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2016-08-16 00:00:00

Leyendo cine: Julián Hernández, él mismo. O los «Boys on the rooftop»

Por J. J. Flores Hernández

En 2009 al recibir su segundo premio Teddy por “Rabioso sol, rabioso cielo” Julián Hernández, acompañado por parte del equipo de filmación Mil Nubes Cine, decía: “Bueno, in spanish, my english is very bad. Estoy muy contento. Es mi tercera película y mi segundo Teddy; en verdad, el Teddy cambia la vida.” Una de las paradojas creativas de Julián Hernández es que habiendo hecho del plano secuencia un modo del sentimiento, sea él mismo en la brevedad de sus palabras. Más lúdico es el gesto que, siendo “very bad” su inglés, ose titular su (casi) último trabajo en esa misma lengua: “Boys on the rooftop” (2016), ya no paradoja sino juego. Nombrado así desde su concepción, el cortometraje es una gran broma, un chiste oportuno y, al mismo tiempo, una reiteración de estilo. Traducirlo, a Hernández al título al mundo, es traicionarlo. O peor: explicarlo sería quitarle todo su sentido. 

En 1975 “The Rocky Horror Picture Show” el musical de Jim Sharman (mucho cuenta el guión y las canciones de Richard O’Brien) produjo cierto escándalo. Su historia, las pocas prendas (Susan era menos Sarandon que después) pero sobre todo la idea del travestismo y bisexualismo horrorizaba. El título no era fortuito, fungía como advertencia y premisa. En aquella época fue condenado a funciones de medianoche y aún así poco a poco pudo ser visto por la gente, comentado y recomendado a tal punto que en “The perks of beign a wallflower” (2012), de Stephen Chbosky, fue gratamente homenajeado (no así en la serie Glee y otro puñado más). Todo homenaje pretende devolver cierta actualidad. La historia en el musical de Sharman también podría ser vista como un laboratorio (taller) para las sexualidades: un matrimonio a bordo de un carro poncha una llanta en medio de la noche y la tormenta. Deciden buscar refugio en una inhóspita casa cercana al lugar en donde quedaron varados y que además es la única en medio de la tempestad. El escenario es pretendidamente macabro pero el tono es jocoso e irreverente. Al entrar son despojados de sus prendas y conminados a esperar. El Dr. Frank N. Furter (un Tim Curry fantástico y casi olvidado; a saber si justa o injustamente), correlato del Dr. Frankenstein, hace su aparición. Ella y él, la pareja, se perciben avergonzados de estar casi desnudos; tal vez, aún siendo matrimonio, la desnudez estaba reservada para la intimidad de un cuarto a oscuras: un trámite y no una experiencia. En ese momento el Dr. Furter muestra su creación: un “hombre delicioso”, comible aunque no comestible. Mary Shelley homenajeada. Aquí la escena que, podrá no ser la mejor, ilustra los motivos de escándalo. Janet (Sarandon) teniendo cerca al “Monstruo Comible” comienza a sentir una picazón en el cuerpo: se desata, grita, canta “touch-a touch-a touch-a touch me I wanna be dirty…” Janet-Sarandon descubre que tiene sexualidad. El escándalo no es descubrirlo sino hacerlo público. Freud lo evidenció cuando en “Tres ensayos de teoría sexual” (1905) afirmaba que ya en la infancia había sexualidad y además que era polimorfa y perversa (en su acepción de maliciosa o malvada). En 2001 John Cameron Mitchell en “Hedwig and the Angry” Inch actualizaba el escándalo travistiéndose y preservando una pulgada de coraje para cantar sus dolores: el origen del amor, El Banquete de Platón releído.

