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2016-12-26 00:00:00

El Quijote de Luis Buñuel (Segunda parte)

Por Arturo Garmendia

Buñuel y el teatro guiñol

Finalmente se produce el encuentro con la tradición guiñolesca española: “Llegamos, por fin, a encontrarnos con nuestro amigo Cristobica. El mismo origen desconocido que encontramos como dificultad para fijar la historia de los Polichinelas extranjeros surge al querer fijar los padres de este vástago español, miembro de una raza exótica, bellaca, pendenciera y cínica…La figura del protagonista no se define hasta el siglo XVIII: el teatrillo de títeres abunda copiosamente, tanto que en muchas novelas de costumbres sale a relucir. Creemos inútil recordar al célebre “Retablo de Maese Pedro”, y el aprecio en que eran tenidos estos titiriteros lo demuestra la alegría que reina en la venta cuando todos ven llegar a Maese Pedro con su mono... En la “Pícara Justina”, encontramos también algunos datos que dan idea del estado del teatro de títeres en aquel tiempo. Justina refiere cómo entre sus ascendientes, todos de grosera condición, hubo un bisabuelo que poseía títeres en Sevilla, ‘los más bien vestidos – dice – y acomodados del retablo que entraron jamás en aquel pueblo’.

“Nuestro Cristobica es individualista, pasional, obcecado, acaso demasiado salvaje, pero desde luego buen sujeto, inofensivo y deliciosamente ingenuo. También es, no podemos dejar de acusarle con estos dos calificativos, algo irreverente y desvergonzado. Heredaría bastante, sin darse cuenta tal vez, de los protagonistas de nuestras novelas picarescas, deslenguados, bufones y traviesos, y no poco también de los graciosos de nuestro teatro clásico. Además, tiene Cristobica un afán continuo de pendencia y siempre ha de terminar contundentemente sus disputas. Admiramos en este proceder qué energía sana, qué dinamismo lleno de color existe… Nos acercamos por él a una alegría sana y sin sentido que ha  de vestir  nuestras almas con el traje más lleno de luz para su fiesta interior. “Por esto tan pocos poetas han logrado arraigar su canto en el pueblo, y los que lo consiguieron fueron porque les vino directamente de él la palabra encontrada para su verso, porque no era el alma del poeta más que resonadora de la de todos. No hacer arte para el pueblo, sino hacer del arte del pueblo el verdadero itinerario  de emoción. El artista que  hace esta obra no  tiene una personalidad, su perfil se desdibuja en el anónimo contorno del perfil del pueblo, ¿Quién podría decir al autor de la más linda copla viajera por la emoción de todas las almas aldeanas? Bien  dice el poeta Manuel Machado:

Hasta que el pueblo las canta
las coplas, coplas no son,
y cuando el pueblo las canta
ya nadie sabe su autor…

“Para  terminar  esta breve genealogía de don Cristóbal  Polichinela diremos que el último ingenio popular que cultivó este género de tan profunda y callejera emoción fue Juan de las Viñas, un viejo que anduvo por Madrid hace unos 40 años. Por todo decorado y escenografía usaba de su capa, mantenida en alto por un lazarillo que movía los muñecos en tanto el viejo matizaba las distintas voces y discurría nuevos episodios y lances. En la actualidad callejean por Madrid dos guiñoleros: Manlleu y José Vera. El primero, expresión del guiñol popular culto, y el otro del guiñol popular bárbaro”. (López Villegas. “Escritos de Luis Buñuel”. 2000).

Hay  varios asuntos aquí a los que interesa dar seguimiento. En primer lugar que Luis Buñuel, a los llegar a la mayoría de edad, poseía una avanzada cultura musical: había estudiado violín, leía partituras, sus gustos musicales tenían un amplio espectro pues iban de la música popular a la culta, y de la clásica a la moderna, y estaba en relación a través de la residencia tanto copn compositores como con intérpretes de vanguardia.

En segundo sitio, que su amistad con Federico García Lorca le había abierto las puertas al mundo de la poesía y la literatura en los que pronto incursionaría como veremos en el siguiente capítulo. Por lo pronto, la influencia lorquiana, aunada a los consejos de Américo Castro, profesor en la Residencia, fue lo suficientemente importante como para decidir de una vez por todas su vocación profesional, llevándole a estudiar en definitiva la carrera de letras; en el curso de la cual, y también de la mano de Lorca, se interesó, estudio y fomentó la difusión del teatro guiñol y el teatro a secas, como también se documentará en las páginas siguientes.

