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2017-07-03 00:00:00

«Perro blanco»: 35 años del último Sam Fuller

Por Pedro Paunero

El 7 de julio de 2017 se cumplen 35 años del último film puro –en cuanto a estilo y poder-, de Samuel Fuller, director que cargaba con una reputación de novelista barato, de periodista sensacionalista, de director afiebrado, violento, censurado varias veces, honesto consigo mismo y su obra, osadamente experimental, que de vez en cuando emergía de los bajos fondos de la Serie B o de sótanos aún más profundos, con obras maestras, o por lo menos películas notables, de profundo interés y de culto entre otros cineastas, rabiosamente personales, como aquella historia de espías anti comunista “Manos peligrosas” (Pickup on South Street, 1953), una obra maestra detestada por J. Edgar Hoover, que no tuvo empacho en atacar a Fuller en cierta reunión, por parecerle una cinta anti patriótica que encuentra su propio lenguaje a través del primer plano como expresión de la intimidad de los personajes; “La casa de bambú” (House of Bamboo, 1955) que presentaba un pionero romance interracial (de claros ecos que recuerdan la ópera de Puccini) entre un americano y una japonesa; el western “Yuma” (Run of the Arrow, 1957); el título “Bajos fondos” (Underworld U.S.A., 1961), quizá su mejor noir, y uno de los más furiosos, que impregna el celuloide con venganza y fría crueldad que no carece, paradójicamente, de profunda ternura, y anticipa la idea de que el narcotráfico no es sino una industria trasnacional que otorga, incluso, beneficios sociales a sus empleados; la delirante “Corredor sin retorno” (Shock Corridor, 1963), su título más celebrado y que se adelanta con mucho a la victoriosa “Atrapados sin salida” (One Flew Over the Cuckoo's Nest, Miloš Forman, 1975) o “El beso amargo” (aka. “Una luz en el hampa”; The Naked Kiss, 1964), que hunde un dedo putrefacto en la llaga que ha dejado la doble moral (y que rinde, a través de una auto referencia, un tributo a su propia filmografía en la escena en la que pasan Shock Corridor en un cine al que entran los personajes y que deja helado al espectador cuando la prostituta explica el significado de la frase “beso desnudo” entre su gremio), cuando irrumpió sonoramente en el mundo con el éxito “El Escuadrón Gran Rojo” (aka. “Uno rojo: división de choque”; “Más allá de la gloria”; “The Big Red One”, 1980), grandiosa película antibélica, de las mejores del género, bastante recortada en su metraje, basada en sus experiencias personales y una celebrada anomalía taquillera en su quehacer como director, todos, títulos que descansan bajo su premisa de amor y odio hacia los Estados Unidos: “Es una bendición poder amar a mi país, aun cuando me provoca úlceras.”

Fue así que la Paramount Pictures, ante el triunfo alcanzado por Fuller, le otorgó todas las facilidades para hacer lo que quisiera. Fuller leyó una novela, que lindaba con su gusto por el periodismo amarillista, sobre perros entrenados para atacar y matar a personas de raza negra y se puso manos a la obra con tal material de odio y asombrosa furia. El resultado fue “Perro blanco” (White Dog, 1982), material tan colérico que nadie quiso o supo qué hacer con él, a tal grado de suponer un fracaso estrepitoso. La película comienza con una actriz, Julie Sawyer (Kristy McNichol), que encuentra a un perro pastor alemán, al que ella ha herido al atropellarlo, de color blanco, en plena carretera. Lo lleva a curar, lo salva, va con él a casa y lo cuida. El perro, aunque ella, en un principio, intenta devolverlo a su dueño mediante anuncios, termina por volverse en su fiel mascota y la defiende, incluso, de un intento de violación. A través del metraje, este hermoso ejemplar canino se va ganando las simpatías del espectador que no deja de preguntarse a quién podrá pertenecer. Pero, como debemos recordar, esta es una cinta de Fuller, así que nada es lo que parece a primera vista. El perro comienza a reaccionar de manera agresiva ante la presencia de gente negra y he aquí que entendemos el equívoco del título de la película pues lo que Julie ha encontrado es un “perro blanco”, no por el color del animal, sino por haber sido entrenado como perro racista, siempre atento a atacar a cualquier individuo afroamericano que se le atraviese.

