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2011-07-06 00:00:00

El western marginal: Hellman, Jodorowsky, Fuici

Por Pedro Paunero   

El Western, único género literario auténticamente estadounidense, tiene en uno de sus padres a Bret Harte (1836-1902), escritor realista que se ocupó de la vida de los pioneros californianos (el Far West, lo que conocemos en español como “lejano oeste”), autor admirado por Mark Twain, Charles Dickens, Kipling y Borges. Sus Bocetos Californianos abundan en tipos o modelos que serían caricaturizados por el cine y la televisión, como bien señala el escritor y periodista Mempo Giardinelli; en la novela que se acerca a una nueva épica (americana) está representado James Fenimore Cooper, el autor de El último de los mohicanos (1826), y como cronista de la guerra civil (la Guerra de Secesión) se encuentra Ambrose Bierce (el Gringo Viejo de la novela de Carlos Fuentes), así como Owen Wister con su obra El virginiano (1902). En el cine tiene a su más remoto ejemplo en el cortometraje Cripple Creek Bar-Room Scene (1899) de Edison y al que algunos críticos consideran como el primer verdadero western cinematográfico en Asalto y robo de un tren (The Great Train Robbery) de Edwin S. Porter del año 1903, fecha en que muere la famosa Calamity Jane. En un año tardío como 1910, el del inicio de la Revolución Mexicana, un envejecido Buffalo Bill supervisa una cinta sobre su vida después de dedicarse al espectáculo del wild west que incluía indios verdaderos y remedos de ataques. Así, si existe un paralelo entre el western y algún episodio de la historia de México este no es, como se supondría, los años de la revolución sino la aventura de la conquista de los territorios del norte de la Nueva España por parte de los conquistadores y sus aliados tlaxcaltecas, más rica históricamente y más significativa (la fundación de misiones y de las ciudades mineras de Guanajuato y Zacatecas, así como la pacificación de los territorios llamados “La gran chichimeca”), a decir del historiador estadounidense Philip W. Powell autor de Soldiers, Indians & Silver, (en español, La Guerra Chichimeca, 1550-1600), un periodo que ha sido desaprovechado por los novelistas y los cineastas mexicanos. Fruto de la revolución sin embargo, serían las exploraciones artísticas de Fernando de Fuentes -llamado en Estados Unidos el John Ford mexicano- con su famosa trilogía que incluye la que para muchos críticos es la mejor cinta mexicana: Vámonos con Pancho Villa (1935).   

Pero en el western caben otras cintas (enmarcadas en el periodo denominado crepuscular, cuando el género se miró a sí mismo, decayendo pero negándose a morir, viéndose el ombligo y meditándose), otras formas de ver el fenómeno de la exploración, el descubrimiento, el saqueo y el despojo, así como la colonización de las tierras del oeste norteamericano. Estas son tres muestras. Les hemos puesto ciertas etiquetas que bien pueden ser intercambiadas a los otros dos filmes con mayor o menor acierto; por ejemplo, la cinta de Hellman se cataloga como la primera “acid western”, etiqueta que parece quedarle mejor a El Topo, de Jodorowski. Las tres, sin embargo, ejemplifican la otra forma de ver un western.   

EL WESTERN METAFÍSICO (EXISTENCIAL)   

El Tiroteo (The Shooting, Monte Hellman, Estados Unidos, 1967)   

Jean Cocteau escribió una vez una historia que resonaba en los desiertos de medio oriente desde siempre, quizá desde que el hombre descubrió su propio rostro y encontró visos de que este es mortal, que decae y finalmente tiene una fecha imprecisa de fenecimiento. En El gesto de la muerte el jardinero le pide a su príncipe le permita ir a Ispahán porque por la mañana se ha encontrado a la muerte y le ha hecho un gesto amenazador. El príncipe accede, se encuentra a la muerte, a la vez, y le pregunta por qué ha hecho tal gesto a su sirviente. “No le he hecho un gesto de amenaza, replica la parca, sino de sorpresa, pues le he visto aquí, y me ha sorprendido, pues él y yo tenemos una cita en Ispahán”.   