En su disertación sobre el teatro guiñol, Buñuel topa con un tema que tendrá gran importancia en el desarrollo de sus ideas estéticas: la relación entre la producción artística popular y su re-elaboración por parte de los artistas, apuntando como posición propia la idea de que “pocos poetas han logrado arraigar su canto en el pueblo, y los que lo consiguieron fue porque les vino directamente de él la palabra encontrada para su verso, porque no era el alma del poeta más que resonadora de la de todos. No hacer arte para el pueblo, sino hacer del arte del pueblo el verdadero itinerario de la emoción”.

Finalmente, por la evidencia presentada puede colegirse que, a través de García Lorca, Buñuel tenía noticia de que Manuel de Falla trabajaba en una obra de inspiración cervantina, en cuya representación se emplearían marionetas; asi como que estaba familiarizado con el texto original, al que cita en la ponencia referida. Todo ello tendría su relevancia, como se verá.

Mientras tanto, el año de 1924 Buñuel terminó la carrera de Historia, en la Facultad de Filosofía y Letras, practicándole los exámenes finales personalidades del mundo intelectual tan renombradas como Dámaso Alonso, Américo Castro y Menéndez Pidal. (Aub. Op. cit. 1984).

“Apenas acabada mi carrera me encontré en una situación precaria – relata Buñuel. Mi única solución era optar a una plaza en cualquier instituto o universidad, profesión para la que no sentía vocación. Como ya tenía 24 años, empecé a darme cuenta de que debía pensar seriamente en situarme y, sin embargo, me sentía más indeciso y perplejo que nunca. . . Pero mi nerviosismo e incertidumbre desaparecieron inmediatamente cuando mi madre me dio permiso para marchar a París. Mi padre había muerto el año anterior” (Arana, Op. cit. 1962).

Don Leonardo Buñuel todavía creía que su hijo estudiaba ciencias naturales, y seguramente no hubiera aprobado su matrícula en la carrera de Historia, profesión que para su mentalidad práctica tampoco le hubiera garantizado la sobrevivencia.

Por otra parte resulta curioso que Manuel de Falla invirtiera en la composición de “El retablo de maese Pedro” casi el mismo tiempo que Buñuel en terminar sus estudios superiores.


Estreno del Retablo de Maese Pedro

Tres meses antes del estreno de la obra  en París se ofreció  una audición en versión de concierto en el Teatro San Fernando de Sevilla, gracias al empeño personal del violonchelista Segismundo Romero quien, durante la visita que Falla realizó a Sevilla en la Semana Santa de 1922 acompañado por Federico García Lorca, logró persuadir a don Manuel de la necesidad de presentar “El retablo” en su país. Fue así que, tras obtener el pertinente permiso de la Princesa de Polignac, las representaciones sevillanas (se interpretó los días 23 y 24 de marzo de 1923) sirvieron realmente como ensayo general del estreno escénico en París. La orquesta fue dirigida por el propio compositor.

Para el montaje escénico del estreno parisiense Falla había logrado convencer a la Princesa para que contratara a sus amigos granadinos –y compañeros de aventura en los Títeres de Cachiporra, empresa cultural que organizara junto con García Lorca en la casa del poeta, -; y así Hermenegildo Lanz esculpe los muñecos y Manuel Ángeles Ortiz se hace cargo del   diseño   de  la  fachada  del   guiñol  y  del  telón del  escenario portátil. Junto  a  ellos,  participó en  el encopetado estreno un nutrido e ilustrísimo equipo humano: desde la gran Wanda Landowska en el clave, el veterano barítono Héctor Dufranne como Don Quijote y el célebre Vladímir Golschmann a cargo de la dirección musical; e intérpretes como el pianista Ricardo Viñes o el guitarrista Emilio Pujol, que participaron también en el movimiento escénico de los muñecos-guiñol (Viñes se hizo cargo del de Don Quijote). A la concurrida velada asistieron el poeta Paul Valéry, el compositor Igor Stravinsky y el pintor español Pablo Picasso.

Muy en la línea verista del “teatro dentro del teatro”, Falla concibe para la representación del “Retablo” dos niveles escénicos. En uno (el real: en una venta de la Mancha) se sientan los espectadores, entre los que se colocan don Quijote y Sancho. En el otro nivel, más elevado, se ubica el teatro de guiñoles, donde Falla aún crea un tercer nivel escénico; el que establece, a modo de nexo entre ficción (títeres) y realidad (espectadores) con las figuras de Maese Pedro y su ayudante Trujamán, quien es el narrador y comentarista de la “Historia de la libertad de Melisendra”, basada en el antiguo romance de Don Gayferos, que se representa en la venta, como sigue:

En la Torre del Homenaje del Alcázar de Sansueña (Zaragoza),  Melisendra, doncella cristiana, aparece asomada a un balcón en actitud extática. El deshonesto Moro se acerca a hurtadillas y le roba un beso. Ella se lamenta a gritos del atrevimiento del Moro. Acude el rey Marsilio y hace prender por sus soldados al culpable.

