Por Eduardo de la Vega Alfaro

El escenario político

El aparato gubernamental surgido como consecuencia de la Revolución Mexicana de 1910-1917 fue, durante su primera etapa, la que va de 1918 a 1935, una estructura de poder sumamente compleja y contradictoria. Pero ante todo, los nuevos gobernantes se asumieron como herederos (y de hecho lo fueron) de la gran tradición liberal mexicana, surgida y desarrollada a través de una permanente lucha contra los sectores conservadores de ascendencia católica. A nadie debe extrañar entonces que una de las primeras medidas adoptadas por Venustiano Carranza, líder de la facción "constitucionalista", facción triunfadora de la Revolución, haya consistido en reforzar las leyes anticlericales con el objeto de controlar el poder eclesiástico-conservador que, durante el porfiriato, había logrado restablecer muchos de sus privilegios y buena parte de su capacidad de control social. Item más: a lo largo de la lucha armada, los representantes del poder eclesiástico se hablan opuesto por todos los medios y con todas sus fuerzas al cambio democrático-revolucionario, y tras la llamada "decena trágica", los jerarcas católicos habían ofrecido una bienvenida jubilosa a Huerta, a quien en el colmo del servilismo reaccionario llegaron a considerar como "el salvador de México". De esta manera, la promulgación de la Constitución de 1917 dejó listo el escenario para una nueva fase de la añeja contienda entre el aparato ideológico eclesiástico, encarnación de la tradición conservadora, y el aparato ideológico gubernamental, controlado por los herederos de la tradición liberal. (1) Como señala el historiador Alvaro Matute, los católicos "no ofrecieron una respuesta violenta cuando la Constitución entró en vigor. Los miembros del episcopado no sólo apenas si protestaron contra el documento en su totalidad, sino incluso contra los cuatro artículos (3, 5, 27 y 130)", establecidos para el control de la Iglesia. "Ello implicó --continúa Matute-- el reconocimiento eclesiástico de la nueva legislación y el inicio de una lucha por modificar aquellas partes que le afectaban directamente. Todo ello pone en evidencia el reconocimiento del poder y la autoridad estatales, pero también el deseo de la Iglesia por tener mayor control social". A partir de 1918, la Iglesia iniciaría una labor de zapa a través de organizaciones como la YMCA, los Caballeros de Colón y otras instituciones utilizadas como grupos de presión para modificar los decretos constitucionales. La presión se iría convirtiendo, a ojos de los gobernantes, en una espiral de "desafíos" a la autoridad civil.

La nueva generación de historiadores y analistas de la política mexicana ha dejado suficientemente claro que, durante la década de los veinte, el poder gubernamental entraba en crisis justo en los diversos periodos de sucesión presidencial (1920, 1924, 1928-29). Antes de que concluyera el mandato de Venustiano Carranza, la llamada Rebelión de Agua Prieta instaló en el control presidencial al "Bloque Sonora", encabezado por Alvaro Obregón, Plutarco Elías Calles, Adolfo de la Huerta, Arnulfo R. Gómez, Francisco Serrano, Benjamín Hill y Cosme Hinojosa, o sea, al grupo de estrategas que logró el triunfo de los constitucionalistas sobre los ejércitos populares de Villa y Zapata. Las sucesiones de 1924 y 1928 dieron motivo a feroces pugnas internas que, aunadas al asesinato de Obregón ocurrido en julio de 1928, terminaron por engendrar el llamado "maximato" encarnado en la figura de Plutarco Ellas Calles, de hecho el último sobreviviente del famoso grupo sonorense. El autonombrado "jefe máximo de la Revolución", mantendría un arbitraje y un férreo control, no exento de pugnas y contradicciones, sobre los tres presidentes (Emilio Portes Gil, Pascual Ortiz Rubio y Abelardo L. Rodríguez) que se sucedieron entre 1928 y 1934. El arribo al poder del michoacano Lázaro Cárdenas del Río inició, ciertamente, una nueva etapa en la consolidación del presidencialismo en México: los seis años del gobierno cardenista representan la última etapa del largo período de "reconstrucción nacional".

Plutarco Elías Calles, ex profesor y ex alcohólico, llegó a la presidencia de la República en 1924 apoyado por Alvaro Obregón y luego de haber desplazado por vía violenta al grupo encabezado por otro miembro de la dinastía sonorense: Adolfo de la Huerta. Esto representó la muerte o la desaparición política, de la mejor facción de la Revolución triunfante, facción integrada por militares de amplia visión social como Salvador Alvarado, Fortunato Maycotte, Manuel García Vigil, Rafael Buelna y Cándido Aguilar. Instalado en la silla presidencial, Calles comenzó a dar rienda suelta al anticlericalismo gubernamental. Aprovechando el desafío de los grupos católicos que durante el cuatrienio de Obregón habían comenzado a cometer "flagrantes violaciones" a la Constitución, Calles apoyó el establecimiento de una Iglesia Católica Mexicana desligada de la Curia romana (febrero de 1925) e inició la aplicación rigurosa del Artículo 130 (que implicaba subordinar los cultos a las decisiones federales), expulsando a un considerable número de religiosos de procedencia extranjera. Los grupos católicos, aglutinados en la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa (LNDLR) fundada en 1925, así como los jerarcas eclesiásticos, respondieron a su vez con nuevos desafíos. El 14 de junio de 1926 Calles decreta una ley adicional para castigar los delitos y faltas en materia de culto religioso, lo que pone en movimiento una maquinaria para la clausura de templos y conventos y para la incautación de escuelas católicas. En airada respuesta, la LNDLR lleva a la práctica la suspensión de cultos y un boicoteo comercial contra el gobierno para obligarlo a derogar las leyes promovidas y aplicadas por los dirigentes callistas. Ante la postura intransigente y radical de Calles, la LNDLR, encabezada por el jalisciense Miguel Palomar y Vizcarra, decide pasar a la acción armada.

La guerra de los cristeros

Nada es casual. La incitación a la toma de armas proclamada por la LNDLR tuvo eco inmediato y profundo en una zona de la República Mexicana integrada por los estados de Jalisco, Michoacán, Colima, Zacatecas, Guanajuato, Durango, Guerrero y parte de Oaxaca; es decir, en una extensa región eminentemente agrícola en la que estaban asentados lo mismo campesinos miserables a los que la Revolución no había cumplido el reparto de la tierra, que pequeños propietarios que se sentían amenazados por el propio reparto agrario. Unos y otros se lanzaron a la guerra bajo la consigna "Dios, Patria y Libertad" y con la esperanza de lograr el respeto a sus creencias religiosas.