“Boys on the rooftop” cuenta la historia del plan de encuentro sexual-amoroso y celebratorio entre Octavio (Alan Ramírez, sometido-sometiendo) y Sergio (Hugo Catalán, amo-amante) en, justamente, la azotea. El plan no sale del todo bien. O sí porque, como dice Lacan, la relación sexual no existe. En Julián Hernández conviven un modo de hacer el cine pero también un modo de comentarlo. Al día de hoy Julián Hernández como cineasta es identificable por sus historias de amor entre hombres y desnudos y sus planos secuencia. Aquí no hay desnudos, hay más diálogos y sí, hay hombres. El tono oscila del suspenso a la comedia empero siendo él mismo. Julián Hernández suscita, casi siempre, dos posiciones (“I wanna be dirty”): o se le admira o se le repudia. Se le repudia el mostrar un amor entre congéneres inverosímil y cansino. Se le admira por la posibilidad de mostrar que ese amor, aunque sean hombres, podría sucederle a cualquiera sin importar el género. Si no hay términos medios es porque reitera sus preocupaciones lo mismo en largo que en cortometraje. “Boys on the rooftop”  es el intento por decir lo mismo pero a través de un chiste. Un instante, el inicio. Sergio tiene una fantasía para su cumpleaños: vestir pieles-cuero y someter. Octavio quiere celebrar complaciendo. El inicio es una emulación de aquel de “Bramadero” (2007): plano secuencia en la escalera pero con el plus del suspenso. Sergio, completamente enfundando en traje de látex-cuero y con antifaz, sube a la azotea cual  detective: sirenas y luces de helicóptero vigilante. Arrastrarse, esconderse, no ser visto. Octavio está en una jaula (tendedero de conjunto habitacional). Sergio se le acerca. Octavio es un perro, finge serlo a ojos bien cerrados y encadenado. Sergio es el héroe, muy súper y dominante, se acerca a Octavio. Antes de liberarlo juega con él, lo lame, le muerde un pezón. Látigo y golpes. Arrástrate, soy tu amo, ladra. “¿No quieres que tomemos un poco de vino antes?”, dice Octavio. Certeza del chiste: el texto freudiano no sólo develó que hay sexualidad infantil sino también lo infantil que hay en la sexualidad. “Los perros asquerosos no beben vino, los perros asquerosos lamen las botas de sus amos”, interviene Sergio, el súper.

“Boys on the rooftop” fue originalmente estrenado en competencia en el Festival Internacional de cine de Guadalajara de este año y ha estado compitiendo  en otros, por ejemplo, el de Guanajuato: hay que cazarlo. Es curioso cómo aquello de lo que se acusa a Julián Hernández desde hace casi dos décadas tuvo recientemente su actualidad. En “Love” (2015) de Gaspar Noé hubo una casi uniformidad de opinión al pensar que el cineasta franco-argentino había hecho del sexo una experiencia de lo más aburrida. Juicio que leído entre líneas significa no sólo divergencia de la práctica (“yo no lo hago así”) sino además superioridad (“lo hago mejor”). En ese juicio no cabría tampoco todo mundo. “La vie d’Adèle” (2013) de Abdellatif Kechiche ofendió a un sector de la diversidad sexual porque argumentaba que “así no cogemos” y sin embargo, de la intimidad subjetiva, quién lo sabe. En Hernández pasa algo similar: “no todos somos tan promiscuos”. ¿Acaso no todo sumado reitera las diversidades de apreciación y, aún más, de las sexualidades?

Otro instante. Sino quieres no te quiero forzar a nada, dice Sergio defraudado porque Octavio no quiere lamerle las botas. Pero es lo que querías. Okey, entonces sigue. Y Octavio sigue y lame mientras tararea las mañanitas pero, no puede más y se enfada y se quiere ir. No seas payaso bebé, interviene Sergio y agrega, mira nada más cómo me dejastes. Así: bebé y dejastes. Una “s” de más porque incomoda. Aquí el chiste, a riesgo de perder el sentido, amerita un comentario. Un amor se nombra por su singularidad pero cuando el apelativo o nombre afectivo o apodo es igual o el mismo ¿dónde radica la diferencia, en el tono, las modulaciones? “Amor” como “bebé” son nombres o apodos que pertenecen a cualquiera, el chiste es mostrar cuan ineficaz puede ser. O más radical: cuán intercambiable es. El momento es ridículamente gracioso. Con un final de intercambio. La risa, una vez más, es también una forma de la verdad.

No. “Boys on the rooftop” no es un cortometraje sobre una pareja que practica el sadomasoquismo como juego. Primero porque el sadomasoquismo no existe y eso lo evidenció Gilles Deleuze en su prólogo-libro Presentación de Sacher- Masoch. “Lo frío y lo cruel” (1967) y segundo porque el juego va hacia otros lugares. La idea es original del acaecido Sergio Loo (a quien, por cierto, está dedicado el cortometraje). El guión es de Emiliano Arenales Osorio quien hace lo justo por contar un chiste sin extenderse. La edición de Adriana Martínez que potencia atmósferas y la fotografía, inmejorable, de Alejandro Cantú. Si estos nombres no inspiran entonces lo debería hacer la reescritura musical por Arturo Villela de aquel tema de “Querelle” (1982) de Fassbinder o bien el gesto a “Llámenme Mike” (1982) de Alfredo Gurrola vía la voz de Alejandro Parodi. Eso es el cine dirigido por Julián Hernández: una referencia, una reiteración. No es ni lo mejor ni lo peor es, él mismo. Marguerite Duras, hay que recordarlo, escribió igual hasta su muerte. En ese intersticio caben todas las lecturas y los placeres y las diferencias. Ya Rosario Castellanos (“I wanna be dirty”) lo escribió: no aceptaremos ningún dogma si no es capaz de soportar un buen chiste.

Twitter: @JJFloresHdz
Dieciséis de agosto de dos mil dieciséis.
Centro de la ciudad, Querétaro, Qro.