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2016-08-17 00:00:00

La importancia de llamarse Arturo De Córdova

Por Gabriel Ramírez Aznar
Texto e ilustración

"¿Está orgulloso de ser mexicano? ¡Por supuesto! Más que de ser yucateco". Arturo de Córdova, 1968.

Buñuel declaraba en una entrevista sobre su película “Él”, que el personaje principal le parecía "patético: a mi me conmovía ese hombre con tantos celos, con tanta soledad y angustia dentro y tanta violencia exterior. Lo estudié como un insecto”.

El personaje, Francisco, lo interpretaba un actor al que la crítica solía zarandear por considerarlo de lo más limitado, con dos o tres tics para expresar toda la gama imaginable de emociones. Buñuel, sin embargo, defendió siempre a Arturo de Córdova. En aquella película de 1952, se recordará al atormentado carcomido por los celos, un católico repugnante en lucha santa contra las urgencias de la carne.

“Él” fue, de toda su filmografía copiosísima, la mejor que protagonizó, la que de alguna manera sintetizó el carácter, la personalidad de sus personajes múltiples. La que reunía los rasgos del burgués mundano y rígido de rostro tenso, preocupado, y sonrisa parcial. Demasiadas películas y demasiados clichés, clichés y clichés los de Arturo y sus dramones con forzados finales felices. Ciertamente, pocos mortales pudieron tragarse todas sus películas, soportar su totémica egomanía tradicional, aguantar los escenarios cerrados y tan constreñidos como un acordeón. Aquellos personajes grises en salones de indescriptible art déco, espacios sombríos y lugares que podrían ser cualquier lugar, la acción ubicada en una ciudad parecida a cualquier otra ciudad y la vida real como si no existiese.

En el comúnmente improvisado e impresionista cine mexicano de los treinta y cuarenta, la línea estilística merodeaba en torno a las limitaciones de un puñado de estrellas que el oficio rutinario ablandaba. De directores que carecían de la imaginación necesaria para capitalizar el poco talento a mano. Como contraste, sería la energía primaria de unos cuantos en las que descansó la fama póstuma de la mentirosa Época de Oro del cine mexicano. Los filmes, casi todos resultado de la prisa y el descuido. Hoy, si algunos milagrosamente frescos, será únicamente a la gracia de uno que otro arquetipo subordinado a tópicos: Infante, Cantinflas, Negrete, María y Dolores, Tin Tan y podría ser que nadie más; si acaso María Antonieta y Ninón, como diría Pérez Prado.


"Él", de Luis Buñuel.

No Arturo, desde luego. Estrella sin brillo a fines de los cincuenta, apagada con los años, rendido y desvanecido antes de cumplir los cincuenta. Tuvo una carrera en la cima, en sus días logró la fama, pero también docenas más la consiguieron porque eso podía crearse: la fama, el estrellato. Lo que no se podía, era crear una excepción.

Fuera de ”Con las manos sangrientas” (1953, Carlos Hugo Christensen), ubicada en la selva amazónica, los títulos y sus personajes tenían resonancias con la reputación que definía su estilo: elegancia urbana y contemporánea, ligero toque estirado, labios finos y poco sentido del humor. Justísimo bigotito negro en un semblante abatido, trajeado de principio a fin, el sombrero en el ángulo correcto. Directores y guionistas manejando excesiva palabrería en construcción de situaciones con abundantes diálogos y largas tomas.

Todos sus filmes principales, como debía de ser, no fueron más que vehículos manipulados, hechos principalmente para lucimiento del propio De Córdova, que solía emplear los trucos más manoseados de la interpretación. Su verdad, como presencia cinematográfica, no estaba en sus cualidades artísticas, sino en poder ser perfectamente efectivo sin estar extraordinariamente capacitado. Tuve el don del difícil equilibrio entre diversos elementos de su identidad, exhibicionismo y habilidad técnica, la virtud de volver exitosa su presencia: De Córdova no se dejó arrastrar por ningún personaje y estuvo dispuesto siempre a poner de manifiesto, a colocar en primer plano, la admirada personalidad de De Córdova. ¿No eso mismo solían hacer sus heroínas?

Pero Arturo no se apellidaba De Córdova sino García Rodríguez y era originario de un lejano planeta, del que si hoy resulta extraño a los del Centro, sólo imaginar la idea que se tenía de Yucatán a principios del XX. Nacido en Mérida en mayo de 1907, tenía diez años al trasladarse con su familia a Argentina. Allí, conoció al amigo de toda su vida, Jorge “Che” Reyes. Su padre le envió después a Suiza y a su regreso probó suerte como periodista. "Me nombraron corresponsal de la UP en Santiago de Chile y estando en esas tareas, se me antojó ir a México, que no conocía por emigrado y por yucateco. De Mérida al resto del país, la incomunicación era completa".

