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2017-10-29 00:00:00

Siete películas para el Día de muertos

Por Pedro Paunero

Para este segundo listado de películas que ver para Día de muertos, hemos reunido una serie de cintas que tienen a la muerte como amenaza personificada a través del impacto psicológico de la guerra, de las denominadas “experiencias de casi muerte” y las fuerzas que acechan a quienes sobreviven a terribles accidentes. Lo completan algunos títulos que nos recuerdan que la muerte, compañera incontrarrestable de la vida, puede ocurrir, hacerse presente, en cualquier momento, en cualquier lugar y a cualquier edad.   


La isla de los muertos

(aka. La isla de la muerte; Isle of the Dead, Mark Robson, 1945)

Obsesionado por Caronte, el barquero encargado de conducir las almas a la Isla de la muerte en la mitología griega, el pintor Arnold Böcklin realizó cinco versiones (una que fue destruida durante la Segunda Guerra Mundial) de su cuadro “La isla de los muertos”. Inspirado, a la vez, en esta serie de cuadros magistrales, Rachmaninoff compuso su poema sinfónico No. 29 y el mismo Hitler poseyó uno de los lienzos. La isla que aparece en estas pinturas es recreada fielmente en la película que Mark Robson rodó para la RKO en 1945, con Boris Karloff en el papel principal y producida por Val Lewton con quien ya había filmado la excelente “La séptima víctima” (The Seventh Victim, 1943) con su trama satanista y sensual.

Un prólogo nos advierte que la diosa Afrodita fue convertida, tras las sucesivas invasiones extranjeras a Grecia, en un ser perteneciente a la superstición, la Vorvolaka, una simple figura demoniaca muy cercana al mito del vampiro en su variante psíquica, que estuvo presente en la mente de los campesinos durante la Primera Guerra de los Balcanes, en 1912. Boris Karloff, que interpreta al General Nikolas Pherides, y a quien llaman “el perro guardián”, una alusión a Cerbero, el perro de tres cabezas, custodio del inframundo y cuya estatua se levanta a la entrada de la isla, tiene una discusión sobre la crueldad con el periodista americano Oliver Davis (Marc Cramer), quien para enfriar los ánimos, le pide el permiso de hacer honores ante la tumba de su esposa fallecida. Los hombres atraviesan campos sembrados de cadáveres y moribundos quejosos, parten en una barca, y descubren la tumba de la mujer destruida y el cuerpo robado. Escuchan una misteriosa voz femenina cantando. Intrigados, deciden investigar y localizan al Dr. Aubrecht (Jason Robards Sr.), arqueólogo retirado, viviendo en una casa comprada a Madame Kyra (Helene Thimig), quien se convirtiera en su ama de llaves griega, y quien le explica que los campesinos han saqueado las tumbas en busca de restos arqueológicos. Mientras Aubrecht presenta a los recién llegados al resto de los refugiados, de origen británico, Madame Kyra le cuenta al General que uno de los cuerpos, destruidos por el fuego por parte de la gente, se trataba, en realidad, de un ser nefasto, malévolo. Entre los huéspedes se encuentra la hermosa Thea (Ellen Drew), la mujer que cantaba y a quien Madame Kyra supone una Vorvolaka y de quien queda se enamora Davis.   

Atrapados en la isla, en cuarentena, al desatarse la peste septicémica, los habitantes de la casa se debaten entre la creencia en la Vorvolaka y en la enfermedad biológica. El General, en su indecisión, convence a Thea que puede ser ella, en estado sonámbulo, quien ataca a sus víctimas. O puede ser, simplemente, la enfermedad. En espera del siroco, el viento caliente que sopla desde el Sahara, y que mata a la pulga transmisora de la peste, los habitantes de la isla de la muerte se ven enfrentados entre sí, al temor de la sospecha, al horror ante la enfermedad y a la tiranía del General, que sólo quiere que no se extienda el mal. Boris Karloff interpreta en este filme a otro tipo de monstruo, más humano, pero no menos cruel. La belleza de Thea se entiende como un aspecto fatal entre los supersticiosos de la isla, así, la diosa Afrodita (convertida en vulgar Vorvolaka), liberadora de las cadenas del espíritu a través de los placeres del cuerpo, tendría un aspecto demoniaco entre los mojigatos. La película es una producción menor en el haber de las producciones de Val Lewton y endeble como cinta de terror, pues apenas consigue mantener la tensión bajo el siempre efectivo argumento del pequeño grupo de personas, confinado a un espacio reducido, amenazado por una fuerza o un ser extraño. Tampoco logra esbozar la opresión que se puede ejercer sobre otro ser humano, en este caso sobre el personaje de la dulce Thea, cuando se permite que la superstición se apodere de todo, pero la premisa inicial es poderosa, y vale la pena ver este título, que incluye un aterrador entierro prematuro que confronta las creencias de los supersticiosos con la realidad más atroz, sólo por tratarse de una obra de la brillante dupla Lewton-Robson.      