El Trujamán, al explicar la acción, reflexiona sobre los procedimientos expeditivos de la justicia mora. Don Quijote, espectador pasivo hasta este momento, y cuyas piernas han traducido por movimientos nerviosos su protesta contra las palabras del Trujamán, se asoma al proscenio y encarándose con el muchacho le amonesta severamente. Maese Pedro, sacando la cabeza por las cortinas del retablo, aconseja al Trujamán prudencia, volviendo a entrar en su escondite para reanudar la representación.

Plaza de la ciudad, que invade la morisma. Llega al Moro culpable conducido por la guardia del rey. Dos verdugos de feroz aspecto azotan al Moro con golpes alternados, que coinciden con los acentos rítmicos de la música. Cae el Moro, y los soldados se lo llevan a rastra, seguidos por los verdugos y la morisma.

El caballero Don Gayferos, cubierto con una capa gascona y llevando en la mano un cuerno de caza, asciende la montaña al trote de su caballo. Melisendra aparece de nuevo en la torre del alcázar de Sansueña. Sobre un andante molto sostenuto, que inicia el arpa-laúd, se desarrolla la acción, terminando con la fuga de Melisendra montada a la grupa del caballo de Don Gayferos. Ambos desaparecen al trote. Continúa el Trujamán su narración.

El rey Marsilio corre presuroso en busca de sus guardias. Éstos tocan la alarma, “y la ciudad se hunde con el son de las campanas que en todas las torres de las mezquitas suenan”. Esta afirmación del Trujamán hace saltar a Don Quijote, asegurando con visible indignación que no se usan campanas entre moros, sino atables y dulzainas. Maese Pedro procura calmar a Don Quijote, excusando la impropiedad escénica. Convencido el caballero por las razones de Maese Pedro, la representación continúa.

Una gran muchedumbre desfila rápidamente por la escena, y el Trujamán  dice: “Miren cuánta y cuán lucida caballería sale de la ciudad en seguimiento de los dos católicos amantes; cuántas dulzainas que tocan, cuántas trompetas que suenan, cuántos atabales y tambores que retumban. ¡Témome que los han de alcanzar y los han de volver atados a la cola de su mismo caballo!”. Viendo y oyendo tanta morisma y tanto estruendo, Don Quijote pónese de un brinco junto al retablo, y desenvainando la espada, grita: ¡Deteneos, mal nacida canalla, no les sigáis ni persigáis; si no, conmigo sois en la batalla!”.

Con acelerada y nunca vista furia comienza el caballero a llover cuchilladas, estocadas, reveses y mandobles sobre la titerera morisma, derribando y descabezando a unos, estropeando y destrozando a otros, y dando un golpe tal que pone en peligro la cabeza de Maese Pedro, quien se encoge y agazapa para evitar los golpes. Aparecen en escena cuantos han presenciado la representación, entre ellos Sancho Panza, haciendo gestos de grandísimo pavor. Don Quijote, sin reparar en ellos, dirigiéndose a los fugitivos, proclama su personalidad, y al invocar a Dulcinea queda como en éxtasis, la mirada en alto, entonando un canto a la señora de sus pensamientos. Pero pronto vuelve a su anterior exaltación, y, dirigiéndose ahora a los presentes, evoca las glorias de la andante caballería, mientras Maese Pedro, desolado y abatido, contempla la figura que tiene en sus manos, partidas en dos. Así termina la obra” (Romero, Op. cit., 1999).

Se trata, sin duda, de una de las obras más originales de la historia musical española, tan inmersa en el nuevo y abierto concepto de teatro musical implantado tras la llegada del nuevo siglo (Pierrot Lunar, La historia del soldado, El castillo de Barba Azul) como enraizado en la añeja tradición hispánica.



Después del estreno holandés de "El retablo de maese Pedro". Buñuel es el primero, de izquierda a derecha.


Luis Buñuel: ¡A escena!