Pero antes del cine, Arturo pasó por la radio. Primero en Mérida, donde le apodaban Macana (del argentinismo macanudo), gracias a su peculiar acento amanerado heredado de su estancia suramericana. Ya en la Ciudad de México, fue conocido como "el locutor de las elegancias" en diversos programas (“Carlos Lacroix; Increíble pero cierto”; “Apague la luz y escuche”). Llegó al cine de manera circunstancial, cuando el sonoro mexicano tenía cinco años, al reencontrarse con Arcady Boytler, a quien conocía desde Chile. Luego de una prueba elemental, el productor Felipe Mier lo contrató por 806 pesos para ”Celos” (1935), en plan de cointérprete con Fernando Soler y la argentina Vilma Vidal.

Ya entonces, bautizado por Roberto Cantú Robert, Arturo no era García sino De Córdova y “Celos”, el primero del desfile interminable de filmes que descubría la presencia de una arrogante figura "con dicción de esas que en la jerga celóidica se llama 'de oro'" (Esteban Escalante). Fue el comienzo del desarrollo de un personaje al servicio de las exigencias de cámaras y guiones, que variaría muy poco en las increíbles diecinueve películas que hizo en los cuatro años siguientes de la década de los treinta. En los cuarenta, se convirtió en pieza vital del mercado de la (ahora sí) industria del cine. Ejemplar clave de caballerosidad y elegancia supuestamente sexy, daba igual si en trajes de etiqueta, sotana, uniforme militar, bata de médico o el disfraz más a mano. La consiguió a lo largo de treinta películas, incluidas las nueve de su etapa norteamericana, la más notable: “For Whom the Bells Tolls?” (¿Por quién doblan las campanas?, 1941, Sam Wood).


"¿Por quién doblan las campanas?".

El Arturo que no dejó de ser él mismo, siempre seguro de sí. A veces suave y rico, otras irónico y levemente aburrido, cuando no romántico aventurero o dandi de tocador. Desde luego, sin olvidar al por completo orate y al burgués en conflicto por su lujuria reprimida. En ese cine, todo parecía suceder de noche o en atmósferas turbias, amenazadoras. Como si esta fuera la forma peculiar que tenía el cine mexicano de enfocar los temas de importancia: la oscuridad para lo sombrío y malo, tan necesarios a esos vehículos que volvieron a De Córdova atracción suprema durante una época.

En 1968, cuando lo mejor de él estaba a sus espaldas, declaró que “Dios se lo pague” (1947, Luis César Amadori) había sido la película "que más satisfecho me ha dejado". El historiador argentino, Domingo Di Núbila, escribió que su papel de mendigo millonario "revitalizó su carrera, cuya estrella estaba en plena decadencia (y) pese a la popularidad que le había dado su actuación en Hollywood, los productores mexicanos ya no tenían interés en él".

Lo cual no dejaba de ser un poco excesivo, pues De Córdova fue siempre un galán demasiado estándar y tedioso hasta mediados de los cincuenta. Su ocaso, coincidente con el fin del negocio redondo del cine mexicano. Esa regocijante Época de Oro que Renato Leduc llamó pura época de Charritos: una seudoindustria más quebradiza de lo que nadie suponía y que la distancia probaría (también), de un severo y escalofriante moralismo. El fin del régimen de Alemán trajo consigo el agotamiento de héroes como Arturo, de capa caída hasta el final de sus días, con dos o tres excepciones como “El esqueleto de la señora Morales” (1959, Rogelio A. González). La fórmula perdió su magia, la rancia tradición de sus films se volvió aceda. El rock, twist y gogó atiborraron las miserables chucherías de bajo costo, y todo el gusto socialité de pulcra e hipócrita clase media quedó purgado para siempre. El desastre financiero atrapó a la mafia que había lucrado y la cámara pudo observar deslizarse triste y despreocupado al último De Córdova en la inenarrable “El profe” (1970, Miguel M Delgado), de Cantinflas.


"Dios se lo pague".

¿Habrán sido siempre así sus películas? ¿Productos sin matices, sin estilo alguno? ¿Qué estilo podrían tener Urueta, Contreras Torres, Tito Davison, Tulio Demicheli o Julián Soler? La gente, simplemente filmaba guiones de forma metódica y vulgar, aunque Francisco Sánchez aseguraba lo contrario: según el, los años han demostrado que "las películas de entonces estaban más bien hechecitas (que las de… periodos posteriores), mejores en cuanto a envoltorio y factura". ¿Será posible? Uno se resiste con sensatez a enfrentarse a experiencias que sospecha atroces, sin importar se trate de los rostros más familiares y deificados. Que el tiempo los convirtiera en clásicos camp y celebraciones de la improvisación, no impide considerarlos literalmente indescriptibles: recordatorios necesariamente constantes de que el cine envejece a lustro por año. El cine mexicano, más que ningún otro.

El relegado De Córdova tenía 60 años al retirarse pero parecía de 70, el físico erosionado antes de tiempo, todo él como fuera del contexto de la vida real. No sería el último en sobrevivir, el último en funcionar; pero si de los más duraderos.

Murió el 2 de noviembre de 1973 a los 66 y ahora, ya en la posteridad, será su paisano Fernando Muñoz quien no escatimó elogios para glorificar el atractivo impecable de la personalidad del urbano Arturo: "Cuando a la mente viene la voz y la piel del personaje, esa piel que hizo y hace exclamar todavía a muchos: ¡Arturo de Córdova es un estupendo actor!"