Julie lleva al perro a El arca de Noé, un centro dirigido por Carruthers (Burl Ives), el entrenador de animales para el cine, quien le advierte sobre el entrenamiento de su perro y que tiene en la persona de Keys (Paul Winfield), a un socio de raza negra en su negocio, y que se impone la obsesiva tarea de dar marcha atrás en la anómala programación del animal. Los momentos más emocionantes de la película, en cuanto a suspenso y agresividad fulleriana, se suceden en las escenas en las que Keys intenta re programar al animal. Pero, en el proceso de reeducación de este perro blanco, nos quedaremos con una última sensación de desolación, aunada a la escena en la que un dulce viejecito, acompañado de sus nietas de corta edad, reclama el perro como suyo.

Película de una inteligencia atroz, que elude el fácil alegato anti racista, fue mal entendida en su tiempo, tachándola precisamente de aquello que terroríficamente señalaba, fue adaptada por Curtis Hanson (responsable del guion y dirección de la premiada “L. A. Confidential”), sobre la novela del suicida Romain Gary, cuyo final alentador se invierte en la cinta. Gary había escrito el libro basándose en hechos reales de los que, se cuenta, como resultado se había podido reprogramar al perro en un ejemplar que atacaba personas de raza blanca.

Existe un paralelismo especular entre uno de los personajes de Corredor sin retorno y el pastor alemán de este film. En el manicomio de la primera película Trent, uno de los internos, un estudiante de raza negra, había sido admitido en una escuela sureña como parte de los intentos de integración racial del gobierno, pero que en el sanatorio se enseñorea del corredor del título, anunciando que él es un miembro más del Ku Klux Klan. Notamos que Trent vive “detrás” del espejo, en la región de los reflejos invertidos, mientras el perro blanco habita “este” lado, el de las conciencias torcidas.

Perro blanco se rodó en 44 días, se estrenó primero en Francia el 7 de julio de 1982 y el 12 de noviembre en los Estados Unidos, y obligó a los productores a enlatarla ante los alegatos que se alzaron contra ella y a los temores que les había despertado.  

Fuller expresó, amargamente, en dicha ocasión: “Aplazar la película sin que nadie la vea. Me quedé sin habla. Es difícil expresar el dolor de tener una película terminada encerrada en una bóveda, y no ser seleccionada para una audiencia. Es como si alguien pusiera a su bebé en una prisión de máxima seguridad para siempre.”

Director total de celosa autoría, gracias a su independencia de los grandes estudios, fue alabado y vitoreado y ejerció una poderosa influencia en grandes directores cuyas obras se mantienen como paradigmas del cine independiente o de autor: Léos Carax, John Cassavettes, Rainer Werner Fassbinder, Abel Ferrara, Jean-Luc Godard, Monte Hellman, Sergio Leone, Sam Peckinpah, Martin Scorsese, Quentin Tarantino o Wim Wenders, y de quien Francois Truffaut expresó que era un primitivo, un director de la rudeza, y de un cine directo, que tanto admiraba, todavía tuvo vida posterior tras haber rodado esta singularidad que es Perro blanco, tan imperfecta como tantas otras en su filmografía pero crudamente sincera, con películas como “Calle sin retorno” (Street of no Return, 1989), su última película gansteril, que narra la historia de otra venganza encarnizada, pero había dado ya todo de sí y había escrito su testamento en el cine a través de esta dura reflexión sobre el racismo y que nos permite comprender una de sus sentencias más esclarecedoras: “Odio la violencia, lo que no me impide utilizarla en mis films.”