katherine: “Los niños son felices”, que alude tanto a la lejanía de una época mejor, entendemos que idealizada, en oposición al final de su propio matrimonio. Las actitudes de esa pareja pertenecen, todas, a la modernidad. Su viaje, que no es sólo a otro país, sino interior (una geografía de la psique), anuncia el cine posterior y a la Nouvelle Vague francesa. El final es estremecedor, conmovedor y describe perfectamente el amor, al final de las vidas humanas, como su permanencia.      


Piso de soltero (aka. El apartamento; The Apartment, Billy Wilder, 1960)

El adulterio. La historia que narra Billy Wilder, la de C. C. Baxter (interpretado por el gran Jack Lemmon), un empleado que asciende en la escala laboral porque ayuda a sus superiores a llevar, de manera clandestina, a sus amantes a su apartamento, tiene menos que ver con el morbo de la situación y más con la crítica social del cine de Wilder, en este caso, al poner el dedo en la llaga en uno de los comportamientos humanos ligados al capitalismo.

En medio de esta corrupción inherente de la meritocracia occidental, Baxter encuentra a Fran Kubelik (Shirley MacLaine), una de las amantes rechazadas por los explotadores que cree, románticamente, en el amor como algo perdurable, más allá del intercambio erótico pasajero en un afán de consumismo desechable. Este amorío creciente entre sus alienados protagonistas, sublima la película.


Los paraguas de Cherburgo (Les parapluies de Cherbourg, Jacques Demy, 1964)

La separación. Jacques Demy y Michel Legrand, en la parte sonora, logran uno de los musicales más conmovedores, e inolvidables, con la historia de Geneviève Emery (Catherine Deneuve) y Guy Foucher (Nino Castelnuovo), enamorados irresistible e ingenuamente a pesar de que la cruda realidad los alcance. Él es un humilde mecánico y ella, cuando descubre que está embarazada en ausencia de Guy, quien ha tenido que ausentarse debido a la guerra, se promete a un joyero, Roland Cassard (Marc Michel), cliente de la tienda en la madre de ella, a quien no le importa criar y ver crecer el niño del otro, como si fuera suyo. No podemos dejar de sentir empatía por Roland pero tampoco la tristeza más grande por el pobre de Guy y por la sinceridad emocional de Geneviève, quien ve en Guy al amor de su vida. La película logra evitar, de manera asombrosa, la sensiblería y, aunque se trata de un melodrama, en el sentido prístino de la palabra, es decir, un “drama musicalizado”, alcanza tintes de tragedia con el desgarrador final en el que, el espectador, como los personajes, sienten un vuelco en el corazón y logran que esta cinta siga manteniéndose como un ejemplo perfecto de historia de amor imposible.    


Enséñame a vivir (Harold and Maude, Hal Ashby, 1971)

Amor entre una abismal diferencia de edades. Aunque tratemos de evitar ese cursi lugar común que encierra la frase “para el amor no hay edad”, de eso va, precisamente, esta película que una gran parte del público y la crítica repudió durante su estreno. Este es, acaso todavía, el filme más escandaloso de esta lista.

Los protagonistas del título original, son encarnados por Bud Cort y Ruth Gordon. Cort tenía veintiún años, Gordon setenta y seis. Bud tenía una sola película en su carrera. Ruth había ganado el Óscar por su interpretación de una satanista en “El bebé de Rosemary” (1968) de Roman Polanki. Los personajes presentan caracteres atípicos para seres de su edad: Harold está obsesionado con su madre, y esta atracción edípica lo orilla varias veces a intentar suicidarse, pero no lo logra y cada intento resulta risible; Maude, en cambio, superviviente de un Campo de concentración, se comporta como una delincuente juvenil y roba autos. Ambos asisten a funerales y es, en uno de estos, en donde se conocen.

El amor y la muerte, diría Jean Genet, se tocan de manera irremediable, irresistible y, muchas veces, bajo formas prohibidas y, para una inmensa mayoría, repugnantes. La película logra mantener una altísima cota de seriedad, aun en la escena de sexo entre la anciana y el muchacho y se resuelve, como tenía que ser, en la muerte de Maude, tan llena de humanidad y dignidad.


Todos nos llamamos Alí (aka. La angustia corroe el alma; Angst essen Seele auf, Rainer Werner Fassbinder, 1974)

El amor interracial y la crítica social. Fassbinder, padre del Nuevo cine alemán, expresó una vez que, en sus títulos abiertamente homosexuales (como “Querelle” o “La ley del más fuerte”), no le importaba la defensa de la condición sexual, que provocaba una vergonzosa autocompasión en quienes se erigían como sus abanderados, sino el análisis de las relaciones humanas y, con estas, sus tantas degradaciones. Esta premisa se cumple perfectamente en esta película sobre el amor que se desarrolla entre Emmi (Brigitte Mira), una empleada de la limpieza alemana de alrededor de sesenta años y Ali (El Hedi ben Salem), un inmigrante árabe veinte años menor que ella, a quien sus compañeros de trabajo retan a sacar a bailar en un bar. El amorío entre estos dos seres opuestos se revela como un hecho común entre los humanos y crece a pesar de los obstáculos. Ali responde al nombre genérico y discriminatorio, que los alemanes otorgan a todos los inmigrantes musulmanes, a ella la repudian incluso sus hijos. Fassbinder realiza uno de sus logrados melodramas trascendentes, uno de sus estudios de las clases y de la corrupción de las almas mediante la degradación de las relaciones humanas. Ali vive en una sola habitación con sus cinco compañeros, pero sabe, al lado de Emmi, arrancar fragmentos dulce-amargos a la desnuda realidad cotidiana. Pocas parejas en el cine, y en la vida, resultan más sinceras y honestas, por estar obligadas a permanecer alienadas, en este mundo hostil y duro.   


Deseando amar (aka. In the Mood for Love; Dut yeung nin wa, Kar Wai Wong, 2000)

El amor lejano por cercano. Tony Leung y Maggie Cheung encarnan a los vecinos Chow Mo-wan y Su Li-zhen, o señora Chan, que viven en un complejo de departamentos del Hong Kong de los años sesenta. A cada momento se encuentran, sonríen, se saludan. Ambos creen, con motivos, que sus respectivos cónyuges les son infieles pero, al contrario que en cualquier historia cuya salida fácil es el adulterio, ambos se sitúan en un borde angustioso, doloroso pero resignado, sin ir más allá. La fotografía de Christopher Doyle y la repetitiva, pero hipersensible y hermosa, música de Mike Galasso, aderezada con las canciones entradas a tiempo de Nat King Cole, en español e inglés, convierten cada plano, cada escena, en un pedazo de atmósfera electrizada por el deseo que no culmina.

Estos amantes que, por decisión, permanecen alejados sexualmente, tiene breves, pero profundos encuentros, ya sea cuando alguno va a comprar comida, cuando escampan la lluvia, cuando se cruzan en las escaleras. Ambos son guapos y ambos están oprimidos por el entorno que, de manera mágica, se resuelve en una especie de imaginería onírica que le viene de maravilla a la historia.        

Wong Kar Wai (que en los títulos aparece como Kar Wai Wong) rodó la primera película sublime de inicios del Siglo XXI (en la cual el amor permanece puro, por lejano, y hace honor a su título en español), con esta obra extraordinaria.