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Reporte de la semana

2014-09-27 00:00:00

«Inori» llega a salas mexicanas: una conversación con Pedro González-Rubio

Por Sergio Huidobro

De un mapa mundial se puede deducir que quizá no haya dos países más alejados entre sí, sobre la faz terrestre, que México y Japón. Así, es difícil pensar en dos culturas que hayan tenido menos contacto, diálogo o intercambio en el curso de los siglos. Quizá aquí esté una clave, aunque también un enigma, para entrar en "Inori" (2012), el asombroso nuevo largometraje documental de Pedro González-Rubio, rodado íntegramente en las montañas del sur japonés y producido por Naomi Kawase. Después de dos años de incertidumbre, "Inori" (Oración) llega al fin a las salas de la capital mexicana este dos de octubre.

"Inori" nació como una derivación inesperada de "Alamar" (2009), que después de ser presentada en el Festival Internacional de Cine de Nara, recibió un premio que terminó en la invitación expresa del festival (impulsado por la propia Naomi Kawase) para filmar lo que él quisiera en las localidades naturales de esa prefectura. Lo que Kawase y González-Rubio encontraron fue a Kanogawa, un poblado remoto al pie de las montañas, en la prefectura de Nara, que apenas cuenta con cincuenta o sesenta habitantes, casi todos en la tercera edad. Ahí, González-Rubio ensayó una variación del método usado en "Alamar": entró en la vida íntima de cuatro habitantes del lugar y dejó que la cámara hiciera lo suyo durante unos veinte días.

El resultado es una pieza documental bellísima y redonda que parece emparentada directamente con trabajos de la última década como "Fogo" de Yulene Olaizola, "El cielo gira" de Mercedes Álvarez, "Costa da Morte" de Lois Patiño o "La isla de la juventud" de Ana Laura Calderón. Es pronto para saber si se trata de una escuela o corriente, pero si lo fuera, "Inori" resaltaría entre ellas por su pureza y personalidad.

En entrevista para Corre Cámara, González-Rubio afirma estar nervioso ante la llegada de su segundo largometraje a la cartelera mexicana, un estreno tardío e inesperado (el estreno fue hace casi dos años en Locarno), resultado de un premio del Riviera Maya Film Festival consistente en un apoyo a la distribución en México. Si pudiera, el director de "Alamar" le pediría a todos los espectadores “tenerle paciencia” a la cinta y “dejarse llevar por su ritmo”, pero lo cierto es que Inori no necesita nada de esto: su absorbente recorrido por una aldea shintoista y de un modo de vida en vías de rápida extinción no deja salir al espectador ni un minuto; tal es la eficacia artesanal de su ritmo y su montaje en apenas 70 minutos.

Para obtener ese resultado, González-Rubio, que no hablaba una palabra de japonés y que aún ahora entiende apenas algunos vocablos, se mudó a vivir con su equipo mexico-japonés a Kanogawa por casi tres semanas. Comían los alimentos preparados por los habitantes, dormían en sus casas y llegaron a entablar una especie de amistad sin palabras. El cineasta ya había visitado Japón en alguna ocasión, como camarógrafo para el detrás de cámaras de "Babel" (2011), pero aquella visita se limitó a la caótica, abigarrada y frenética Tokio; nada comparable al universo atemporal, silencioso y abrumador que vemos en "Inori", imbuido en todo lo que no tiene nombre.

“Soy un tipo de la ciudad”, afirma, “y todos los que habitamos ciudades como ésta vivimos con esa fantasía del cómo-vive-la-gente-en-el-campo, lo romantizamos, lo idealizamos (…) algo hay de eso en "Inori", seguro, pero también estoy seguro de que nunca busqué la belleza por la mera belleza (…) la niebla que se ve en la película, la forma en que desaparece de los árboles y deja al bosque desnudo, habla del paso del tiempo y de todas esas personas mayores que van a desaparecer en poco tiempo, en absoluto silencio. Su aldea va a durar más que ellos, pero al final va a ser devorada por esa inmensa naturaleza y el rastro del hombre va a limitarse a algunos muros, algunas marcas en las piedras. Eso busqué en esos planos, no retratar la niebla por la niebla o la flor por la flor, o porque luciera bonito o estético.” En este proceso, la tutela de Naomi Kawase fue fundamental; González-Rubio se refiere a ella como “un gran coach” y alguien “que obliga a aprender a través de la mayéutica”, de una incesante sucesión de por qués: ¿por qué quieres encuadrar esto? ¿por qué este plano no dura menos? ¿por qué no dura más? ¿por qué esta piedra? ¿por qué el agua?

Al final, el realizador regresó al D.F. para hacer aquí toda la postproducción con su equipo habitual, pero el cambio geográfico no resultó tan brutal como uno habría esperado: algo había de Japón en México y algo sobre México había encontrado en Japón. Al final, la distancia geográfica importó poco. Parecía que la niebla se hubiera disuelto en Kanogawa y se hubiera vuelto a formar en el Valle de México. La misma niebla, el mismo silencio, la misma búsqueda por registrar en cine aquello que se escapa a la palabra, a los idiomas: el mismo tiempo que transcurre, que se escapa y se filtra entre la humedad y las piedras, testigo de mundos que se consumen y se extinguen mientras los árboles permanecen inmutables.