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2015-03-03 00:00:00

Crítica: «Mr. Turner», retrato del absoluto

Por Pedro Paunero

“¿Quién no conoce “La rama dorada”, el cuadro de Turner? La escena, bañada en el dorado resplandor con que la divina imaginación del artista envolvía y transfiguraba hasta el más bello paisaje…”

Así comienza “La rama dorada”, la colosal investigación antropológica que realizara Sir James George Frazer y que desde el momento de su publicación ha sido célebre hasta su inclusión en una de las secuencias más significativas de la obra maestra del cine bélico, “Apocalypse Now” (Francis Ford Coppola, 1979), adaptación de “El corazón de las tinieblas” (1902) de Joseph Conrad; aquella en la cuál el delirante Coronel Kurtz (Marlon Brando) pronuncia susurrando: “¡El horror! ¡El horror!” mientras la cámara realiza un paneo sobre los libros que obsesionaran a Kurtz  hasta enloquecerlo (“La rama dorada”, precisamente) al tiempo que su asesino, el capitán Willard (Martin Sheen) se arrastra por el pantano para despedazarlo.

“La rama dorada”, la planta parásita que llamamos muérdago, hervida en pociones mágicas para adquirir la invulnerabilidad por los guerreros celtas y que presentara el troyano Eneas ante Caronte, el barquero del infierno, como medio de paso es el título, pues, de una hermosa pintura de J. M. W. Turner, artista inglés, llamado “el pintor de la luz”, cuya obra anuncia el impresionismo desde el romanticismo pictórico. Un trecho en apariencia insalvable se tiende, entonces, desde el mito griego, la tranquila pintura de Turner, el cine de Coppola y la película del año 2014 que Mike Leigh rodara sobre la vida del artista inglés pero ilustra cómo la –aún- mayor de las artes del Siglo XX, el cine, es capaz de apropiarse de la vida de un personaje y recrearlo hasta convertirlo en un nuevo mito de artista.

Vayamos a un pase biográfico de cine o, como se dice ahora, a un breve repaso a través de algunas de las mejores biopics. Llevar y retratar (nunca mejor dicho en el caso de “Mr. Turner”) en la pantalla la vida de un personaje sobresaliente de la historia es incurrir en excesos: Se apuesta por la grandilocuencia y los éxitos de ciertos pasajes en su vida (“La vida de Emile Zolá”, William Dieterle, 1937, una de las mejores cintas del género) o en los melodramáticos hasta caer en la cursilería (“Modigliani”, Mick Davis, 2004), pasando por los más escabrosos (“La reina Cristina de Suecia”, excelente oportunidad de lucimiento de una bisexual Greta Garbo, dirigida por Rouben Mamoulian, 1933), e incluso alcanza logra una triunfal puesta en escena debido a su detallismo y preciosismo (“La joven con el arete de perla”, Peter Webber, 2003 o Amadeus de Milos Forman, basada en la obra teatral de Peter Schaffer, 1984, fuente de todas las biopics “pop” que le siguieron como “María Antonieta”, Sofia Coppola, 2006), atravesando el perfecto documental que da cuenta del proceso creativo (“El misterio de Picass”o, H. G. Clouzot, 1956) y la escenificación cercana a la revista del corazón (“Sobreviviendo a Picasso”, James Ivory, 1996) o la equilibrada visión entre el cine comercial y la apoteosis actoral (“La agonía y el éxtasis”, Carol Reed, 1965, con la aclamada actuación de Charlton Heston como Miguel Ángel), que incluye la apoteosis de un Hollywood glamoroso y su propio hundimiento (“Cleopatra”, J. Gordon Edwards, 1917, con Theda Bara como la reina y Cleopatra, Joseph L. Mankiewicz, 1963, con Elizabeth Taylor en el mismo papel) hasta alcanzar la obra de arte pura y a la vez la obra maestra (“Aleksandr Nevski”, Serguéi Eisenstein, 1938 y “Andrei Rublev”, Andrei Tarkovski, 1969). La biopic, entonces, se erige como un arte de la deformación. Deformación y asimilamiento y reinvención de otras vidas.

Joseph Mallord William Turner nació en 1775 y murió en 1885. Si damos por cierta la frase que alguien está “adelantado a su época”, entonces Turner fue uno de estos elegidos. Sus pinturas son atípicas para su época lo que no fue óbice para que gozara de fama merecida y reconocimiento por parte de los grandes de su tiempo a la vez que de poderosos detractores. Este “Mr. Turner” de Mike Leigh (de producción europea) se abre con un típico paisaje flamenco de hermosa factura fotográfica (un molino de viento en lontananza, al atardecer, al final de un angosto canal), que le valiera el premio especial del jurado a Dick Pope en el Festival de Cannes, y vemos a Turner (Timothy Spall), de rostro agrio, con sombrero de copa, tomando apuntes en una libretita, anunciando varias escenas sobre las que se asentará la recreación de las obras de Turner en la película, como otras cintas han hecho antes. Pero la propuesta de Leigh termina por encaminarse por otros sitios, a mostrar, más bien, los pasajes misteriosos y los secretos que Turner se traía entre manos y en el corazón. Bueno, tenemos que conceder que ninguna biopic es sólo una biopic sino una invención, el tomarse libertades “creativas” de guion y el tratar de llenar los espacios vacios de una vida con supuestos. 