Carnaval de almas

(aka. El carnaval de las almas, Carnaval de las almas; Carnival of the Souls, Herk Harvey, 1962)

El escritor de comedias para la radio, John Clifford, encontró una manera de trascender cuando se topó con Herk Harvey, que contaba con apenas treinta mil dólares para rodar una película, y había visto las instalaciones del sugerente parque de atracciones Saltair, abandonado en Salt Lake, y se puso a escribir con este último un guion. La única experiencia de Harvey tras la cámara se la había dado su labor como director de películas efímeras de carácter educativo. Cinco personas integraron el equipo y rodaron por tres semanas. El resultado fue Carnaval de almas, una cinta que, tras su fracaso comercial, fue cobrando estatus de película de culto con el pasar de los años, gracias a los pases televisivos y su lanzamiento en DVD en 1989, y que logró dejar su impronta en otras producciones más costosas. Clifford murió a los 91 años de edad y entre otros trabajos suyos se cuentan varias canciones, escritas en colaboración con Angelo Badalamenti (con el seudónimo de Andy Badale) e interpretadas por Nina Simone. Fue el único trabajo de Harvey en el cine y no les dejó ganancias económicas a los involucrados, al grado que el espectro que persigue a la protagonista, convenientemente maquillado para la época, fue interpretado por el mismo Harvey, pero el trabajo atmosférico conseguido, cercano al expresionismo alemán y, a la vez, llevándola al terreno de la postmodernidad que comenzaría, de lleno, con la “Psicosis” de Hictchcock (1960) y “La Noche de los muertos vivientes” de Goerge A. Romero (1968), en la que se trasluce la herencia de la brillante pieza artesanal de Herk Harvey, la sitúa en ese limbo de invisibilidad de algunas películas influyentes pero ninguneadas.

Mary Henry (Candace Hilligoss), viaja a bordo de un auto, con algunas amigas, cuando se les emparejan varios chicos en otro vehículo y las retan a una competencia. Mientras pasan por un puente, el auto de los muchachos se les cierra, arrojando el auto de ellas al río. Pero Mary sobrevive, y la vemos caminando por una lengua de tierra, en medio del río, cubierta de barro, varias horas después del accidente y de la búsqueda subacuática policiaca, para encontrarla, posteriormente, haciéndola de organista en una iglesia, con pretensiones de viajar a Utah, escenas en las que la música de Gene Moore, que impregna de atmosfera toda la película, cumple un papel fundamental. Desde entonces su cotidianidad fluctuará entre las realidades y el dislocamiento del tiempo, tan cercano al cuento “An Occurrence At Owl Creek Bridge” de Ambrose Bierce, mantiene magnéticamente interesado al espectador, mientras Mary es obsesivamente atraída hacia el puente donde sufrieran el accidente, a la vez que un siniestro parque de atracciones ejerce sobre ella un poderoso llamado y un grupo de espectros la persiguen.   

La persecución de una persona viva, sobreviviente a un accidente terrible, por parte de fuerzas que acechan desde el Más Allá, intentando regresarla al lugar de dónde ha escapado, se repetiría en películas como “Línea mortal” (Flatliners, Joel Schumacher, 1990), con su remake del año 2017, Línea mortal: al límite (Flatliners) de Niels Arden Oplev; en la saga que comienza con “Destino final” (Final Destination, James Wong, 2000) y en la miniserie de televisión “From the Dead of Night” (Paul Wendkos, 1989) de la que nos ocuparemos más adelante, hasta la excelente “Sexto sentido” (The Sixth Sense, 1999) de M. Night Shyamalan.