Buñuel había entrado con el pie derecho en París. Lo había enviado allí don Pedro Azcárate, futuro embajador español en Londres, con una carta de presentación y la promesa de un cargo en el futuro Instituto Internacional de Cooperación Intelectual. Había adivinado las potencialidades de este muchacho, cuya única actividad, hasta entonces, había sido apenas la publicación de unos pequeños escritos literarios. Buñuel iba a París como protegido, en una especie de misión cultural o, por así decir, con una beca. El joven fue presentado en los mejores círculos intelectuales de París. Allí causó buena impresión, inmediatamente, sobre todo por su aspecto físico: sus ojos, sinceros y resueltos, su complexión robusta, su actividad de boxeador, cosas que en aquella época se apreciaban mucho en los círculos intelectuales, donde el tipo deportista había sido erigido en ídolo de las clases pensantes. Buñuel, bien vestido, elegante hasta cierto punto y resuelto, no era nada fanfarrón (Sánchez Vidal. Op. cit. 2004).

El futuro cineasta refiere así su estado de ánimo: “En 1925 llegué a París sin tener idea de lo que sería de mí. Quería hacer algo –trabajar, ganarme la vida- pero no sabía cómo. Continué escribiendo poemas, pero esto me parecía más bien el lujo de un ‘señorito’. Entonces, al igual que ahora, yo estaba en contra de los lujos y de los “señoritos”, aunque debido a mi nacimiento yo fuera uno de ellos.

“Entre los muchos defectos de los españoles está el de improvisar, debido a que creen saberlo todo. Debo confesar que este defecto fue una virtud en mí, puesto que gracias a él encontré mi camino en la vida y en una profesión que parece definitiva para mí. Porque, como podía improvisar, fui capaz de hacer mi debut como metteur en scène, dirigiendo la parte escénica de “El retablo de Maese Pedro”, en Ámsterdam”. Con estas palabras describe Buñuel la decisiva importancia que tuvo en su vida el encuentro con la obra de Manuel de Falla (Buñuel. Op. cit. 1982).

En efecto, al llegar a la capital francesa,  Buñuel había acudido en primer término a sus amigos pintores, entre ellos Joaquín Peinado, Manuel Ángeles Ortiz y Hernando Viñes, su compañero de empresas teatrales estudiantiles, quienes le presentan a  Pablo Picasso y a Juan Gris y lo alojan el Barrio Latino y Montparnasse. Buñuel trae una carta de recomendación para el pianista Ricardo Viñes, tío de su amigo Hernando, quien, como hemos visto está relacionado tanto con la Princesa de Polignac como con Manuel de Falla; y en ese momento se encuentra preparando el estreno mundial de “El retablo” en Holanda. Amsterdan era sede de dos grandes conjuntos orquestales, y una de ellas acabada  de presentar la “Historia del Soldado”, de Stravinsky, con  gran éxito. La otra,  la Orquesta del Concertgebow dirigida por Willhem Mengelberg  no quería quedarse atrás y había dado acogida en su programación a la obra de Falla, pero el tiempo apremiaba. (Aub, Op. cit. 1984).

La experiencia  teatral en la Residencia de Estudiantes, la amistad de Hernando y la carta de recomendación fueron suficientes para que Luis Buñuel quedara contratado. Una vez leído el libreto, Buñuel hace una sugerencia a Viñes: El salón de música de la Princesa Polignac es de reducidas dimensiones, no así la sala de conciertos holandesa donde deberán representar. Sería conveniente substituir entonces a los títeres por actores. La sugerencia es un golpe de genio.

Como lo cuenta Buñuel: “En la representación en casa de la princesa de Polignac, tanto los personajes de Cervantes como los del guiñol habían sido muñecos. Se me ocurrió a mí improvisar. Yo le sugería a Viñas que los personajes humanos fuesen actores alterando sus caras con máscaras, para que de esta manera hubiese una diferencia más pronunciada entre ellos y los de guiñol, los cuales sólo podían ser muñecos. Le pareció una buena idea y le ofrecí llevarla a la práctica. Todavía no puedo comprender cómo aceptó. . . Busqué entre mis amigos para encontrar los personajes de carne y hueso que necesitábamos, o, para ser más exacto, uní mi inexperiencia a la de ellos, puesto que uno era pintor, otro estudiante de medicina, otro periodista y ninguno actor. Los decorados, trajes, máscaras y muñecos fueron encargados a buenos artistas de París”. (Buñuel, op. cit. 1982).

Aceptada la idea, un pariente de los Viñes de nombre José, que era periodista, escribió algunos diálogos adicionales y la pequeña compañía que haría las veces tanto de técnicos como de figurantes dedicó los siguientes quince, o treinta días según otras fuentes, a ensayar la función en casa de los Viñes. El grupo lo componían Luis Buñuel, director escénico; Hernando Viñes,decorados, ejecutados por Marcel Guerin; Manuel Ángeles Ortiz, vestuario; José Viñes, efectos escénicos;  Rafael Saura  (primo de Buñuel, en el papel de Don Quijote),  Francisco Peinado (maesePedro), Francisco Cossío,  Juan Esplandiú, Juan Aramburu y Roger Whettnalh, además de Hernando y José Viñes, movimientos escénicos. (Baxter, “Luis Buñuel. Una biografía”, 1996).