Turner vive con su anciano padre (Paul Jesson), fabricante de pelucas antes y barbero después, ya retirado, de Covent Garden, que le ayuda a preparar el material para los cuadros, desdeña a su ex mujer Sarah Danby (Ruth Sheen) a sus hijas y hasta a algún nieto. Se siente indiferente ante la muerte de una de sus hijas. Se aprovecha sexualmente de su condescendiente sirvienta Hanna, sobrina de su ex esposa (Dorothy Atkinson), a quien oculta sus amoríos con la dueña de una posada, la Señora Booth (Marion Bailey) que ha enviudado recientemente de un viejo marinero en barco de esclavos y con este detalle se nos insinúa que podría ser una de las fuentes que motivaron una de sus pinturas más celebradas: “Slave Ship - Slavers Throwing Overboard the Dead and Dying, Typhoon Coming On” de 1840. El pintor viaja a museos y a ciudades con historia pictórica y a la costa. Son notables y plenas de deleite e ironía las escenas que trascurren en la “oyal Academy of Art dónde vemos pintando al resto de la camarilla contemporánea de Turner, entre estos al otro gran maestro de la época, John Constable (James Fleet) ejecutando La apertura del puente de Waterloo de la cual Turner se burla de manera elegante y patéticas aquellas dónde aparece el malísimo pintor Benjamin Haydon (Martin Savage), de quien opinaría Charles Dickens, años después, que había equivocado la vocación y había siempre vivido en el error. Haydon, es un pobre diablo lleno de deudas económicas, siempre sufriente, siempre quejoso y celoso de las glorias de los demás, de quien Turner tiene la idea que sufre del suplicio de Tántalo: “Si se acerca a las ramas de los frutos estas se alejan, si a las aguas, estas huyen” y las apasionadas disquisiciones sobre arte del teórico y crítico John Ruskin (Joshua McGuire), gran admirador y defensor de Turner.

Son dramáticas aquellas que reviven a un Turner que experimenta en carne propia la furia de los elementos, siendo atado al mástil de un barco durante una tormenta de nieve en el mar, para poder mejor retratar su difusa realidad en la pintura “Steam-Boat off a Harbour's Mouth in Snow Storm” de 1842. Son hermosas y apasionadas aquellas otras dónde Turner goza de la campiña inglesa (todo esto es “real” nos dice el cinefotógrafo, y más reales que la realidad los lienzos de Turner) y de las otras artes, como cuando se pone a cantar, y se equivoca, la famosa aria de Purcell, “Lamento de Dido” (una vez más el tema de Eneas está presente) mientras la señorita Coggins la interpreta al piano tras tocar “La patética” de Beethoven:

May my wrongs create
No trouble, no trouble in thy breast;
Remember me, but ah! forget my fate,
Remember me, remember me, but ah! forget my fate.

Algunas otras escenas contagian la alegría del redescubrimiento del amor, rozando una nueva ingenuidad casi adolescente, como cuando “Mr. Mallord”, nombre bajo el cual se hospeda Turner para no ser reconocido en casa de la viuda, a orillas de un mar que pinta desde la ventana de su cuarto, en Margate, se deja caer en el affaire con ella y ella se entrega a él de buen grado. Y contrastantes y esquemáticas con el resto de las otras escenas de triunfo y fama aquellas dónde el público se burla de Turner en una obra de teatro cómico o cuando la mismísima reina Victoria (Sinead Matthews), de visita en la academia, mira sus cuadros “Balleneros y Amanecer con monstruos marinos”, lo desdeña como pintor de una “sucia desgracia amarilla” (manchones) y la caterva de nobles aduladores le da coba. El público se divide: “El Señor Turner ha elegido para pintar entre nata o chocolate, yema de huevo o gelatina de grosella”. Recordemos que alguna vez un crítico expresara que la obra de Turner se trata sobre todo de “retratos de nada pero de gran parecido”. Sólo Ruskin es capaz de escribir apologías sobre él.

Notables, y que juegan con el espectador a identificar la pintura que Turner pinta en ese momento, son las escenas que recrean los cuadros “El temerario remolcado a dique seco” (1839), elegido como el mejor cuadro inglés en el año 2005 y “Lluvia, vapor y velocidad” (1844), una de las cimas del excelso arte de Turner, preclaro anuncio del impresionismo posterior, con su tren apenas reconocible, difuminado entre la velocidad que lo jalona y la lluvia que lo ataca bajo nubes confusas. El arte de Turner es, pues, sublime, encuentra en los fenómenos atmosféricos extremos (marejadas, tormentas, lluvia, fuego e incendio), que son, sin embargo, luminosos, jamás ominosos, el panteísmo que sitúa al hombre en una dimensión cósmica reducida, ocasionando en el espectador un respeto místico ante la tela, entre lo representado y la escena real que vivió y experimentó el artista. No hay horror en las pinturas de Turner, hay una serenidad posterior al éxtasis. Una especie de caída de los sentidos en un estado intermedio entre el fuego creador y la paz interior. En la película lo vemos escupiendo los lienzos, arañando con instrumentos y uñas la pintura, dando brochazos brutales hasta lograr el efecto deseado. “¿Hay alguna diferencia en cómo pinta un amanecer en contraposición a un atardecer?” Le pregunta una clienta. La respuesta del pintor es: “Uno asciende mientras que el otro desciende”. Tras la muerte de su padre frecuenta prostíbulos para pintar a las chicas y mientras lo hace llora desconsoladamente.