“Carnaval de las almas” es una de las gemas del cine de bajo presupuesto, rodada con convicción y talento, cuya trama efectiva descansa en el horror psicológico que consigue, en las sugerencias oníricas y el terror dosificado. Aunque la cinta está repleta de varias escenas relevantes, recordaremos aquella en la que los muertos brotan del agua y que tiene paralelo en la que George Romero incluyó en su “Tierra de los muertos” (Land of the Dead, 2005), cuando los zombis atraviesan el foso que los separa de la ciudad de los vivos, una clara alusión a la frontera entre México y Estados Unidos.  


En el corazón de la vida

(aka. In the Midst of Life; Au coeur de la vie, Robert Enrico, 1963)

Compuesta por tres episodios, esta película está basada en tres cuentos de Ambrose Bierce, periodista y escritor americano quien, “temiendo morir de viejo en la cama o cayendo por la escalera”, despareció durante la Revolución Mexicana, mientras intentaba unirse a las fuerzas de Pancho Villa y que fueron entresacados de su antología “Cuentos de soldados y civiles” (1891). Los episodios primero y tercero habían sido rodados en 1962 y se completaron con el segundo para integrar el largometraje.

La primera historia, “Chickamauga” o “El río de la muerte”, tiene como protagonista a un niño sordomudo (Pierre Boffety) que sale a jugar al bosque, ajeno a los disparos y cañonazos que rompen la paz de la naturaleza. Su imaginación convierte en seres fantásticos a los soldados agonizantes de la batalla de Chickamauga –en la cual la Unión sufrió una derrota terrible- que encuentra en la floresta. Esta conmovedora como aterradora narración tiene un paralelismo con la fascinante y enternecedora “Juegos prohibidos” (Jeux Interdits, 1952) de René Clément, cuya historia involucra a un niño campesino y a una huérfana citadina, víctima de la guerra, que se aíslan del horror que los rodea valiéndose de inocentes juegos que enmascaran la muerte. Sus escenas de soldados heridos o moribundos arrastrándose, en contraste con el sonido de pájaros e insectos, anuncian el panteísmo de un Terrence Malick en “La delgada línea roja” (The Thin Red Line, 1998), que retrata la visión de lo divino, como algo completamente ajeno a la destrucción humana, a través de la luz que se filtra entre las hojas o un polluelo que nace, mientras los seres humanos se deshacen mutuamente. Treinta cinco y mil soldados del Norte y del Sur perdieron la vida, como dice el prólogo: “Las lentas aguas del Chickamagua se tiñeron de rojo con sangre humana”.

El segundo cuento, “Un suceso en el puente sobre el río Owl” (An Occurrence At Owl Creek Bridge en inglés, La Rivière-du hibou, en francés), la más célebre de la producción de Bierce, tiene como protagonista a un condenado a la horca (Roger Jacquet) quien, en el último momento, parece sobrevivir al cortarse la soga y caer al río que pasa debajo del puente donde se llevaría a cabo su ejecución. Por supuesto, el diestro manejo del tiempo narrativo por parte del autor (y del director del mediometraje), hacen que nada sea lo que parece en la historia. Este segmento, que se hizo acreedor a la Palma de Oro en 1962, como mejor cortometraje en Cannes, fue alabado por Rod Serling, el creador de “Dimensión Desconocida” (The Twilight Zone) e incluido como el único capítulo ajeno a su producción, correspondiente al número 22 de la quinta y última temporada, que se dio por televisión estadounidense el 28 de febrero de 1964, al que se añadió tan sólo la presentación por parte de Serling con lo que el original fue editado y acortado. Fue el trabajo que catapultó a la fama a Robert Enrico y le hizo ganar el BAFTA al año siguiente y, finalmente, el Oscar en 1964, opacando a los otros dos cortometrajes.

La tercera historia, “El ruiseñor” o “El sinsonte”, muestra a Greyrock (Stéphane Fey), centinela en su puesto que dispara hacia la oscuridad, a una figura humana cuyo rostro es irreconocible. Lo que desata una tormenta de balas y huidas en la noche. Honrado como héroe, y con permiso, el soldado es atormentado por la incierta identidad del hombre al que mató. Cuando, tumbado en medio del bosque, recuerda a su perdido hermano gemelo, con quien tenía como mascota al ruiseñor del título, y que habían sido separados al morir la madre, continúa la búsqueda del cuerpo sólo para descubrir una cruel revelación.

La película, pieza relevante de cine de arte, logra transmitir la angustia y el horror psicológico de los relatos originales, y constituye toda una lección magistral de dirección y tratamiento de atmosferas a redescubrir en su totalidad.