La religión de los cristeros --dice José Revueltas en su magistral novela El luto humano-- era la verdadera iglesia, hecha de todos los pesares, de todos los rencores, de toda la miseria de un pueblo oprimido por los hombres y la superstición. Llamábanse cristeros tomando el nombre que sus propios enemigos les hablan dado. Y la palabra ruda, brutal, arreligiosa, losenorgullecía pues en efecto está llena de fuerza y contenido: era una suerte de diálogo entre el misticismo y la rabia, entre el pavor y la crueldad: todo lo que hacia retroceder al hombre hasta su yo antiguo y defender en Dios el derecho a la sangre y con la sangre afirmar una fe vaga, siniestra y aturdida.

Por su parte, Jean Meyer, acaso el más importante historiador de la guerra de los cristeros afirma:

Movimiento complejo, abandonado a sus propias fuerzas, y que arrastraba componentes regionalistas, económicos y religiosos, el movimiento cristero era expresión de la mentalidad del ranchero. El ranchero, pequeño propietario, huraño e individualista, habla luchado siempre, con mayor o menor éxito, contra la gran propiedad, y había salvaguardado la libertad que este "hombre a caballo" ponía por encima de todos los bienes; profundamente enraizado en una fe católica patriarcal, la persecución de los sacerdotes y el cierre de las iglesias le llegaba a lo más profundo, y nadie tuvo que incitarlo a levantarse. (2)

En efecto, los rancheros y campesinos miserables de los estados de Jalisco, Michoacán y Guanajuato, habían reaccionado, desde 1914, contra una serie de reglamentos considerados como violatorios a las libertades de religión, enseñanza y propiedad privada, llegando incluso a escenificar escaramuzas y manifestaciones a las que se tuvo que oponer la fuerza del ejército constitucionalista. La lucha tenía, pues, antecedentes muy inmediatos.

La violencia estalló en agosto de 1926 en el pequeño poblado de Chalchihuites, Zacatecas, cuando un grupo de campesinos quisieron liberar al párroco del lugar. A partir de ese momento, la lucha se fue extendiendo por las zonas aledañas y fue involucrando a miles de personas. Desde la fecha citada y hasta el término de las hostilidades, la rebelión cristera atravesó por diversas etapas. (3) En la lucha intervinieron, por el lado de la Iglesia, cuatro sectores más o menos definidos: las jerarquías eclesiásticas, cuya labor fue, en la mayoría de los casos, de conciliación y desacuerdo ante el uso de las armas; la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, organizadora e impulsora de la guerra cristera; los no pocos sacerdotes de pueblos y rancherías que, a título personal, participaron en la revuelta; y el ejército cristero propiamente dicho, que llegó a reclutar alrededor de 50 000 combatientes.

Como todas las guerras, la que los cristeros sostuvieron contra el ejército federal fue cruenta, devastadora y desencadenó odios viscerales en ambos bandos. La táctica guerrillera empleada por los "soldados de Cristo Rey", heredada de la Revolución, mantuvo en jaque al ejército oficial hasta que la derrota militar de aquéllos se fue haciendo cada vez más obvia. Las evidencias de la derrota dieron paso a una serie de gestiones diplomáticas y conciliatorias, y, gracias a un acuerdo tácito, el conflicto llegó a su fin con la reanudación de cultos efectuada en junio de 1929. Durante mucho tiempo se supuso que el movimiento cristero careció de una plataforma ideológica di gamos sólida. Hoy se sabe que el 1 de enero de 1928 los destacamentos cristeros de Michoacán y Jalisco juraron, "hasta vencer o morir", una Constitución de 242 artículos que, según ellos, debía desplazar a las leyes promulgadas por los constituyentes de Querétaro. La "Constitución de los cristeros" contenía, obviamente, características profundamente reaccionarias y pro religiosas; para no ir mas lejos, su artículo primero afirmaba: "Dios es el orden de todo lo que existe (...) La Nación Mexicana, en cumplimiento de su principal obligación, reconoce y rinde vasallaje a Dios, Omnipotente y Supremo Creador del Universo".

Cabe acotar que el término del conflicto religioso fue apresurado por el propio gobierno provisional de Emilio Portes Gil, en vista de que se aproximaban las nuevas elecciones presidenciales y se temía una alianza entre los cristeros y la facción de militares obregonistas comandada por Gonzalo Escobar (quien finalmente se levantó en armas en marzo de 1929); o entre los "soldados de Cristo Rey" y los partidarios del candidato opositor, José Vasconcelos. Los arreglos se llevaron a cabo sin el consentimiento de los dirigentes di la LNDLR y sin considerar a los sobrevivientes del ejército cristero (alrededor de 12 000). Tarde o temprano ambas instancias tuvieron que subordinarse al pacto efectuado entre las altas jerarquías eclesiásticas y los representantes gubernamentales, encabezados por Portes Gil. (4) Hacia atrás, la guerra de los cristeros dejó como saldo la considerable cantidad de más de 80 000 muertos y, sobre todo, el descontento de los militantes y dirigentes ideológicos que mantuvieron posturas intransigentes; hacia adelante, como señala Jean Meyer, el gobierno mexicano no incurriría en el error de provocar otro conflicto de esa naturaleza y además comenzó a otorgar concesiones que poco a poco permitirían al aparato eclesiástico recuperar espacios en materia de educación y propiedad privada. Por lo que respecta a la institución religiosa, ésta aceptó su condición de entidad reglamentaria por el Gobierno pero, ciertamente, a partir de 1975, con la crisis institucional, ha reaparecido en el escenario político jugando cada vez más su papel como elemento conservador y eminentemente reaccionario.

El reflejo en las artes: el corrido y la novela

El conflicto religioso de 1926-1929 sirvió de inspiración a muchas obras musicales y literarias. En tanto que nuevo movimiento de características épicas, la rebelión cristera y sus trágicas vicisitudes ayudaron a enriquecer las dos corrientes artísticas más notables que había engendrado la Revolución Mexicana: el corrido y la novela. La gesta de los "soldados de Cristo Rey" quedó plasmada en corridos sobre las hazañas militares del ejército cristero (De la toma de Mezquitic, Del combate del Encinal, Del ataque del Teúl, De los combates de San Julián, De Tepatitlán, De la guerra de San Juan de los Lagos, Del asalto a Dulces nombres, etcétera), o sobre la vida y muerte de sus héroes populares (Del padre Pedroza, De Victoriano Ramírez El catorce, De Epitacio Lamas, De Quirino Navarro, De Valentín de la Sierra, De Casimiro Sepúlveda, De Martín Díaz, De Ramón Aguilar, De Florencio Estrada, Del general Gorostieta, etcétera). (5) Por lo que respecta a la llamada "literatura cristera",ésta fue en su conjunto una producción estética más rica y compleja. Sus principales exponentes tomaron diversos partidos ante los acontecimientos. Tal como lo señala el especialista Alvaro Ruiz Abreu,