En la parte musical, además del director Mengelberg estaban los cantantes Hector Dufrance, Thomas Salignac y Vera Janocópulos, provenientes de la Ópera Cómica de Paris, con una sólida reputación establecida, lo que hizo comentar a Buñuel: “Todavía tiemblo cuando pienso en mi audacia y la de mis amigos, que habían aceptado participar en la aventura para tener la oportunidad de visitar Ámsterdam gratis, colaborando con Falla, uno de los más grandes músicos contemporáneos”. (Buñuel, Op. cit.1982)


Buñuel clava una pica en Flandes

En estas condiciones, la pequeña compañía de amigos arribó a Holanda sólo un par de días antes del estreno mundial de la obra, el 26 de abril de 1926, que dedicó íntegros a ensayar y a preparar el escenario, sobre el cual se había creado un clima de expectación. Las butacas para el estreno costaban 200 francos, y las cuatro representaciones efectuadas se dieron a teatro lleno.

Sin embargo -recuerda Buñuel- “La primera noche, olvidé preparar las luces. Me equivoqué en su distribución y no lograba dar profundidad en el escenario. No se veía ni torta. Ayudado por un electricista, tras largas horas de trabajo, pude disponerlo todo para la segunda representación, que se desarrolló con normalidad. . . Debo decir que no lo hicimos mal del todo, y tanto mis amigos como yo pusimos todo de nuestra parte para triunfar en esta desproporcionada empresa. Nadie entre el público sospechó que la parte plástica del espectáculo era un experimento, esta vez no catastrófico, de improvisación española”.  (Baxter, Op. cit., 1996).

El éxito de la representación a que tan modestamente se refiere Buñuel fue plenamente justificado. Se trataba de un grupo de jóvenes excepcionales. En lo que se refiere a la labor personal del director escénico, su idea de cambiar los muñecos de marionetas por personajes reales fue ampliamente discutida en la época, encontrando casi siempre el apoyo de la crítica.

Adolfo Salazar lo alabó abiertamente en una serie de artículos recogidos en los libros Música y músicos de hoy (Mundo Latino, Madrid. 1928) y La música contemporánea en España (La Nave, Madrid, 1930). Es muy propia de nuestro autor la solución dada a la difícil puesta en escena de la época. En primer lugar, simplificó de un golpe problemas casi insolubles emanados de la acción simultánea de teatro-guiñol, teatro de marionetas (contemplando la representación del guiñol) y la orquesta y los cantantes (presenciándolo todo). Por otro lado, es característico de Buñuel este afán de humanizar. La ópera, en su concepción primera, acusaba un juego intelectual de vanguardia, con tendencia abstractizante, al que se inclinaba Falla entonces; al convertir los espectadores de El retablo en personajes de carne y hueso, se les daba un hálito natural, convirtiendo a Don Quijote en una presencia y al retablo en una leyenda. (Romero, Op. cit., 1999)

La experiencia fue definitiva en la formación del futuro cineasta: “Ebrio con mi triunfo, o al menos esto significó para mí el no haber obtenido un fracaso, sentí que un gran amor se había despertado en mí por la mise en scène”. (Buñuel, Op. cit, 1982).

 

BIBLIOGRAFIA:

Página web de la Singer Sewing Company:  http://singermemories.com/secret.htlm
Agustín Sánchez Vidal. Buñuel, Lorca, Dalí: El enigma sin fin. Editorial Planeta, España, 2004.
Justo Romero. Falla. Ediciones Península, .España, 1999.
J. Francisco Arana. Luis Buñuel. Biografía crítica. Editorial Lumen, España, 1969.
Luis Buñuel. Mi último suspiro. Plaza & Janés Editores, España, 1982.
Concepción Buñuel. “Recuerdos de infancia de Luis Buñuel”, en Positif  no. 42, Noviembre de 1961
Max Aub. Conversaciones con Luis Buñuel. Aguilar S. A. de Ediciones, España, 1984.
Ian Gibson. Federico García Lorca. (1898 -1929). Grijalbo Mondadori, Barcelona, 1985
Manuel López Villegas (Compilador). Escritos de Luis Buñuel. Editorial Páginas de Espuma. España, 2000.
John Baxter. Luis Buñuel. Una biografía. Ediciones Paidós Ibérica, S. A., 1996.

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