El escapulario

(Servando González, 1968)

El padre Andrés (Enrique Aguilar), recién llegado a un pueblo, es conducido al lado de una mujer moribunda, María Pérez, viuda de Fernández (Ofelia Guilmáín), que le cuenta la extraña historia de sus hijos, Julián (Carlos Cardán) y Pedro (Enrique Lizalde), unidos a través de un objeto sagrado, el escapulario del título que, conforme avanza la narración, pasa a convertirse de milagroso en un objeto numinoso. Julián es un militar idealista, que pronto deserta en pos de llegar a ser un revolucionario, haciendo estallar un tren federal. Es el primer detentador del escapulario. Cuando es detenido y condenado a la Ley Fuga, un soldado idealista le permite escapar. Pero Julián, que no creyó en el poder del escapulario, es cocido a balazos. En el pueblo, un misterioso vagabundo es localizado por Pedro, vendiendo el escapulario en el que reconoce el que le pertenecía a su madre. Pedro lo adquiere. Don Agustín (Jorge Russek), tío de Rosario (Alicia Bonnet), la hermosa joven adinerada de quien está enamorada Pedro, pretenderle tenderle una celada, enviándole una carta falsa de Rosario, citándolo en un establo. En el camino, Pedro encuentra al vagabundo colgado de un árbol, ajusticiado al lado de otros dos hombres, aún con vida. El vagabundo le pide su sombrero y su jorongo y monta en ancas al asustado caballo de Pedro y le obliga a que le desmonte más adelante. Cuando este llega a la cita, a quien encuentra apuñalado por la espalda es al vagabundo a quien, poco después, vuelve a encontrar colgado del árbol con el puñal, su jorongo y sombrero encima. Don Agustín ha muerto de un infarto en la celada. Pedro contrae nupcias con Rosario y hace que le devuelvan el escapulario a su madre. Volvemos a la casa de la agonizante María Pérez que le cuenta al Padre que perdió a sus otros dos hijos, Andrés y Federico, en la confusión de la guerra. El padre promete volver al día siguiente a casa de la viuda, que le hace entrega del escapulario, pero en la calle lo esperan dos bandidos para matarlo. El bandido (José Chávez), le ruega le de los Santos Óleos a su hermano, a quien dejó moribundo por el camino. Pero la trampa no surte efecto cuando descubren que, el hermano del bandido, ha muerto por picadura de alacrán. El Padre regresa por su breviario olvidado a casa de la viuda, pero un gendarme (Manuel Dondé) le advierte que la dueña de la casa ha muerto siete años atrás. Asombrado, el Padre indaga la identidad de la mujer y pide entrar. Entonces comprende que la mujer moribunda era su madre, que Julián y Pedro eran sus hermanos, y el ahorcado del incidente sobrenatural, su hermano Federico.          

Una joya del cine gótico mexicano, no tan valorada como se debiera, que conjuga la belleza plástica de la fotografía de Gabriel Figueroa con una sucesión brillante de tomas subjetivas y puntos de vista de los personajes -vemos lo que los personajes ven-, mientras deambulamos por este cuento espectral, que entra y sale del tiempo, para invitarnos al mundo de los muertos. Cuando finaliza quedamos convencidos de haber sido huéspedes en el Mas Allá.   


Los muertos no mueren

(The Dead Don´t Die, Curtis Harrington, 1975)

Curtis Harrington había sido fotógrafo para dos figuras de la vanguardia americana en el cine, Kenneth Anger y Maya Deren, su carrera continuó en producciones tan relevantes como “El largo y cálido verano” (Martin Ritt, 1958), o “Alien, el octavo pasajero” (1979); para la televisión trabajó en algunos episodios de series como Dimensión desconocida, “La mujer maravilla” o “Los ángeles de Charlie”. En 1975 adaptó para la pantalla chica una historia de Robert Bloch, el autor de “Psicosis”.