las novelas que nos ha entregado esta guerra (cristera) son más políticas que religiosas y más parciales, que realistas. Son de varios tipos: las moralizantes, promotoras de un país democrático y libre guiado por el clero que erradicaría la Constitución de 1917, ejemplo de un liberalismo que esclaviza a los mexicanos: Héctor (1930) y Jahel (1935), del sacerdote David G. Ramírez (que firmaba con el seudónimo Jorge Grato), y La virgen de los cristeros (1934) de Fernando Robles; las novelas anticristeras como Los cristeros (1937) y Juan del riel (1942) (6) de José Guadalupe de Anda, y, por último, las 'imparciales': Pensativa (Premio Lanz Duret, 1944) de Jesús Goytortúa Santos y Rescoldo (Los últimos cristeros), (1961), de Antonio Estrada. Este puñado de obras ha constituido sus propios mitos, su propia visión de la historia de México, y la ha edificado sobre las ruinas de la guerra, sus apóstoles y sus mártires, sus víctimas y sus verdugos. En esta empresa, la novela cristera señala a los responsables: el Estado mexicano y la Constitución que llevó al poder a Carranza, Obregón y a Calles, caudillos que hicieron un lugar común de la antidemocracia y la tiranía. Algunas de estas obras afirman que el clero fue el enemigo principal de los mexicanos, zorro astuto que engató al pueblo y lo condujo a una guerra para defender sus antiguos privilegios. También se escribió sobre los cristeros pero sin tomar partido, y se hizo una literatura compacta y de calidad (...).

A la lista proporcionada por Ruiz Abreu habría que agregar otros títulos importantes: ¡Ay Jalisco ... no te rajes! La guerra santa (1937), de Aurelio Robles Castillo; Entre las patas de los caballos (1953), de Luis Rivero del Val; Los bragados (1942), de José Guadalupe de Anda; y Cristo Rey o la persecución (1953), de Alberto Quiroz. La primera y tercera deben agregarse a las anticristeras; la segunda a las pro cristeras y la cuarta a las "imparciales". Un tanto al margen quedarían entonces algunas de las páginas evocativas de la espléndida novela El luto humano (1943), del ya citado José Revueltas; Los recuerdos del porvenir (1936), el magnífico texto de Elena Garro que utiliza la guerra cristera como digno marco para narrar una historia de amor loco dentro del género que abusivamente se ha denominado como "realismo mágico"; y algunos pasajes (pp. 92-127 y 408-443) de otra novela excelente: José Trigo (1966) de Fernando del Paso.

Las imágenes fílmicas

En contraste con la producción de corridos y novelas, el cine mexicano apenas si se ha ocupado de la guerra de los cristeros. Indolencia, feroz censura política, temor e incapacidad creativa: tales son algunas de las causas que explican en buena medida, esa especie de olvido por parte de los cineastas mexicanos para llevar a la pantalla la complejidad estructural de la rebelión cristera. Pero, comencemos por el principio.

Luego de un período muy dinámico y, según parece, de resultados brillantes, mismo que se corresponde con los años de la fase armada de la Revolución Mexicana, el cine nacional fue dejando atrás la estética realista-documental para adentrarse en los escabrosos territorios de la ficción o "narratividad". Justo en 1917, aro del Congreso Constituyente de Querétaro, un nutrido grupo de entusiastas provenientes de la burguesía y la pequeña-burguesía, clases inafectadas por la lucha armada, dio principio a la aventura de edificar una auténtica industria fílmica nacional. Esta aventura formó parte del proyecto de desarrollo capitalista implantado por los constitucionalistas. Obedeciendo a las pautas de "reconstrucción nacional", el cine mexicano producido durante los años 1917-1920, da la espalda a la realidad, lo que equivale a decir que, o bien se exaltan las bondades del régimen carrancista a través de documentales patrocinados por el propio gobierno; o bien nuestros pioneros se dedican a la realización de cintas, en su mayoría inocuas, que irán esbozando los temas y géneros que habrán de desarrollarse en las décadas posteriores: la comedia ranchera y provinciana, el melodrama lacrimógeno, el cine histórico-biográfico, las películas de aventuras, las exaltaciones prostibularias y cuestiones por el estilo.

La década de los veinte y su compleja e inestable situación político-social no permite otra cosa que prolongar esa situación, con el agravante de que los productos fílmicos mexicanos no logran ganarse ni siquiera el mercado interno; un mercado avasallado por películas provenientes de Hollywood y Europa, cuya mejor calidad se impone, hasta la fecha, en el gusto de los consumidores de cine.

La construcción de una industria cinematográfica mexicana se convirtió en un sueno imposible de llevar a cabo. Por lo tanto no logré consolidarse lo que aquí podríamos denominar como una "burguesía fílmica" con características propias. Por lo demás, los gobiernos de Obregón y Calles, lejos de estimular a esa burguesía fílmica cerrando las fronteras a la abrumadora producción cinematográfica estadounidense, cosa imposible de realizar, optaron por desdeñar todo lo relativo a la creación de una estructura industrial del cine. Amparados en los turbios "Tratados de Bucareli" (1923) que determinaron el respeto a los consorcios norteamericanos, los industriales hollywoodenses inundaron el mercado interno con todo tipo de películas sin que los mediocres productores mexicanos pudieran hacer otra cosa que intentar un cine doméstico y provinciano de la menor relevancia. Pero, además, el Estado comandado por los sonorenses se cuidó muy bien de que los cineastas no filmaran testimonios referidos a las muertes de Villa, Serrano y Gómez; o a las revueltas de De la Huerta y Escobar. Esta operación censora tuvo, sin embargo, algunos matices por lo que se refiere al conflicto religioso y a la guerra contra los cristeros.

Si la política antirreligiosa de Calles condujo a éste a apoyar, en 1925, la creación de una Iglesia Apostólica Mexicana independiente del Vaticano, y por lo tanto más manipulable, en dicho ate el norteamericano William PS. Darle fue capaz de producir El milagro de la Guadalupana, melodrama edificante sobre las "apariciones del Tepeyac" y los consiguientes milagros. Apenas terminada la película, Darle y su equipo fueron acusados de fraude por lo que tuvieron que huir a Hollywood. Por mi parte no descarto la posibilidad de que el cineasta norteamericano haya tenido que salir del país acaso amenazado por sus manifiestas simpatías, inconcebibles en esa época, en pro de la religiosidad de los mexicanos.

