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2016-06-02 00:00:00

Crítica: «El Club», pederastas e impunidad

Por Hugo Lara Chávez

“El Club”, la más reciente película del chileno Pablo Larraín, aborda el espinoso tema de los pederastas dentro de la iglesia católica, en el mismo año en que Hollywood le dio relieve a este asunto a través de “Spotlight”, de Tom McCarthy, ganadora del Oscar como mejor película, la cual se asomó a la investigación periodística que desenmascaró los abusos sexuales perpetrados por varios curas de Boston.

El escándalo desatado por los casos de religiosos pederastas encubiertos por la Iglesia es un tema que sigue horrorizando a la opinión pública, toda vez que en muchos casos los criminales han seguido impunes o con castigos menores. Desde que se destaparon los primeros crímenes de este tipo, se multiplicaron los expedientes hasta proporciones insospechadas.  Uno de los más truculentos y graves es el del fundador de la influyente orden de los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel, pederasta y estafador que prácticamente murió sin castigo, a pesar de que sus crímenes ya habían sido descubiertos por la alta jerarquía de Roma. Su condena consistió en invitar al padre Maciel a retirarse a una vida de oración y penitencia, sin llevarlo a un proceso canónico. En México, éste y otros casos se han abordado en el documental “Agnus Dei (Cordero de Dios)” (2010) de Alejandra Sánchez y la ficción “Obediencia perfecta” (2014) de Luis Urquiza.

A diferencia de otros filmes, en “El Club” el director Larraín opta por presentar el asunto desde el punto de vista de los curas delincuentes. La película se sitúa en un modesto pueblo de Chile a la orilla del mar. En una casa viven los curas Ortega (Alejandro Goic), Ramírez (Alejandro Sieveking), Silva (Jaime Vadell) y Vidal (Alfredo Castro), que son atendidos por la monja Mónica (Antonia Zegers), quienes llevan una rutina apacible, entrenan a un galgo para participar en competencias locales y se dedican a la oración y la penitencia.  Otro cura  es integrado a su pequeña comunidad, el padre Matías Lazcano (José Soza). Al poco tiempo, llega a las afueras de la casa el joven Sandokan (Roberto Farías), un desequilibrado que narra a gritos sin parar los abusos sexuales de los que fue objeto a manos de Lazcano. El grupo entra en crisis y uno de los curas entrega una pistola a Lazcano para que enfrente al intruso y lo ahuyente. Todo sale mal y, más tarde, el grupo se verá sometido a una investigación, a cargo de un emisario de la iglesia, el padre García (Marcelo Alonso).

Larraín es un director que ha explorado con agudeza la historia reciente de Chile, en su imprescindible trilogía sobre la dictadura pinochetista —“Tony Manero” (2008), “Post Mortem” (2010) y “No” (2012)—, así como en su más reciente filme presentado hace unas semanas en Cannes, “Neruda” (2016), mediante las cuales refleja de alguna forma la conformación del actual tejido social de ese país sudamericano.  Su cine tiene un estilo sobrio, severo, desprovisto de efectismo, pero con gran sensibilidad y dureza. Estas características se manifiestan en “El Club”, mediante el retrato cercano  de sus personajes, unos curas criminales que conforman esa comunidad (no todos son pederastas, hay uno que traficó con bebés no deseados), aislada pero no cautiva, aprisionada pero relativamente libre. En la investigación que emprende el padre García, hay un mayor acercamiento a esos curas, sus complejas personalidades, cada uno con su propio vicio, pero todos en suma incapaces de admitirse como criminales.

Con guión de Guillermo Calderón, Pablo Larraín y Daniel Villalobos, la película resulta un thriller policiaco pero sumergido en el secretismo de la iglesia católica, en el contubernio, la complicidad y el voto del silencio. En ese sentido, la película es demoledora por su fuerza para describir la hipocresía como hábito y recursos para subsistir. El acierto de situar la narración desde el punto de vista de estos villanos, pone al espectador en un papel siempre incómodo, en tensión, entre el asombro y la vergüenza. 

El director Larraín se apoya en un ensamble de actores muy sólido, con la ya probada solvencia de Alfredo Castro, la desquiciante amabilidad del personaje que encarna Antonia Zegers, así como el resto del grupo, con un sobresaliente desempeño también de Roberto Farías como Sandokan.

La trama transcurre en un ambiente sombrío y gris, retratado casi monocromáticamente por la cámara de Sergio Armstrong, que muestra el pueblo costeño de cielo plomizo, siempre nublado y frío, donde la casa de los religiosos es el escenario principal.

“El Club” se exhibe en la Cineteca Nacional.