El marinero Don Drake (George Hamilton), se toma muy a conciencia la tarea de limpiar el nombre de su hermano Ralph (Jerry Douglas), injustamente sentenciado a muerte por el asesinato de su esposa. Tras las espeluznantes escenas de la ejecución, Don se une a un duro sargento de policía, Reardon (Ralph Meeker) y al dueño de un salón de baile, Jim Moss (Ray Milland), ex empleador de Ralph y que se revela como alguien más, cuando comienza a encontrarse con su hermano muerto por todas partes y una misteriosa mujer, Vera LaValle (Linda Cristal), le advierte sobre indagar acerca de ello, para revelarse, a la vez, como una zombi que queman ante sus propios ojos, muñeco vudú mediante. La investigación lo llevará a descubrir una siniestra secta vuduista, que se ocupa de resucitar a los muertos, para formar un ejército de zombis. Esta producción para la televisión destaca no sólo por su asombroso reparto de leyendas de Hollywood, como los citados, además de Joan Blondell como Lavenia, la mujer de la funeraria compañera de un cadavérico Reggie Nalder, como Mr. Perdido, que vuelve de la tumba, sino por su trama policiaca y sus logradas escenas de terror en funerarias, cementerios y mataderos que también pueden ser morgues o no serlo, incluyendo el maratón de 20 días, en el salón de baile, con parejas desfallecientes, que recuerdan a los muertos del parque de atracciones de Carnaval de las almas. Una pequeña joya a redescubrir y revalorar.   


El asesino del cementerio etrusco

(aka. The Scorpion with Two Tails; Murder in an Etruscan Cemetery; Assassinio al cimitero etrusco; Sergio Martino como Christiane Plummer, 1982)

El director de varios títulos relevantes del más puro Giallo, como “El extraño vicio de la señora Wardh” (1970), “Todos los colores de la oscuridad” (1972), “Su vicio es una habitación cerrada y sólo yo tengo la llave” (1972) o “Torso” (1973), así como “La cola del escorpión” (1971), uno de las mejores cintas jamás filmadas de ese género, y algunos otros títulos del más descarado “Sexploitation” (La montaña del dios caníbal, 1978), dirige esta olla de podrida de géneros en la que caben tanto el Giallo, el horror sobrenatural, los asesinatos rituales, el tráfico de drogas y la más absoluta y confusa trama psicotrónica.   

Joan (Elvire Audray), la sensitiva y vidente esposa del arqueólogo Arthur Barnard (John Saxon) que realiza investigaciones en Italia, y ha descubierto una tumba etrusca, se entera del asesinato de su esposo, a la manera etrusca, es decir, con el cuello roto. Cuando viaja a buscarlo se entera que su propio padre, fuente de financiamiento de su esposo, es un traficante de drogas y ella, una sacerdotisa etrusca reencarnada (la “última de los inmortales”), un tesoro que mucho tiene de elemento de ciencia ficción y todo mientras suena, como banda sonora, el mismo tema, compuesto por Fabio Frizzi, que fue usado en “El más allá” (...E tu vivrai nel terrore! L'aldilà, 1981) de Lucio Fulci. 
 

From the Dead of Night

(Paul Wendkos, 1989)

Basada en la novela “Walkers” de Gary Brandner, autor de la serie de libros “The Howling” (1977) llevados al cine a través de la película que comienza con “Aullidos” (Joe Dante, 1981), la otrora Mujer biónica, Lindsay Wagner, interpreta a Joanna, diseñadora de modas y superviviente de un accidente en el que casi muere ahogada en una piscina, que pronto se ve acosada por presencias que llegan del “otro lado” para intentar devolverla al mundo de los muertos. Cuando comunica sus experiencias a su novio, Glen Eastman (Robin Thomas) y este la considera digna del loquero, no tiene otra opción que recurrir a su ex novio Peter Langford (Bruce Boxleitner), un decidido estudioso de lo sobrenatural con quien une fuerzas para enfrentar a los “Caminantes” del título original del libro en que se basa, y que la acechan. El telefilme consigue interesar al espectador, a pesar de su parafernalia rayana en el cliché, como las cartas del Tarot, el estudioso de lo paranormal, las velas y hasta el farsesco viaje a México en pleno Día de Muertos, al más puro estilo Hollywood para turistas, donde la pareja protagonista da con un compatriota entrometido que, bajo una ridícula máscara “mexicana” de calavera, se convierte, a la vez, en un “caminante”. 

Esta miniserie se enmarca en ese tipo de modas efímeras del cine americano, que a partir de una premisa, desencadenan toda una serie de imitaciones. En este caso el Más Allá redituó pingües ganancias a los productores del “Más Acá” con dos películas que se exhibieron al año siguiente en que la serie fue emitida por televisión: “Ghost, la sombra del amor” (Ghost, Jerry Zucker, 1990) y “Linea mortal” (Flatliners, Joel Schumacher, 1990)