Simpatizantes o militantes del movimiento cristero, debieron realizar, editar y exhibir de manera anónima y clandestina, el documental Historia de la persecución religiosa en México, cuyo año de producción se desconoce, pero cuya condición de mudez nos hace ubicarlo hacia 1928. De dicho documental nos han llegado fragmentos en los que pueden verse concentraciones religiosas, procesiones anteriores a la cancelación de cultos, y a Obregón y Serrano saludando a un contingente de la CROM que marcha en apoyo a la política antirreligiosa del caudillo. Al parecer dicho testimonio jamás se estrenó formalmente en México, pero de seguro sí fue visto por los grupos católicos de la época. Acaso la película quería registrar el punto de vista de los perseguidos para demostrar la barbarie de los jefes revolucionarios adueñados del poder político. Ello nos hace plantear la hipótesis de que el movimiento cristero generó sus propios cronistas fílmicos y que por lo tanto, Historia de la persecución religiosa en México no debió ser caso único. Por último, se sabe que, en 1928, el cineasta oficialista Manuel R. Ojeda realizó una curiosa cinta patrocinada por el Instituto de Geografía Nacional, o sea, de aparente producción estatal. En El coloso de mármol, que tal era el título del filme, se elogiaba el progreso alcanzado por el México posrevolucionario y se condenaba a sus enemigos "retardatarios" y "ocultos" que, aunque no se les mencionaba directamente, no podían ser otros que los cristeros, por entonces agazapados en las sierras de la región centro-occidente del país. No resulta casual que la película haya tenido el honor de ser estrenada en el mismísimo Teatro Nacional.

Lo cierto es que los casos de El milagro de la Guadalupana, Historia de la persecución religiosa en México y El coloso de mármol no lograron rebasar las limitaciones de la censura o de la perspectiva oficial. Y el hecho es que la guerra cristera, pese a su importancia como fenómeno sociopolítico, quedó como uno de los temas proscritos para el cine hasta que nuevas coyunturas permitieron abordarla de manera franca y directa.

Sucedió en Jalisco

Como ya ha quedado implícito en páginas anteriores, el estado de Jalisco aportó a la rebelión cristera muchos de sus ideólogos, militantes y combatientes. Jalisco fue además, y por lógica, uno de los principales escenarios de la atroz lucha entre el ejército federal y el "ejército de Cristo Rey". El historiador José María Muriá ha sintetizado muy bien las vicisitudes del movimiento cristero en el territorio jalisciense:

Al endurecerse las relaciones entre la Iglesia y el Estado a partir de 1926, los obreros tendían a distanciarse cada vez más de los políticos católicos en virtud de que las condiciones laborales preconizadas por éstos eran muy inferiores a las que garantizaba ya el poder civil. En cambio, los campesinos de aquellos lugares, como Los Altos de Jalisco, donde las tierras aprovechables se habían dividido desde hacía mucho tiempo, más bien tendían a engrosar las filas clericales en aras de defender sus medios de subsistencia ante un reparto agrario generalizado que, deseoso de combatir a los grandes terratenientes, no discriminaba a los pequeños propietarios.

Estos fueron los que, a lo largo de casi tres años --desde agosto de 1926 hasta junio de 1929-- combatieron en Jalisco dispuestos a sufrir hasta las últimas consecuencias que pudiera acarrearles su fidelidad al supremo organismo apostólico; por el contrario, fue éste el que no estuvo a la altura del sacrificio. Según Muriá, en diciembre de 1926 las repercusiones en Jalisco empezaron a aflorar. El 22 de diciembre, con la bendición del párroco, 27 hombres al grito de "Viva Cristo Rey" formaron el primer contingente rebelde en San Juan, bajo el mando de Miguel Hernández y Victoriano Ramírez, alias El catorce

Los primeros meses de 1927, el movimiento se fue extendiendo en Jalisco, anárquica pero exitosamente, sin más guías militares que los civiles Anacleto González Flores y Miguel Gómez Loza. Pero el primero fue aprehendido y fusilado en abril. Sin embargo, antes de terminar ese mismo mes, el brote alcanzó en Jalisco la suficiente fuerza como para ocupar la atención del ejército federal en pleno. Los repetidos ataques sobre estaciones y vías de ferrocarril culminaron cuando las fuerzas rebeldes descarrilaron cerca de La Barca el convoy que iba a México. Si bien el asalto dejó mucho dinero en manos de los insurrectos, sus inmediatas consecuencias les resultaron muy nocivas, pues el gobierno federal resolvió lanzar una fuerte ofensiva sobre Los Altos jaliscienses.

Los resultados permitieron al Secretario de Guerra y Marina declarar terminada la campana contra los rebeldes de Jalisco. Pero el descenso de las actividades belicosas fue más bien debido a una reorganización que primero hizo Miguel Gómez Loza, gobernador provisional del estado, y luego a Enrique Gorostieta, el jefe militar.

Antes de extinguirse 1927, la evidente revivificación de las maniobras cristeras, hizo pensar a la Liga (LNDLR) en la posibilidad de un triunfo total. Pero desde el arribo a México, en el mes de octubre, del nuevo embajador de Estados Unidos, Dwigth W. Morrow, se empezaron a dar los primeros pasos hasta lograr el acercamiento entre la jerarquía eclesiástica y las autoridades civiles que pudieran acabar con el conflicto sin tomar en cuenta a la Liga (...).

Por todo lo anterior no resulta casual que también el estado de Jalisco haya producido a uno de los novelistas más importantes de todos cuantos escribieron sobre la insurrección cristera: José Guadalupe de Anda y de Alba (1880-1950).

Nativo de San Juan de los Lagos e hijo de un poeta y periodista provinciano, De Anda se convirtió en trabajador ferrocarrilero y en 1914 se incorporó a la Revolución. Después de ser diputado por el distrito de Los Altos (1918) y senador por su estado natal (1930), inició sus actividades como escritor y bajo la notable influencia de su paisano Mariano Azuela (Andrés Pérez, maderista, Los de abajo, etcétera), en 1937 publica su primera novela: Los cristeros (La guerra santa en Los Altos), descrita por él mismo como una violenta denuncia sobre "la rapacidad, y la perfidia de los curas, acejotaemeros, hacendados y liguistas, que se han quedado muy tranquilos en sus casas, mientras esta gente bronca y generosa de los campos alteños se mata todos los días (...)". En Los cristeros De Anda describió, a veces con lujo de detalle, varios de los hechos que tuvieron lugar en la región de la que era oriundo, logrando una excelente crónica de lo que a sus ojos fue una guerra tan bárbara como inútil. Ciertamente su visión del conflicto es parcial pero eso no le resta su principal mérito: la crítica virulenta a la estructura del poder eclesiástico.