Hay algunas partes cómicas en esta película como aquella dónde la proto científica (“Filósofa naturalista” como se le denominaba entonces), la Señora Somerville (Lesley Manville), que experimenta con el espectro luminoso y magnetiza agujas de metal, intenta encontrar el elefante en la pintura de gran formato “Aníbal cruzando los Alpes” (1812) o la de Turner yendo a hacerse una primitiva fotografía (un daguerrotipo) y teoriza sobre la camera obscura ante un técnico idiota. El asombrado Turner, pintor sobre todo, no es ajeno a la ciencia ni a los avances científicos pero tiene dudas y sobre todo de un armatoste como lo es una cámara fotográfica del Siglo XIX: ¿Por qué tiene que ser en blanco y negro el daguerrotipo y, en última instancia, logrará captar y capturar lo incognoscible?
Y si Julio Verne se convenció que la fotografía eliminaría a la pintura como una de las bellas artes, tiempo después otro grande, pero del expresionismo (y fotógrafo aficionado él mismo), Edvard Munch, expresaría, poniendo el dedo en la llaga abierta y supurante: “La cámara fotográfica no podrá competir con la pintura mientras no se la pueda utilizar en el cielo o en el infierno”.

Turner, el artista, hace una profecía: Pronto los pintores recorrerán el mundo con cajas como esas y tomarán daguerrotipos de paisajes. Cuando un cliente adinerado, el dueño de fábrica de plumas de acero Gillot (Peter Wight), le ofrece comprarle toda la obra que conserva en su casa, le rechaza aduciendo que la legará al pueblo de Inglaterra. El pintor ha elegido ser del dominio público y no un patrimonio privado.

“Mr. Turner” estuvo nominada a cuatro premios Óscar: Dick Pope por mejor fotografía, Gary Yershon por mejor banda sonora, Suzie Davies & Charlotte Watts por mejor diseño de producción y Jacqueline Durran por mejor vestuario. Fue una de las grandes perdedoras de la noche pero la película de Leigh (responsable de obras de teatro y un cine crítico, pesimista y oscuro sobre el duro período de Margaret Thatcher y quien rodara el notable drama Secretos y mentiras en 1996, sobre la búsqueda que establece una joven negra de su madre biológica blanca en la cual ya sobresaliera la actuación de Timothy Spall) es una obra alucinante por momentos, redonda, que logra acercarnos a lo sublime, a lo inasible y roza a veces con aquello que quiso aprehender Turner: el Absoluto, así, cuando el Doctor Price (David Horovitch) lo atiende de una bronquitis adquirida durante sus exposiciones a los elementos para mejor entenderlos o, por lo menos, confrontarlos visual y corporalmente, lo reconoce como al célebre pintor William Turner, no le queda a este más que entrar en agonía en casa de la viuda que atisba un hecho trágico a través de la ventana: Una joven ahogada cuyo cuerpo rescatan de las aguas. Turner, en ropas de cama, de enfermo, tambaleándose, artista hasta el último momento, sale a tomar apuntes del cadáver en su libreta. Lo regresan al lecho, al punto del desmayo. Vive ahora y agoniza ahora en Chelsea, con su mujer, la Señora Booth, y hasta ahí llega Hanna, su fiel y enamorada ama de llaves, cuya enfermedad le carcome la piel, buscándole después de encontrar una carta en un olvidado saco de Turner con esa dirección misteriosa, pero sin atreverse a entrar cuando dos mujeres le indican que un hombre mayor vive en esa casa con su esposa. Lo vemos en cama y mirando el techo. Nosotros, espectadores, aguardamos a Turner desde arriba y desde el futuro.

El artista no puede respirar, sus pulmones están congestionados o su afección cardiaca lo condena. Turner exclama: “¡El Sol es dios!” Ríe un poco, se ahoga un poco, y muere. Pero, como dijera él mismo cuando, con un grupo de amigos, navegó hacia el último fondeadero de la victoriosa nave “El Temerario” y alguien opinó que contemplaban una sombra del pasado: No, el pasado es pasado. “Estamos viendo el futuro”. Se refería al hierro, al humo y al vapor como elementos inherentes a la edad de las máquinas. En su época esto representó la obra de Turner: Una rara ojeada al mundo que advenía, una misteriosa e incomprensible mirada al mundo de nosotros.