Quintaesencia del western metafísico, del western que se mira a sí mismo (verse a si mismo, encontrarse a sí mismo –con el doble, el Doppelgänger-, es, siempre, fatal, dice el mito) y recapacita sobre su decadencia, El tiroteo narra una historia oblicua (hija de las tesis deconstructivistas de Derrida). Un hombre, Willet (Warren Oates, magnífico, al que persigue alguien que no se sabe) encuentra a su compañero, Coley, en una mina abandonada y se da cuenta que ha enterrado hace poco a su compañero, Leland. Entre ellos, uno de los cuales era Collin, hermano del recién llegado, se ha dado un altercado anteriormente que ha matado a Leland (borrándole el rostro de un balazo), al parecer por el mismo Collin, que desaparece (Coley cuenta que había disparado sobre un hombre y un niño en el pueblo). Aparece una hermosa mujer que les pide le vendan un caballo y posteriormente que le lleven a cierto destino por una alta cantidad de dinero. La mujer ha matado a su caballo momentos antes, alegando que se había fracturado una pata. Al revisar al animal, los hombres se percatan que no había sufrido ningún accidente, que ha sido muerto de manera gratuita. ¿Dónde se dirigen y por qué? En el camino encontrarán a Jack Nicholson en uno de sus primitivos papeles como Billy, el pistolero, ya prefigurando su arquetípico personaje perverso. Los guías se someterán a la mujer y al asesino. En medio de un desierto que amenaza destruirlos a cada momento los protagonistas encuentran a un moribundo que les señala el camino (un gesto simbólico de muerte); Coley es asesinado por Billy y, en el tiroteo final (¿de dónde provienen los tiros?), la mujer da con aquel a quien ha perseguido y le dispara mientras suben un monte. Willet sube a la vez, el hombre a quien la mujer ha disparado voltea, revelándole al superviviente el rostro de su propio hermano, su gemelo, su doble. Pronuncia “Collin” y cae muerto.   

La mujer ha cumplido. Los hombres han cumplido, encontrándose a si mismos y a su destino. El género ha cumplido. La historia se ha contado muchas veces antes pero nunca de forma tan elíptica (la teoría del iceberg de Ernest Heminghway se aplica aquí). Algunos comparan esta cinta a una road movie pero con caballos. La comparación no es gratuita si sabemos que Hellman dirigiría después esa cinta dónde no importa dónde se va sino seguir en el camino en un país con un futuro incierto: Carretera asfaltada en dos direcciones (Two-Lane Blacktop, 1971), una de las mejores road movies de la historia. También se ha hecho hincapié en sus tintes conradianos por aquello de la inmersión de los personajes hacia la larga noche del alma. La muerte ha cabalgado de nuevo, bella y juguetona, enigmática y hasta mentirosa, completamente ajena al sufrimiento humano.   

EL WESTERN PSICODÉLICO (SIMBÓLICO)   

El Topo (Alejandro Jodorowsky, México, 1970)   

Se dice que existen unos cuántos temas de valor universal en la narrativa. El amor y la muerte deben ocupar los primeros lugares. El viaje (como metáfora de la iniciación, por supuesto, y en este caso ese “trip” hippie que produciría este acid western) es uno de tales temas. A la manera de Gilgamesh, el Topo (el propio Jodorowski en un irónico o cínico juego narcisista: “el topo es un animal que excava bajo tierra, buscando el Sol, cuando lo encuentra se queda ciego”) recorre un oeste que es una metáfora de la búsqueda de la inmortalidad. Eso lo sabemos. Alegoría del hombre en pos de la Iluminación recuerda, también, varias historias orientales de samuráis que deben enfrentarse a los mejores maestros de las artes marciales para seguir existiendo. Para ser.   

Parte soberbio, con el ego inflamado. Abandona a su hijito de siete años (cifras, objetos, conductas, no son sino símbolos todos cuidadosamente escogidos por Jodorowski). Se encuentra con la eterna mujer iniciadora (Mara) que le pide las pruebas de amor más extremas: derrotar a los mejores pistoleros (los cuatro maestros del revólver). Con cada enfrentamiento asciende en un plano superior de autoconocimiento (cada maestro representa una filosofía o a un profeta bíblico, del cual aprehender lo mejor). Al enfrentarse al último maestro se sabe perdedor cuando este se suicida, demostrándole el desapego del mundo. En un desierto que funciona como el Juego de la Oca (un juego iniciático dónde los haya), debe morir de manera simbólica tras su partida inicial llena de soberbia para descubrirse humano. Y vacío. Es traicionado por Mara quien le abandona por otra mujer sin nombre (es despojado de su masculinidad, también destruye su pistola, es decir, se emascula) que le dispara, hiriéndole a la manera de una estigmatización. Se descubre en una cueva, venerado como un dios. Cambia la indumentaria de cowboy revestido de piel, se desnuda (se “arranca” o “muda” la piel) y afeita la cabeza, asumiendo la misión de proteger a un grupo de seres deformes (el director muestra predilección por estas criaturas, a la manera de un Tod Browning, de ver en el espectáculo circense un espejo de la vida retorcida y cruel) que viven en la cueva (uno de los tantos úteros terrenales) que son quienes le veneran. Se hace amigo y, posteriormente, amante de una enana con la cual sale de la cueva (renace) y comparte un escenario de comedia bufa en un pueblo en el que los seres marginados aspiran a vivir. Se infantiliza. Para morir nacemos, para nacer morimos simbólicamente. Pero el pueblo está habitado por seres depravados que se entretienen con actos de crueldad. En un acto final de auto sacrificio se inmola en una pira recordándonos a aquel bonzo que se prendió fuego para protestar por la guerra de Vietnam, cediendo su lugar en el mundo a su propio hijo.   