La novela de De Anda se publicó en plena era cardenista, formando parte de las inquietudes del "nacionalismo revolucionario" impulsado desde la cúpula gubernamental. Para entonces, el cine mexicano había experimentado cambios importantes. Un hecho "providencial", la llegada de los sistemas sonoros, había convertido momentáneamente a Hollywood en un imperio tambaleante. La barrera ideomática había generado una crisis do mercados que los productores hollywoodenses no pudieron superar ni siquiera con la elaboración de una serie de películas habladas en castellano (el famoso "cine hispano"). Esto abrió una coyuntura pata que un nuevo grupo de entusiastas iniciara en 1929 los primeros experimentes tendientes a hacer un cine sonoro "auténticamente nacional". Durante los conflictivos años del "maximato callista", esos experimentes se fueron perfeccionando hasta lograr la primera película estrictamente sonora del cine mexicano (Santa, 1931) y, también, las primeras obras notables en la historia del cine mexicano de ficción (La mujer del puerto, El compadre Mendoza, Dos monjes, Redes, Chucho el Roto, Janitzio, etcétera), todas ellas filmadas entre 1933 y 1935. Apenas iniciado su régimen, Lázaro Cárdenas había apoyado la creación de un cine nacionalista y revolucionario con la producción de cintas como ¡Vámonos con Pancho Villa! (Fernando de Fuentes, 1935), auténtica obra maestra que sintetizaba las corrientes estéticas más valiosas emanadas de la Revolución Mexicana: la novela, el corrido, el documental y la pintura mural. Pero otra vertiente del nacionalismo cinematográfico mexicano, la representada por las comedias folclóricas y costumbristas (Allá en el rancho grande, 1936, y sus secuelas), logró un clamoroso e inesperado éxito continental que permitió, al fin, consolidar una industria fílmica. Organizados en 1934 como Asociación de Productores de Películas, los integrantes de la incipiente burguesía fílmica mexicana se reorganizan en 1936 bajo el genérico de Asociación de Productores Cinematografistas de México, estructura corporativa que ya expresa la madurez y la ideología de clase de sus agremiados.

Al finalizar el cardenismo esa burguesía cinematográfica ya había sentado sus reales y estaba presta a vivir el período de apogeo o de "vacas gordas". El régimen derechista y pro católico del poblano Manuel Avila Camacho y la situación provocada por la segunda guerra mundial colaborarían poderosamente en ese auge y, al mismo tiempo, permitirían una nueva labor de zapa por parte de los grupos eclesiásticos, misma que alcanzó al medio cinematográfico. Con el pretexto de que México requería hacer un cine que uniera ideológicamente a la nación frente a los peligros de la guerra, entre 1940 y 1942 se filmaron sendas versiones del "Milagro del Tepeyac": La reina de México, La Virgen morena y La Virgen que forjó una patria. Las dos últimas, dirigidas respectivamente por Gabriel Soria y Julio Bracho, tuvieron como argumentistas y "asesores" al jesuita Carlos María de Heredia y a ¡René Capistrán Garza!, ex dirigente de la LNDLR e ideólogo del movimiento cristero. Huelga decir que la perspectiva con que se realizaron ambas películas resultó ultrarreaccionaria, similar a la visión que sobre el porfiriato mantuvieron otras cintas de la época: En tiempos de don Porfirio, ¡Ay qué tiempos señor don Simón!, Yo bailé con don Porfirio, El globo de Cantolla, México de mis amores, Lo que va de ayer a hoy, etcétera. Hacia fines de aquel período asignado por la autocomplacencia y el escapismo, irrumpe una película que por varios motivos habría de resultar insólita en la historia del cine mexicano de la década de los cuarenta y de décadas subsecuentes: Sucedió en Jalisco o Los cristeros, adaptación de la novela de José Guadalupe de Anda. Su productor, director y adaptador, Raúl de Anda, nacido en México, D. F. en 1908 y primo del novelista, había desarrollado una carrera fílmica que se inició en los albores mismos del cine sonoro nacional participando como extra en Santa. Antes de acometer Sucedió en Jalisco o Los cristeros, De Anda había sido intérpetre de muchas cintas sobre héroes rancheros (El rayo de Sinaloa, El impostor, Juan Pistolas, Allá en El Bajío), en las que demostró sus capacidades para la charrería, oficio ejercido por él, de manera profesional, en la década de los veinte. El debut de De Anda como director había ocurrido, de manera improvisada, en su producción La tierra del mariachi (1937), cinta de exaltación vernácula al estado de Jalisco. Pero su logro comercial más evidente lo había alcanzado con la saga de El charro negro (1940), todo un catálogo de mitología popular. (8)

De Anda compró a su pariente los derechos para adaptar Los cristeros; el rodaje de la película dio comienzo en los primeros días de julio de 1946. Ya con el título con que actualmente se le conoce, la cinta se estrenó el 19 de diciembre de 1947 en el cine Savoy de la capital mexicana, donde se mantuvo por más de cuatro semanas. Sucedió en Jalisco o Los cristeros fue pues, una obra fílmica que para su época resultó bastante taquillera. La producción de este filme permite suponer cierto relajamiento de la censura cinematográfica oficial que, desde el fin del conflicto religioso, no había permitido ni la menor alusión a la lucha que enfrentó oprobiosamente a los sectores católicos contra el gobierno posrevolucionario. (9) Pero la distensión de la censura sólo fue posible gracias a que la película de De Anda finalmente asumió una perspectiva favorable a la tan llevada y traída "unidad nacional" pregonada por Avila Camacho. Sin embargo, habrá que advertir que más por incapacidad que por temor a las disposiciones oficiales, De Anda sólo tomó de la novela de su primo algunos elementos y ciertos personajes para realizar una cinta inocua y por lo tanto ajena a la ferocidad demoledoramente crítica y a la denuncia contra los guías eclesiásticos (reaccionarios hasta la médula y promotores de la "danza macabra" en Los Altos de Jalisco), elementos que daban fuerza y coherencia al texto literario en que se basaba. El realizador prefirió deslizarse por rumbos menos cáusticos que los sugeridos por la narración. De esta forma, quedó una obra ciertamente convencional a pesar de los inquietantes temas que a cada momento surgían en ella. De Anda no supo o no pudo aprovechar en toda su contundencia una oportunidad que ya no habrá de repetirse por mucho tiempo.

