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Historia

2008-10-13 00:00:00

La edificación de un mito: Doña Bárbara

Por Raúl Miranda López


El título de la novela del venezolano Rómulo Gallegos sintetiza al medio rural bravío, indomable y natural, que ha de enfrentar un hombre culto e intelectual venido de Caracas: Santos Luzardo. 


Aquí el río (el Orínoco), sus aguas, representan la  higiene, y la humedad fluvial, la humedad erótica;  Santos Luzardo, doctor en derecho, encarna las buenas intenciones, la luz civilizada, los propósitos para conformar la nueva sociedad a partir de la legalidad, la ideología positivista, el progreso en expansión y el amor a la patria.

El folclore impulsado por los medios culturales nacionalistas, esa metáfora del aglutinamiento, hizo de Doña Bárbara una ejemplar lección de comportamiento político para aquellos tiempos. Nombrada la película del año, retoma la famosa  novela  de género paisajista, que fuera publicada en 1929, y que contiene elementos que anteceden al nodal realismo mágico o realismo maravilloso del boom de la literatura latinoamericana. La novela y la película plantean la necesidad de ese mundo por construir y narran la cruzada por el  dominio de la llanura venezolana encarnada simbólicamente en una mujer y sus estructuras aliadas: el latifundio, el caciquismo, la presencia de los intereses extranjeros, la corrupción del poder local, la ignorancia, la pobreza, el atraso,  el Miedo (así se llama un casco de hacienda dentro de la historia fílmica), y el alcoholismo.

El novelista Rómulo Gallegos participó en la adaptación de su obra literaria. Quedó satisfecho con el resultado, y con 150 mil del águila en la bolsa, cantidad nada nimia para la época. Quien más tarde fuera presidente de Venezuela fue invitado a México, y se quedó varios años. Luego del éxito de Doña Bárbara, Julio Bracho llevó a la pantalla Cantaclaro, en 1945. Siendo Canaima, de ese mismo año, y realizada por Juan Bustillo Oro, el trabajo más logrado del cine mexicano basado en la obra del célebre autor venezolano.

El papel estaba reservado para Isabela Corona, pero al tomarlo María Félix, la bella sonorense de Álamo, fundó los cimientos de su carrera, la cual comenzaba (El Peñón de las ánimas y María Eugenia, ambas de 1942, son sus películas previas),  convirtiéndola en “la hembra tremenda, dueña de vidas y haciendas, la devoradora de hombres”. Una especie de “vamp” de la sabana, una rural o campirana mujer fatal. Malvada que antecede brevemente a las malas Barbara Stanwyck (otra bárbara), y Ava Gardner del cine negro. Malvada que  retoma las formas del fumar con gracia y artificio de Marlene Dietrich. Una mujer que en esta historia, al ser violentada sexualmente de forma múltiple cuando joven, dedicará su vida a la destrucción y castración figurada de la virilidad de los hombres que la rodean; un arquetipo femenino que prosperó en los años cuarenta y que la misma María ayudó a consolidar en la cinematografía nacional.

María a caballo, con fuete en mano y pantalones de montar; con camisola masculina que sólo será ligeramente entreabierta cuando espera llamar la atención del refinado hombre que la perturba, en una película sobre el rencor, el orgullo, el desdén, el aborrecimiento, la cólera, acompañada de una partitura que comenta los sonidos naturales y los ánimos humanos, ilustrada con coplas de “joropo” y “pasaje”, muy cercanas al son jarocho. María, encuadrada en retóricos emplazamientos de cámara, en dominantes contrapicados, en trabajados contrastes claro-obscuro, con insertos de cielo, horizontes y garzas, el paisaje como puntuación dramática, el paisaje como estados del alma,  indistintamente psicológico y plástico. María en close-up, ella y la llanura (“llanera de  llano abierto, que no se entrega al primer golpe de vista”).

Para María Félix, esta película significó no sólo que se quedara con el apodo con el que se le conoce, “La Doña”, sino que selló el carácter definitorio de la diva. Octavio Paz escribió acerca de ella: “el encuentro entre el actor y el personaje requiere cierta afinidad entre ellos... sin esa simpatía no puede haber verdadera representación”. La misma María Félix opinaba así: “desde que leí la novela supe que tenía el nervio y la personalidad para interpretar el papel, pero no la edad. El personaje de Gallegos es una señorona que ya viene de regreso de todo. Tuve que suplir con firmeza, voluntad y toda la fuerza de mi carácter los años que me faltaban.”

Sustentada en los regionalismos del habla venezolana, la cinta participa de las intenciones del  llamado cine de tesis, ese cine de pasadas décadas, de personajes metafóricos y diálogos didácticos exagerados. La película intenta conformar una visión de país que pretende inscribirse en la modernidad, dejando atrás la violencia rústica que, si bien fundaba un orden, para las convulsas e inciertas décadas de los 20, 30 y 40 ya no tenía  razón de ser. La violencia no conducida por el acuerdo de intereses que conforma un estado-nación tampoco tenía cabida en la historia hispanoamericana que clamaba por la prosperidad y los llamados desarrollos sostenidos o “milagros económicos” latinoamericanos.  Río Escondido, de 1947, es otra película tipo en pro de otra causa nacional: la educación pública.

Marisela, la hija abandonada y despreciada por la tirana dueña de haciendas, ganado y almas, representa las posibilidades de transformación de la condición silvestre y natural, en contraste con la vorágine revanchista de Doña Bárbara, quien “toma hombres cuando los necesita y los tira hechos guiñapos cuando ya le estorban”.  Marisela (María Elena Marqués), quien quizás tuviera más años que su madre Doña Bárbara (como afirmó la misma María), era una  niña salvaje, luego pigmaliónicamente educada, civilizada y delicadamente seducida por el bondadoso Santos Luzardo (Julián Soler), actor que, en palabras de María Félix, fue una mala elección, pues no daba el registro necesario y “no daban ganas de hacer nada malo” con él.

Y en medio de todo, los peones, los mozos de cuadra y los capataces dicharacheros (un placer escucharlos con sus inflexiones del habla popular), cual testigos corales de la lucha entre la brujería maléfica que “paga manos que por ella maten”, y la determinación del hombre nuevo venezolano, del nuevo llanero, el “doctorcito” bien parecido, que “habla sabroso y da gusto escucharlo”. Y la Arauca, cual llano en llamas rulfiano, una tierra que no perdona, al decir de la novela de regionalismo entrañable, en donde “a los cristianos se les revuelven los malos pensamientos y los malos instintos”, y en donde no se le tiene “grima a la gloria roja del homicida”.

Recomiendo el libro María Félix, con prólogo de Octavio Paz, editado en 1992 por la Secretaría de Gobernación, la Dirección General de Radio, Televisión y Cinematografía (RTC), la Cineteca Nacional y la Dirección General de Comunicación Social de la Presidencia de la República.
 

Dir: Fernando de Fuentes
Con: María Félix, Julián Soler, María Elena Marqués, Andrés Soler, Charles Rooner, Agustín Isunza, Miguel Inclán, Eduardo Arozamena