Para Phil Hardy, en su Encyclopedia of Western Movies (1985), el Topo es una cinta divertida aunque ridícula al mismo tiempo que figuras gigantescas del celuloide como David Lynch se han erigido como sus grandes admiradores. Por mucho tiempo relegada a las funciones de cine de medianoche o “sesiones golfas”, ni siquiera, en el principio, se pensó en exhibirla en México (es decir, aunque ocupe el número 42 entre las 100 mejores cintas mexicanas, fue un Chili Western por azar) y sólo ha sido lanzada en DVD hasta el año 2007.   

EL WESTERN PSICOLÓGICO (TERRORÍFICO)   

Los Cuatro del Apocalipsis (I quattro dell'apocalisse, Lucio Fulci, Italia, 1975)   

Antes y después que apareciera esta extraña cinta italiana existieron otros Spaghetti Westerns híbridos como Sonaron cuatro balazos (Agustín Navarro, 1963) que mezclaba una trama policiaca con la forma de una película de vaqueros; La máscara de cuero (In nome del padre, del figlio e della Colt, Mario Bianchi, 1975) western en el que se aunaba al Giallo (el thriller barato italiano que tanta fama ha dado al país) y Oro maldito (Se sei vivo spara!, Giulio questi, 1967) que abunda en escenas de tortura y desnudos, pero ninguno tiene la textura de Los cuatro del apocalipsis. Lucio Fulci, director de culto en el género del terror (gore) con obras como Zombi 2 (1979) que aprovechaba la creación del género moderno de zombis en el cine con la obra primordial de George A. Romero, La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead) de 1969, (y de paso añadía una cinta más al exploitation al presumirse una secuela de Dawn of the Dead, 1978, cinta de Romero que se conoció internacionalmente como Zombi), adapta varias historia de uno de los padres del género, Bret Harte, para realizar este filme dónde abunda la violencia, el tono apocalíptico y la desesperanza.   

Un tahúr, que trata de no perder la compostura y la galanura en ningún momento (Fabio Testi), la prostituta más bella (y preñada) de la pantalla (Lynne Frederick), un negro loco que dice poder comunicarse con los muertos (Harry Baird) y un borrachín perdido que no recuerda ni su nombre (Michael J. Pollard) se encuentran en una cárcel. Al día siguiente, tras una noche infernal de tiroteos e incendios se ven libres (la secuencia logra transmitir una desasosegadora sensación de verdadero apocalipsis en su devenir entre las ruinas) y huyendo del pueblo devastado hacia una población ideal (un pueblo minero perdido en las montañas nevadas). En el camino se encontrarán con Chaco (Tomás Milián), un despiadado asesino que es capaz de desollar a un sheriff con su propia placa, lleva banda en la frente y viste con un poncho, y que pide unírseles sólo para someterles a sus mandatos.   

Fulci se parece a Pekinpah en la textura pero en el fondo y la forma es Fulci, el maestro del gore. Le importa más contarnos cómo mueren las personas. Cómo son asesinadas. Se regodea en la sangre tanto como en sus cintas de terror: cuenta cómo los cuatro son iniciados (y humillados) en la noche con la ingesta de peyote por parte de Chaco mientras este llora sangre (pintada). Nos presenta cómo sangran las víctimas y sus heridas son cubiertas por hormigas carnívoras. Y, en el ataque a una desvalida caravana (de unos utópicos y amigables fundamentalistas suizos que momentos antes se habían topado con los cuatro), nos muestra una biblia con las páginas ensangrentadas, una niña muerta con su muñeca de trapo a un lado o cómo, para sobrevivir, al llegar a un poblado fantasma y morir el compañero alcohólico, el negro aparece con un buen pedazo de carne que se comerán con ansia, en la noche, para que el tahúr, al día siguiente, descubra el cadáver sin un buen trozo de nalga. Cuando la pareja superviviente llega al pueblo (que ellos llaman ciudad) formado exclusivamente por hombres, la mujer está a punto de dar a luz, pero estos nada saben de partos, aparte que cada uno de estos ha formado su comunidad por un hecho en común, el deberle algo a la justicia. Todos estos excesos contrastan con la ternura de que son capaces cuando se juegan una apuesta (niño o niña, ojos negros o azules), el tirar de los sombreros al aire y dispararles de puro gusto cuando el llanto del nuevo habitante de la “ciudad” miserable se escucha por vez primera. Fulci gira la trama, mostrando cómo los hombres colectan dinero para el bebé en un sombrero cuando la madre muere. Sin embrago nos enteramos de ciertas cosas cuando uno de los padrinos exclama: “Por mucho que le doy vueltas no veo a quién de nosotros se parece” y otro más (cuando bautizan al recién nacido) murmurará: “Hijo de perra, hijo de perra”… Fulci, aún más rudo que sus personajes, no deja duda sobre el destino del niño cuando el tahúr decide dejarlo al cuidado de sus numerosos padres.   

Las pri Estos son sólo tres ejemplos de la otra forma de ver una película del oeste, dónde la dicotomía de personajes buenos y malos divide la fantasía de un género mutable e influyente que no decaerá en mucho tiempo (¿qué es Star Wars sino un western espacial?) a pesar de los malos –pero fascinadores-, sueños del western marginal.