Canceladas de antemano sus opciones críticas o rigurosamente épicas, la película deja abierta la vía para un análisis de situaciones y personajes, muy propio para encarar cualquier melodrama basado en textos o referencias literarias. Las primeras imágenes hacían explícito un contenido casi religioso: tomas sobre un cielo de atardecer un tanto nebuloso y, desde ahí, un impecable tilt-down que culminaba en el full-shot de un paisaje bucólico, típico de cualquier drama ranchero. Después de largas escenas de rezos aparcera el cuadro familiar en el que ya se esbozaban los prototipos y caracteres. Desde ese momento, la abuela doña Engracia (la infaltable Sara García), delata su fanatismo, su intolerancia y su autoritarismo feroz. Consecuente con los rasgos defectuosos del carácter del personaje, De Anda la presenta como una anciana renga y furibunda hasta la caricatura. Atentando contra su propio mito de "cabecita blanca institucional", doña Engracia-García es capaz de calificar a su nieto, el liberal Felipe, de "Judas"; de amenazarlo con una escopeta, de expulsado del seno familiar e incluso de pretender matado después de haber rezado un Padrenuestro como ultimátum irónico; o incluso de espetarle que si en algún momento llega a enfrentarse con el rebelde Policarpo, su hermano, "¡Ojalá seas tú el que muera!". Tal intransigencia es resultado de una religiosidad e ignorancia que la llevan a suponer que un avión que arroja desde lo alto propaganda gubernamental es una "máquina del demonio", a la que conjura con velas "sagradas" y campanitas. Más allá de la viejita gruñona de Los tres García (Ismael Rodríguez, 1946), doña Engracia se complace en toda clase de gestos autoritarios: obliga a sus familiares a descalzarse para cumplir estoicamente con la manda de una peregrinación, y ordena a sus mozos que se coloquen nopales espinosos en el pecho y la espalda para que les sea perdonada la lujuria. De más está decir que al final la abuela cambia radicalmente su actitud y, en aras de la conciliación familiar, acepta sus errores y defectos. Sin esa elemental forma de happy ending el cineasta hubiera logrado, con todo, una forma de desmitificación de la figura materna, adelantada en muchos años a las fallidas pretensiones de Luis Alcoriza en Mecánica nacional (1970), donde la propia Sara García se veía transformada en una abuelita picardienta, glotona y manipuladora sentimental.

Bien representado por Tito Junco, Policarpo Bermúdez es el nieto modelo apegado a las estrictas normas de la abuela patriarcal. Nunca es condenado por su actitud de convertirse en militante cristero: su rebeldía se debe en parte al azar y en parte a la violencia imperante. Es también el hombre noble, valentón y mujeriego que sin embargo se doblega y acobarda ante la joven católica Marta (Amanda del Llano) de la que se ha enamorado "sinceramente". Pero sobre todo es el prototipo jalisciense que lleva la imprescindible serenata y que en algún momento proclama: "¡Qué lindo es nuestro cacho de patria; con razón dicen que Jalisco es la tierra de María Santísima". Con tales virtudes, Policarpo-Junco, no podía ser otra cosa que un brillante coronel cristero, incapaz de despojar a los ricos para que sus huestes sobrevivan, y el jefe de unos "soldados de Cristo Rey" más bien chistosos, que para matar el aburrimiento y las largas jornadas en espera de comida y armamento, se dedican a cantar coplas antes puestas en boca del alter ego literario del escritor michoacano José Rubén Romero (La vida inútil de Pito Pérez, Contreras Torres, 1943): "Siempre el pobre (sic) desmerece,/cuando muchacho apaleado,/cuando soltero soldado,/cuando marido comudo/y de viejo abandonado:/¿qué favor le debo al sol por haberme calentado?". El Policarpo cinematográfico contrasta con su correspondiente literario en que jamás da muestras de ambiciones arribistas o de hambre de poder, lo cual lo convierte en un personaje menos significativo.

Por su parte, don Ramón (Arturo Soto Rangel), doña Marea (Marta Gentil Arcos), don Alejo (el siempre espléndido Eduardo Nanche Arozamena) y la joven Marta son buenos personajes "de fondo". Sin caer en las meras comparsas, los tres primeros funcionan a momentos como los testigos más consternados de una situación familiar y social que tiende a volverse caótica e intolerable. De Anda propone un detalle acaso "verista", el tío Alejo siempre está rascándose las axilas, lo que delata su condición de ranchero plagado de garrapatas. Marta, en cambio, representa a todas las mujeres católicas que apoyaron la lucha armada de los cristeros aprovisionando alimentos y municiones y exponiéndose al encarcelamiento o la muerte.

La armonía y la solidaridad de la familia Bermúdez queda rota con el retomo de Felipe Bermúdez, el hijo menor; es el "héroe positivo" que cuenta con todas las simpatías del director (por algo lo interpreta Luis Aguilar, actor "exclusivo" de la empresa fílmica de De Anda), simpatías más acentuadas aún que las que José Guadalupe de Anda reservaba para su criatura literaria. A ese respecto, dice Ruiz Abreu en su prólogo a la edición más reciente de Los cristeros:

Felipe, ex seminarista, parece el teórico de la situación, suelta ideas positivistas y es el carácter más amable, digno y humano de toda la novela (...) Pueblos y aldeas incendiadas, los campos arrasados, familias divididas, temor constante, venganzas inauditas, vemos en Los cristeros, y al final, Felipe, la conciencia de tanta irracionalidad, comprende que todo ha sido inútil. Sólo él ve que la lucha ha carecido de objetivos y fines, que los miles de muertos no han peleado por una causa social justa.

Como digno enviado del gobernador para apaciguar la zona de Los Altos, Felipe-Aguilar dice frases como "el gobierno no quiere despojarlos de su religión, únicamente quiere que ésa se reglamente"; y el ejemplo más evidente de ello es él mismo: herido en la balacera final, descubre su pecho adornado por un escapulario y es que, pese a todo, no ha dejado de ser católico. Como portador de los designios oficiales, Felipe es incapaz de aprovecharse de la situación: acepta con una sonrisa que la mujer que ama esté a su vez enamorada de Policarpo; no delata a nadie de su familia, ni mucho menos comete crímenes arbitrarios: su actitud estoica termina por convencer a la abuela y al hermano de que eran ellos los equivocados.

Finalmente, dos actuaciones "de cuadro" evitan que la cinta se complazca totalmente en el melodrama familiar de vieja estirpe: Carlos López Moctezuma es algo así como un cristero-villano, ambicioso y traidor; comandante de una gavilla de desalmados que se dedican al saqueo de pueblos y haciendas, su personaje anticipa en alguna medida a los cristeros monstruosos de A paso de cojo (Luis Alcoriza, 1978). Pero su calidad de macho-malvado, muy bien representada, lo emparenta con ciertos personajes de Mariano Azuela o de Martín Luis Guzmán. Otro tanto puede decirse de Víctor Parra, que caracteriza con gran precisión y sobriedad a un militar autoritario para el que los rancheros del rumbo "son arañas que no pican" y "charritos borloteros"; desde su perspectiva, los cristeros "no dan la medida" y la tolerancia con los rebeldes es una "táctica reaccionaria de tiempos de don porfiado".

Si El charro negro y sus secuelas (La vuelta del charro negro, La venganza del charro negro) habían demostrado los adelantos de De Anda como realizador fílmico, Sucedió en Jalisco hizo evidentes, como nunca, sus limitaciones. Ahí donde se requería la fuerza de las imágenes que era capaz de crear Fernando de Fuentes, De Anda colocaba planos fríos, carentes de convicción. Salvo algunos movimientos de cámara muy bien ejecutados y algunas elipsis rudimentarias pero eficaces (del paquete de algodón expuesto en la vitrina de una botica de pueblo se pasaba a otro paquete cuyo contenido servia para limpiar las heridas de un anciano), lo demás era una serie de lugares comunes: la cinta no escapaba al paisajismo retórico a lo Fernández-Figueroa (Flor Silvestre), con imágenes de nubes, trigales y magueyes; con cielos tormentosos que enmarcaban atmósferas idílicas; y con monótonos full-shots utilizados para filmar peregrinaciones y ceremonias religiosas. Para colmo, la música de Rosalío Ramírez, reiterativa y cursi, hacia desmerecer uno que otro shot de buena composición o acentuaba aun más la densidad del montaje. Un plano sobre la mano sangrante de doña Engracia, que acaricia en forma reconciliadora la de su nieto liberal, cerraba la trama; el punto final era la imagen de un cielo claro, despejado, con lo que quizá el realizador quiso aludir a una nueva concordia social emanada de la guerra cristera, cosa que distaba mucho de la realidad. Pero, para no caer en delirios interpretativos, lo mejor es suponer que las intenciones del realizador eran más simples y modestas.

Contra lo que pudiera suponerse, el éxito taquillero de Sucedió en Jalisco o Los cristeros no produjo secuelas inmediatas. Todo indica que los censores, temerosos de que se pudiera producir alguna cinta que si comprometiera o denunciara con todo rigor a los sectores involucrados en el conflicto iniciado 20 años atrás, volvieron a ejercer las prohibiciones del caso, convirtiendo a la guerra cristera, de nuevo, en un auténtico tabú del cine nacional. Pero una vez transcurrido el sexenio alemanista, Raúl de Anda pretendió volver al tema de la insurrección de los cristeros, para lo cual adquirió los derechos de Pensativa, la ya citada novela del potosino Jesús Goytortúa Santos. De Anda no pudo integrar el reparto ya que la "estrella" María Félix Félix finalmente se negó a trabajar en el filme, y el proyecto quedó en ciernes. Sin embargo, en agosto de 1970, el realizador de El charro negro anunció el rodaje de una "nueva" adaptación de la novela de Goytortúa Santos a la que, para mayor confusión, tituló Sucedió en Jalisco o Gabriela. La cinta, realizada en los Estudios América bajo el formato de "película de episodios", estuvo integrada por cuatro partes: Sucedió en Jalisco, Un extraño romance, La verdadera historia y Volver a vivir. Patricia Aspíllaga encarnó al "personaje fuerte" del asunto: una mujer con varias personalidades que clama venganza por su hermano, un coronel cristero ferozmente asesinado por el ejército gubernamental. Para evitarse cualquier lío con el entonces director de Cinematografía, Mario Moya Palencia (que en 1968 ya había prohibido a Arturo Ripstein ubicar la trama de su adaptación de Los recuerdos del porvenir en la época de la guerra cristera), Raúl de Anda situó el argumento de su cinta en tiempos de la Revolución Mexicana logrando con ello un burdo melodrama, caótico y desprovisto del menor interés.

Los milagros de la apertura echeverrista

Cuando Raúl de Anda llevó a cabo su irrelevante adaptación de Pensativa, algo comenzaba a cambiar para el cine mexicano. Luis Echeverría Alvarez fungía como presidente electo y en calidad de tal había presionado para que se nombrara a su hermano Rodolfo como director del Banco Nacional Cinematográfico, institución crediticia que durante los cuarenta y cincuenta se había dedicado a refaccionar a una burguesía fílmica ahogada en la crisis económica y, sobre todo, artística. Al tomar cargo de su nuevo puesto, Rodolfo Echeverría Alvarez, ex actor teatral y cinematográfico (con el seudónimo de Rodolfo Landa), anunció en septiembre de 1970 una "reestructuración" de la decadente industria cinematográfica mexicana. Los cambios comenzaron a darse de manera lenta, tardía e improvisada y ello sin afectar profundamente los intereses de la oligarquía en el medio fílmico. Al final, y pese a todo, hubo logros importantes aunque efímeros, como la relajación de la censura, la incorporación a la industria de un buen número de jóvenes cineastas (mucho mas preparados que los de generaciones anteriores) y la producción de una serie de obras con pretensiones innovadoras. De la noche a la mariana se comenzó a hablar de un "nuevo cine mexicano" sustentado, sobre todo, en una marcada intervención estatal en la producción, distribución y exhibición de películas. (10)

El relajamiento de la censura abrió nuevas coyunturas para el tratamiento de la historia nacional, y, por fin, la guerra de los cristeros volvió a ser tema del cine mexicano. Ello ocurrió como parte de un proceso necesario para lograr la cristalización del llamado "nuevo cine mexicano". La "guerra santa mexicana" reapareció primero como telón de fondo de una ficción tan interesante como fallida: en Los días del amor (1971), de Alberto Issac, el cineasta recrea, a través de la mirada de su protagonista, el adolescente Gabriel (Arturo Beristdin), algunos aspectos de la provincia colimense hacia fines de la década de los veinte, cuando la insurrección cristera permeaba con intensidad las relaciones sociales y familiares en el occidente del país.

La sordidez de la lucha sólo se muestra fugazmente con imágenes de cristeros colgados en los árboles de las veredas o con guerrilleros que se aproximan temerosos a la ciudad para conseguir víveres y armamento. Lo que el cineasta parece proponer es que a ojos de su alter ego adolescente, la rebelión cristera fue algo muy lejano e incomprensible.

Dos años después de la realización de Los días del amor aparece la primera edición de La cristiada, el polémico libro de Jean Meyer, cuyo innegable mérito es haber rescatado a la discusión teórico-metodológica, la verdadera dimensión e importancia de la insurrección de los cristeros en el contexto de los "saldos de la Revolución" (Héctor Aguilar Camín, dixit). Con mayor rigor documental y analítico que todos sus predecesores, Meyer pretende demostrar, en el fondo, que la lucha de los "soldados de Cristo Rey" fue una extraordinaria épica campesino-popular, un movimiento autónomo de masas en contra de un sistema estatal que no ha cumplido con muchas de las promesas plasmadas en la Constitución de 1917. En un primer momento, las tesis del historiador francés remueven los cimientos no sólo de la historia oficial (efectuada por los ideólogos del PRI-Gobierno), sino de la historia académica, la que se suele enseñar en las universidades. Y el impacto de la polémica desatada por Meyer influye definitivamente en algunos cineastas, para los que "la cristiada" es de hecho un tema virgen. Aun así, la primera película que asume de nuevo la candente historia del conflicto religioso de 1926-1929, se produce de hecho al margen de la industria, aunque con capital indirectamente estatal. Se trata de De todos modos Juan te llamas, (1975), primer largometraje de Marcela Fernández Violante, nacida en 1941 y egresada del CUEC, donde en calidad de alumna había filmado dos cortos: Azul y Frida Kahlo. De todos modos Juan te llamas fue la primera cinta con carácter semi-industrial producida por el Departamento de Actividades Cinematográficas de la UNAM, entonces dirigido por Manuel González Casanova. La película marca, de hecho, un triple debut: primer largometraje filmado por una mujer en México tras las remotas experiencias de Matilde Landeta allá por los cuarenta y cincuenta (Lola Casanova, La negra Angustias y Trotacalles); primera producción de un "nuevo y vigoroso cine universitario"; y primera obra fílmica de un subgénero luego de la experiencia, aislada y también remota, de Sucedió en Jalisco o Los cristeros.

En primer lugar, el guión de De todos modos Juan te llamas, escrito por Mitl Valdés, Adrián Palomeque y la propia Fernández Violante, rescata las tesis básicas expuestas por Jean Meyer, pero la revuelta cristera es enfocada desde las estructuras de poder encarnadas por el general Guajardo (Jorge Russek), un torvo militar callista de gruesos bigotazos, cuya figura concentra todas las formas de abuso, la transa, la demagogia, la prepotencia y el anticlericalismo feroz que caracterizaron al régimen de Plutarco Ellas Calles, sobre todo en los dos últimos años de su mandato (1926-1928). Frente a esa encarnación del supremo poder político, los "soldados de Cristo Rey" aparecen como las víctimas ideales de una represión atroz, sanguinaria y devastadora. De esta manera, la cinta de Fernández Violante retrata más los entretelones del conflicto religioso de 1926-1929, que la significación de la guerra de los cristeros en sí misma.

Como representante de una nueva generación de cineastas y como pionera de una nueva ola de mujeres realizadoras, Fernández Violante asume en De todos modos Juan te llamas una actitud de "autora" consciente de sus medios y de los fines que persigue. En tanto Opera Prima, la cinta resulta carente de fuerza dramática necesaria para sustentar, en la praxis fílmica, las ideas del guión. De todos modos Juan te llamas conjuga momentos de gran torpeza narrativa con otros de gran lucidez estética. A esto último colaboran, sobre todo, la excelente fotografía de Arturo de la Rosa, y una ambientación muy acertada que logró, mediante audacia e imaginación, aprovechar al máximo el escaso monto de la producción. Pero el trabajo sobrio y a veces meticuloso de la autora se sirve de otros personajes para ir desarrollando una alegoría político-social, cuyas reminiscencias habría que buscarlas en El compadre Mendoza (1933) de De Fuentes, y en la que doña Beatriz, (Patricia Aspíllaga), la esposa de Guajardo, representa a las madres de familia en vías de rechazar los dogmas religiosos (lo que le cuesta morir linchada a manos de un grupo de beatas-arpías); Amanda Guajardo (Rocío Brambila), hija del militar, simboliza a las mujeres jóvenes en vías de romper con las tradiciones familiares y el autoritarismo paternal, y, de acuerdo con Antonio Loyola (11) "representa simultáneamente la conciencia crítica y la contestación feminista. Otro personaje --continúa Loyola--, el teniente (Juan Ferrara) encarna la disidencia en el aparato militar y es el primer signo de lo que sería el cardenismo", lo que le cuesta, agregaríamos nosotros, ser victimado por órdenes del brutal Guajardo.

Gracias a un acuerdo establecido con el Sindicato de Trabajadores de la Industria Cinematográfica (STIC), De todos modos Juan te llamas logró finalmente ser exhibida en el circuito comercial (Cine París, 26 de diciembre de 1976), justo cuando el régimen echeverrista había llegado a su fin. Quizá entonces se comprendió por qué el conflicto religioso y su expresión armada, la cristiada, hablan sido censurados de manera sistemática. Bastaba con hacer a un lado los esquemas del melodrama convencional tipo Sucedió en Jalisco, para apreciar en toda su magnitud las dimensiones profundas de dicho conflicto. Como señalan Rafael Segovia y Alejandra Lajous

(...) La Cristiada --y el conflicto religioso en general-- significaron un desafío total al nuevo sistema creado por la Revolución, en el que se puso en juego saber si la autoridad del Estado podía extenderse sin obstáculos mayores capaces de detenerlo o si, por el contrario, los cuerpos constituidos --la Iglesia en este caso-- conservaban la fuerza suficiente para detener la acción revolucionaria. El Estado quedó vencedor en este singular desafío. Ya no le faltaba nada más que organizarse y crear instituciones que le permitieran llevar a cabo su política modernizadora de la nación, cuya primera fase se iniciaba por la construcción de un aparato político capaz de garantizar la concentración, la centralización y la supervivencia del poder (...) (12)

Auténtica "prueba de fuego" para los dirigentes del Estado posrevolucionario, el triunfo sobre los cristeros permitiría a quéllos un afianzamiento pleno de la estructura de poder y del control político de las masas, todo a través de la creación de un gobierno "fuerte" y de gran partido político. Revelar esto es proponer la reflexión en tomo a un mecanismo de sojuzgamiento y corrupción que de ninguna manera convenía a los intereses no tanto del aparato eclesiástico, sino a la del propio aparato gubernamental. Para los censores de los sexenios alemanista, ruiz-cortinista, lopezmateísta y díazordacista cualquier alusión a la guerra cristera resultaba peligrosa en la medida en que a través de ella se podría demostrar, ante todo, la bárbara represión estatal en contra de miles de campesinos a los que el propio Estado mantenía en condiciones de extrema miseria e ignorancia. Sin embargo, para los artífices del cine echeverrista era necesario, por razones estratégicas, abrirse a la "autocrítica" con el objeto de recuperar prestigio y credibilidad. Tales son los paradójicos e insondables caminos del poder.

*Publicado por primera vez en Comunicación y Sociedad y reproducido con autorización del autor. (Primera de dos partes)